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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (7 page)

BOOK: El valor de educar
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Pero viejo se es enseguida: cada vez antes, ¡ay! Aunque las arterias aún resistan la esclerosis, se conserve la piel lozana y el paso razonablemente elástico, otros síntomas peligrosos denuncian la ancianidad. La madurez, por ejemplo, esa aleación de experiencia, paciente escepticismo, moderación y sentido de la responsabilidad. «La madurez lo es todo», dijo el pobre rey Lear, aunque demasiado tarde. Por mucho que de labios para afuera se le pueda dar la razón públicamente, en el fondo la madurez resulta sospechosa y peligrosamente antipática. Quienes por cronología deberían aceptarla se apresuran a rechazarla con esforzados ejercicios de inmadurez (junto a los que llevan a cabo para librarse de las canas, los «michelines» y el colesterol), recordando quizá que en su juventud se les enseñó a desconfiar de todos los mayores de treinta años como tiranos en potencia.

De ahí que la experiencia, ese aprendizaje por la vía del placer y del dolor, esté en franco desprestigio. El
senior
que se niega a serlo presenta frente a ella dos modalidades de repugnancia: o bien se enorgullece de su invulnerable continuidad («yo sigo pensando lo mismo que a los diecisiete años», como si el primero de los índices del pensamiento no fuese cambiar de forma de pensar), o bien sufre una
metanoia
absoluta de fidelidades e ideales que descarta por completo los del pasado como una enfermedad sin consecuencias: todo menos aceptar que a lo largo de los años no ha habido más remedio que
aprender
algo. Los revolucionarios más proclives a la retórica mística llevan largo tiempo reclamando el «hombre nuevo» que regenerará el orden del mundo y por eso idealizan la «generosa pureza» de los jóvenes, es decir, su falta de experiencia vital que se transforma fácilmente en radicalismo manipulable. En el terreno laboral, tampoco la experiencia tiene demasiado buena prensa, pues se prefiere el joven virgen de toda malicia y condicionamiento previo que por no tener aprendida ninguna maña anterior se hace tanto más rápidamente con el manejo de los novísimos aparatos que cada mes salen al mercado... amén de ser menos ducho en reivindicar derechos sindicales. El héroe de nuestro tiempo ya no es el protagonista de Lermontov sino Bill Gates o Macaulay Culkin, los adolescentes prodigiosos que ni siquiera han necesitado crecer para hacerse multimillonarios...

Sin embargo, para que una familia funcione educativamente es imprescindible que alguien en ella se resigne a ser
adulto
. Y me temo que este papel no puede decidirse por sorteo ni por una votación asamblearia. El padre que no quiere figurar sino como «el mejor amigo de sus hijos», algo parecido a un arrugado compañero de juegos, sirve para poco; y la madre, cuya única vanidad profesional es que la tomen por hermana ligeramente mayor de su hija, tampoco vale mucho más. Sin duda son actitudes psicológicamente comprensibles y la familia se hace con ellas más informal, menos directamente frustrante, más simpática y falible: pero en cambio la formación de la conciencia moral y social de los hijos no sale demasiado bien parada. Y desde luego las instituciones públicas de la comunidad sufren una peligrosa sobrecarga. Cuanto menos padres quieren ser los padres, más paternalista se exige que sea el Estado. Hace unos meses los medios de comunicación españoles se ocuparon de esas discotecas que abren noche y día ininterrumpidamente, permitiendo a los adolescentes fines de semana de tres días sin salir de ellas, viajando de unas a otras en un estado de sobriedad cada vez más deteriorado que se salda con frecuentes accidentes mortales de carretera, pérdida de concentración en los estudios, etc. Los padres, reconociendo que ellos no podían ser guardianes de sus hijos, exigían de papá Estado que cerrase esos establecimientos tentadores o al menos controlara policialmente con mayor rigor a quienes utilizan vehículos de motor para ir de unos a otros. No sé si estas medidas de vigilancia serán oportunas, pero sorprende en todo caso la facilidad con que esos progenitores daban por supuesto que, como ellos eran incapaces de hacerse cargo de sus vástagos, el Ministerio del Interior debía controlar a los de todos los españoles.

Se trata, como suele decirse, de una crisis de
autoridad
en las familias. Pero ¿qué supone dicha crisis? En primer lugar, una antipatía y recelo no tanto contra el concepto mismo de autoridad (se oyen cada vez más críticas a las instituciones por su falta de autoridad y se reclama histéricamente «mano dura») sino contra la posibilidad de ocuparse personalmente de ella en el ámbito familiar del que se es responsable. En su esencia, la autoridad no consiste en
mandar
, etimológicamente la palabra proviene de un verbo latino que significa algo así como «ayudar a crecer». La autoridad en la familia debería servir para ayudar a crecer a los miembros más jóvenes, configurando del modo más afectuoso posible lo que en jerga psicoanalítica llamaremos su «principio de realidad». Este principio, como es sabido, implica la capacidad de restringir las propias apetencias en vista de las de los demás, y aplazar o templar la satisfacción de algunos placeres inmediatos en vistas al cumplimiento de objetivos recomendables a largo plazo (recordemos aquí lo dicho en el capítulo anterior sobre la educación como incardinación en el tiempo del educando). Es natural que los niños carezcan de la experiencia vital imprescindible para comprender la sensatez racional de este planteamiento y por eso hay que enseñárselo. Los niños —esta obviedad es frecuentemente olvidada— son educados para ser adultos, no para seguir siendo niños. Son educados para que crezcan mejor, no para que no crezcan... puesto que de todos modos, bien o mal, van a crecer irremediablemente. Si los padres no ayudan a los hijos con su autoridad amorosa a crecer y prepararse para ser adultos, serán las instituciones públicas las que se vean obligadas a imponerles el principio de realidad, no con afecto sino por la fuerza. Y de este modo sólo se logran envejecidos niños díscolos, no ciudadanos adultos libres.

Lo más desagradable del principio de realidad es que tiene su origen en el
miedo
. Comprendo que esta constatación despierte repulsa, pero no hay más remedio que asumirla si se quiere conseguir ese don melancólico tardíamente elogiado por Lear, la madurez, y con él la capacidad de educar a otros. El miedo no es sino la primera reacción que produce contemplar de frente el rostro de nuestra finitud. El Eclesiastés asegura que el temor es el principio de la sabiduría y con razón, porque el saber humano comienza con la certidumbre aterradora de la muerte y las limitaciones que esta frágil condición perecedera nos impone: necesidad de alimento, de cobijo, de apoyo social, de comunicación y cariño, de templanza, de cooperación. Del miedo a la muerte (es decir, de cualquier miedo, pues todos los miedos son metáforas de nuestro miedo primordial) provendrá el
respeto
por la realidad y en especial el respeto por los semejantes, colegas y cómplices de nuestra finitud. El objetivo de la educación es aprender a respetar por alegre interés vital lo que comenzamos respetando por una u otra forma de temor. Pero no podemos abolir el miedo del comienzo del aprendizaje y es ese miedo primero, controlado por la autoridad paternal, el que nos vacunará para que no tengamos más tarde que estrellarnos contra terrores frente a los que no estaremos preparados. O partimos de un miedo infantil que nos ayude a ir madurando o desembocaremos puerilizados en un pánico mucho más destructivo, contra el que quizá exijamos la protección de algún superpadre tiránico en la cúspide de la sociedad: nunca aprenderemos a librarnos del miedo si nunca hemos temido y aprendido después a razonar a partir de ese temor.

La mayoría de las formas de aprendizaje implican un esfuerzo que sólo se afrontará en sus fases iniciales si se cuenta con un principio de realidad suficientemente asentado. Quizá sea Bruno Bettelheim, un psicoanalista que ha estudiado la importancia del miedo en los cuentos de hadas infantiles (y, contra ciertos prejuicios
políticamente correctos
, subraya la importancia de las fantasías terroríficas en la formación de la personalidad), quien ha explicitado con menos rodeos este requisito incómodo de la formación básica: «Así, mientras que la conciencia tiene su origen en el miedo, todo aprendizaje que no proporcione un placer inmediato depende de la previa formación de la conciencia. Es verdad que un exceso de miedo obstaculiza el aprendizaje, pero durante mucho tiempo todo aprendizaje que exija mucha aplicación no irá bien a menos que sea motivado también por cierto miedo controlable. Esto es así hasta que el interés propio o egoísmo alcanza el nivel de refinamiento preciso para constituir por sí solo una motivación suficiente para impulsar desde sí mismo las acciones de aprendizaje, aunque resulten dificultosas. Raramente ocurre así antes de que la adolescencia esté ya muy avanzada, es decir, cuando la formación de la personalidad ha quedado completada en esencia.» Pero existe un consenso en el pensamiento pedagógico ilustrado sobre lo negativo de una educación basada en el temor autoritariamente inculcado a la venganza de dioses o demonios. ¿A qué miedo se refiere entonces Bettelheim? Oigámosle: «Ya no podemos o queremos basar el aprendizaje académico en el miedo. Sabemos que el miedo cobra un precio tremendo en forma de inhibición y rigidez. Pero el niño debe temer algo si queremos que se aplique a la ardua tarea de aprender. Opino que, para que prosiga la educación, los niños tienen que haber aprendido a tener miedo de algo antes de ingresar en la escuela. Si no se trata del miedo a condenarse o a ser encerrados en la leñera, entonces en estos tiempos más ilustrados tiene que ser, cuando menos, el miedo a perder el amor y el respeto de los padres (o más tarde, por poderes, el del maestro) y, finalmente, el miedo a perder el respeto a sí mismo.»

Quienes hemos sido educados en sociedades dictatoriales (aunque en mi caso, afortunadamente, no padecí una vida familiar dictatorial en absoluto) estamos por lo general convencidos del adelanto que supone aliviar de intimidaciones abusivas los primeros años de la enseñanza. Pero también es preciso comprender que la desaparición de toda forma de autoridad en la familia no predispone a la libertad responsable sino a una forma de caprichosa inseguridad que con los años se refugia en formas colectivas de autoritarismo. El modelo de autoridad en la familia tradicional de nuestras sociedades ha sido el padre, una figura cuya dimensión temible y amenazadora —aunque también afectuosa y justa— ha propiciado en ocasiones excesos sádicos cuyo influjo aniquilador describe magistralmente la
Carta al padre
de Franz Kafka. Dentro del general eclipse actual de la familia como unidad educativa, la figura del padre es la más eclipsada de todas: el papel más cuestionado y menos grato de asumir, el triste encargado de administrar la frustración. Según la investigación llevada a cabo por un sociólogo italiano especializado en estudios sobre la familia, Carmine Ventimiglia, la mayoría de los padres actuales de Italia no tienen como modelo de relación ideal con los hijos la que tuvieron con sus padres sino la que mantuvieron con sus madres: «quiero ser un buen padre... como mi madre lo fue conmigo». Los adelantos de la protección social de madres divorciadas o solteras ha facilitado en países del norte de Europa y en Estados Unidos una decadencia de la autoridad paterna. Sin embargo, el desdibujamiento o la abolición de esta figura plantea unas dificultades de identificación positiva a los jóvenes que otros estudiosos relacionan directamente con el aumento de delincuencia juvenil y la pérdida destructiva de modelos de autoestima. Parece peligroso que sólo las formas más integristas y teocráticamente despóticas de familia sigan decididas a conservar el modelo de autoridad paterna. Quizá el reto ilustrado actual sea proponer y asumir un tipo de padre con suficiente autoridad para gestionar el miedo iniciático en el que se funda el principio de realidad, pero también con la tierna solicitud doméstica, próxima y abnegada, que ha caracterizado secularmente el papel familiar de la madre. Un padre que no renuncie a serlo pero a la vez que sepa
maternizarse
para evitar los abusos castradoramente patriarcales del sistema tradicional...

Pero no todos los motivos del eclipse de la familia como factor de socialización primaria provienen de cambios ocurridos en los adultos. También hay que contar con la radical transformación del estatuto de los propios niños, que permitió hace ya tres lustros a Neil Postman titular así de provocadoramente su libro más famoso:
La desaparición de la infancia
. El agente que señaló Postman como causante de esta desaparición fue precisamente la
televisión
. Casi escucho el suspiro de alivio que muchos de los lectores más beatos de este libro acaban de exhalar: ¡por fin empiezan los anatemas contra la caja tonta!, ¡era preocupante que un ensayo sobre educación tardase tanto en arremeter contra la fuente principal de todos nuestros males educativos! Bueno, les ruego un poco más de paciencia, porque quizá ni Postman ni yo vamos a darles gusto todavía. La revolución que la televisión causa en la familia, sobre todo por su influencia en los niños, nada tiene que ver según el sociólogo americano con la perversidad bien sabida de sus contenidos sino que proviene de su eficacia como instrumento para comunicar conocimientos. El problema no estriba en que la televisión no eduque lo suficiente sino en que educa demasiado y con fuerza irresistible; lo malo no es que transmita falsas mitologías y otros embelecos sino que desmitifica vigorosamente y disipa sin miramientos las nieblas cautelares de la ignorancia que suelen envolver a los niños para que sigan siendo niños. Durante siglos, la infancia se ha mantenido en un limbo aparte del que sólo iban saliendo gradualmente los pequeños de acuerdo con la voluntad pedagógica de los mayores. Las dos principales fuentes de información eran por un lado los libros, que exigían un largo aprendizaje para ser descifrados y comprendidos, y por otro las lecciones orales de padres y maestros, dosificadas sabiamente. Los modelos de conducta y de interpretación del mundo que se ofrecían al niño no podían ser elegidos voluntariamente ni rechazados, porque carecían de alternativa. Sólo llegados ya a cierta madurez y curados de la infancia iban los neófitos enterándose de que existían más cosas en el cielo y en la Tierra de las que hasta entonces se les había permitido conocer. Cuando la información revelaba las alternativas posibles a los dogmas familiares, dando paso a las angustiosas incertidumbres de la elección, la persona estaba lo suficientemente formada para soportar mejor o peor la perplejidad.

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