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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (2 page)

BOOK: El valor de educar
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Es cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente en crisis en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes voces de alarma que desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora confiese, amiga mía, que este libro responde a mi preocupación por la crisis actual de la educación es probable que muchos se encojan de hombros: ese triste cuento ya lo hemos oído tantas veces... Aun así, creo que es posible señalar peculiaridades inquietantes en el estadio crítico que hoy atravesamos. Por decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco, cuyo libro
El nuevo pacto educativo
ha sido una de mis mejores ayudas a lo largo de estas páginas, la crisis de la educación ya no es lo que era: «No proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no puede reducirse sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por numeroso que sea, ni tampoco a que la escuela no cumpla como es debido las nítidas misiones que la comunidad le encomienda, sino que adopta un perfil previo y más ominoso: el desdibujamiento o la contradicción de esas mismas demandas.

¿Debe la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o formar hombres completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo, a menudo crítica y disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la originalidad innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo? ¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a los rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión, polimorfismo estético...) o se decantará por razonar lo preferible y proponer modelos de excelencia? ¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos de ellos resultan incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe decidir por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de educar a todo el mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es la obligación de educar un asunto público o más bien cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que la capacidad de aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué ha de ser
obligatorio
educar? Etc., etc.

Cuando el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la fragilidad recelosa de las respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la filosofía. No tanto por afán dogmático de poner pronto remedio al desconcierto sino para utilizar éste
a favor
del pensamiento: hacernos intelectualmente dignos de nuestras perplejidades es la única vía para empezar a superarlas. Pero es que además el proyecto mismo de la filosofía no puede desligarse de la cuestión pedagógica. De vez en cuando, mis respetados maestros y colegas vuelven a plantearse la cuestión de cuál sea el gran tema de la filosofía actual: confieso que sus respuestas me dejan siempre notablemente insatisfecho. Que si el retorno de la religión, que si la crisis de los valores, que si los peligros de la técnica, que si el enfrentamiento entre individualismo y comunitarismo... cuestiones todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular altisonantemente la carencia de él. Sin embargo el tema de la educación, que engloba todos los anteriores y muchos otros (obligando además a que
aterricen
en el quehacer social), casi nunca lo oigo mencionar como asunto principal. Por lo visto es algo demasiado sectorial, demasiado especializado, demasiado funcional y modesto para suscitar la atención prioritaria de los grandes especuladores de hoy... aunque no lo fuese para muchos tampoco malos de los de ayer, como Montaigne, Locke, Rousseau, Kant o Bertrand Russell. Incluso hubo uno, John Dewey, que llegó a definir la filosofía como «teoría general de la educación», incurriendo quizá en una exageración pero no en un absurdo. En cualquier caso, mi opinión está más cerca de esa hipérbole que de otras declamaciones aparentemente sublimes que convierten a los filósofos en sacristanes o en auxiliares de laboratorio.

Te contaré brevemente la génesis de este libro. Cuando hace un par de años tuve ocasión de componer mi
Diccionario filosófico
—personal casi hasta el capricho— pensé incluir en él la voz «educación» como una de las principales. Sucesivos esbozos desechados me convencieron de que aún me faltaban muchas lecturas para abordar el tema con mínima competencia, amén de necesitar más espacio para desarrollarlo que el razonable en un diccionario como el que estaba escribiendo. Abandoné pues con remordimiento el proyecto de ese artículo: encontrarás vestigios de dicho esfuerzo inicial en el primer capítulo del presente libro. La verdadera ocasión de ponerme en serio al trabajo me la brindó un sindicato de enseñanza mexicano, solicitándome un ensayo sobre los valores de la educación para uso de sus afiliados. Creo que esta obra satisfará su demanda, pero también espero que la rebase en bastantes aspectos. Aunque he procurado leer cuanto me pareció de interés sobre filosofía de la educación y algunos buenos amigos me han hecho indicaciones bibliográficas pertinentes, sólo en parte se ha remediado mi ignorancia básica sobre el tema: quizá la compense un poco mi apasionamiento de neófito por él. Hay que reconocerme en cambio la paciencia con la que he soportado en demasiadas ocasiones la jerga de cierta pedagogía moderna, cuyos pedantes barbarismos, tipo «microsecuenciación curricular», «dinamización pragmática», «segmento de ocio» (¡el recreo!), «contenidos procedimentales y actitudinales», etc., son un auténtico cilicio para quien de veras quiere enterarse de algo. También la filosofía tiene su jerga, desde luego, pero por lo menos está vigente desde hace bastantes siglos. En cambio, los pedagogos de los que hablo son advenedizos de la vanilocuencia y se les nota inconfundiblemente...

Por supuesto, he afrontado la educación del modo más general y yo diría que más
esencial
que me ha sido posible (siempre con especial hincapié en sus estadios básico y primario): no me dedico a comparar planes de estudio o legislaciones sobre enseñanza pero quisiera haber sido juntamente intemporal e históricamente válido, como suele pretender —casi siempre con excesiva ambición, ¡ay!— la filosofía. Aunque parto del modelo educativo de la tradición occidental y el mundo desarrollado, la única que conozco de modo suficiente, me gustaría haber brindado alguna reflexión oportuna a quienes se preocupan por la enseñanza en contextos socioculturales diferentes. Como colofón del libro incluyo una antología de opiniones de insignes pensadores sobre educación: he seleccionado solamente las que me parecen fundamentalmente
acertadas
pero tentado estuve de componer un florilegio aún mayor de disparates a partir de los mismos autores o de otros no menos importantes. Hubiera sido mezquino y peligroso: mezquino, porque cualquiera puede equivocarse pero sólo unos cuantos han sabido ir configurando nuestras frágiles verdades; peligroso, porque quizá lo que yo tomo hoy por yerro de un espíritu superior es sólo algo que no entiendo o que
aún
no entiendo.

Dos últimas observaciones, la primera sobre el talante con que está concebido este libro y la segunda sobre su título. El talante o tono del libro, para empezar: supongo que será tachado, probablemente con cierto implícito reproche, de
optimista.
Respecto a casi todos mis libros se dice lo mismo, de modo que no imaginaré que éste —¡precisamente éste!— vaya a constituir una excepción. En un capítulo de otra obra mía
(Ética como amor propio)
he explicado la actitud de pesimismo ilustrado que considero más cuerda y a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero bueno, qué más da. En efecto, no soy amigo de convertir la reflexión en lamento. Mi actitud, nada original desde los estoicos, es contraria a la queja: si lo que nos ofende o preocupa es remediable debemos poner manos a la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque este mundo carece de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido de que tanto en nuestra época como en cualquier otra sobran argumentos para considerarnos igualmente lejos del paraíso e igualmente cerca del infierno. Ya sé que es intelectualmente prestigioso denunciar la presencia siempre abrumadora de los males de este mundo pero yo prefiero elucidar los bienes difíciles como si pronto fueran a ser menos escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a conseguirlos...

En el caso de un libro sobre la tarea de educar, empero, el optimismo me parece de rigor: es decir, creo que es la única actitud rigurosa. Veamos: tú misma, amiga maestra, y yo que también soy profesor y cualquier otro docente podemos ser ideológica o metafísicamente profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos de la omnipotente maldad o de la triste estupidez del sistema, de la diabólica microfísica del poder, de la esterilidad a medio o largo plazo de todo esfuerzo humano y de que «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». En fin: lo que sea, siempre que sea descorazonador. Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda
pensar
en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos...) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse
contra
la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla... y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros.

Y aquí está la explicación también del título de mi libro. Hablaré del valor de educar en el doble sentido de la palabra «valor»: quiero decir que la educación es valiosa y válida, pero también que es un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana. Cobardes o recelosos, abstenerse. Lo malo es que todos tenemos miedos y recelos, sentimos desánimo e impotencia y por eso la profesión de maestro —en el más amplio sentido del noble término, en el más humilde también— es la tarea más sujeta a quiebras psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga acompañada por la sensación de sufrir abandono en una sociedad exigente pero desorientada. De ahí nuevamente mi admiración por vosotras y vosotros, amiga mía. Y mi preocupación por lo que os
—nos— debilita y desconcierta. Las páginas que siguen no pretenden más que acompañar a quienes se lanzan valientemente a este mar perplejo de la enseñanza y también suscitar en el resto de la ciudadanía el necesario debate que a todos pueda ayudarnos.

Capítulo 1
El aprendizaje humano

En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es también un deber». Se refería probablemente a esos atributos como la compasión por el prójimo, la solidaridad o la benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos propios de las personas «muy humanas», es decir aquellas que han saboreado «la leche de la humana ternura», según la hermosa expresión shakespeariana. Es un deber moral, entiende Greene, llegar a ser humano de tal modo. Y si es un deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario (no diríamos que morir es un «deber», puesto que a todos irremediablemente nos ocurre): habrá pues quien ni siquiera intente ser humano o quien lo intente y no lo logre, junto a los que triunfen en ese noble empeño. Es curioso este uso del adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos que es inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también que llegar a Serlo. ¡Y se da por supuesto que podemos fracasar en el intento o rechazar la ocasión misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran poeta griego, recomendó enigmáticamente: «Llega a ser el que eres.»

Desde luego, en la cita de Graham Greene y en el uso común valorativo de la palabra se emplea «humano» como una especie de ideal y no sencillamente como la denominación específica de una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los chimpancés. Pero hay una importante verdad antropológica insinuada en ese empleo de la voz «humano»: los humanos nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta
después
. Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna especial relevancia moral, aunque aceptemos que también la cruel lady Macbeth era humana —pese a serle extraña o repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son humanos y hasta demasiado humanos los tiranos, los asesinos, los violadores brutales y los torturadores de niños... sigue siendo cierto que la humanidad plena no es simplemente algo biológico, una determinación genéticamente programada como la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los pulpos. Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase, mientras que de los humanos lo más que parece prudente decir es que nacemos
para
la humanidad. Nuestra humanidad biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la relación con otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay que nacer para humano, pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos
contagian
su humanidad a propósito... y con nuestra complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano del todo —sea humano bueno o humano malo— es siempre un
arte
.

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