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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (11 page)

BOOK: El valor de educar
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Según cuentan, Dios fue capaz de crear el mundo de la nada, pero el resultado de tanta improvisación no recomienda precisamente el procedimiento. Será entonces mejor que los niños, por muy creadores que los consideremos, reciban la preparación adecuada antes de comenzar a ejercer como tales. Y si algo de «creatividad» se pierde en el proceso, seguro que se obtendrán como compensación resultados socialmente más aceptables y una configuración personal menos caprichosa y por tanto más estimulante. ¿Es preciso recordar que no es posible ningún proceso educativo sin algo de
disciplina
? En este punto coinciden la experiencia de los primitivos o los antiguos, la de los modernos y la de los contemporáneos, por mucho que puedan diferir en otros aspectos. La propia etimología latina de la palabra (que proviene de
discipulina
, compuesto a su vez de
discis
, enseñar, y la voz que nombra a los niños,
pueripuella
) vincula directamente a la disciplina con la enseñanza: se trata de la exigencia que obliga al neófito a mantenerse atento al saber que se le propone y a cumplir los ejercicios que requiere el aprendizaje. El término ha servido para denominar también a las diversas destrezas y conocimientos que se aprenden por este procedimiento: las matemáticas o la geografía son disciplinas cuyo aprendizaje exige a su vez disciplina.

Por extensión lógica se ha hablado también de disciplina militar o de disciplina religiosa, incluso de seguir disciplinadamente la dieta impuesta por un médico, usos de la palabra que la vinculan más bien con el poder que con la mera enseñanza. Ha sido sin duda Michel Foucault el pensador contemporáneo que más decididamente ha puesto de relieve la íntima conexión que une el poder —es decir, la capacidad de unas personas de determinar lo que han de hacer o creer otras— con toda forma de saber. El sujeto histórico jamás llega al conocimiento al margen de los poderes sociales vigentes sino siempre en el marco resultante de su interacción, nunca simple ni mucho menos neutral. En la modernidad, esa orientación coactiva del aprendizaje ya no se realiza a fuerza de castigos físicos sino por medio de una vigilancia que controla psicológicamente y «normaliza» a los individuos a fin de hacerlos socialmente productivos. El poder siempre impone disciplina, pero según Foucault, a partir del siglo XVII se ha ido haciendo cada vez más íntima e irreversiblemente disciplinario. Los ejercicios que así se programan para el cuerpo y para el alma responden a unos específicos
intereses
que en cada época están determinados por los grupos dominantes y por la evolución defensiva de la forma misma de su dominio.

Los detallados análisis de Foucault, prolongados por sus seguidores con perspicacia en ocasiones no inferior a la del maestro, han supuesto una importante contribución al estudio del desarrollo de la escuela, la han relacionado con otros campos de control social como el reformatorio, la cárcel, el manicomio o el hospital y han desmitificado la idealización atemporal y ahistórica del proceso educativo. Pero también se resienten a veces de una consideración a la par excesivamente global y ambigua del poder: por una parte, el poder disciplinario es el responsable final de cualquier procedimiento moderno de educación, tanto de los más coactivos como de los más liberales, tanto de los que todo lo rigen desde la omnipresencia vigilante del maestro como de los que interiorizan el control en forma de espontaneidad creativa del discípulo; por otra, no sabemos si ante esa omnímoda difusión de lo disciplinar debemos mantener una actitud crítica, apologética, cómplice, rebelde o neutral. Establecido que los procedimientos psicologizantes de la pedagogía actual son una técnica del poder disciplinario como antes lo fueron los palmetazos o la tarea de copiar mil veces la palabra mal escrita, aceptado que la formación flexible y polivalente hoy propuesta como ideal sirve a los intereses del capitalismo vigente como ayer otro modelo de poder económico prefirió la especialización y en otras latitudes se impuso la sumisión al evangelio marxista... ¿qué debemos colegir de todo ello? ¿Que para el caso es igual Torquemada que Voltaire, que dada la vinculación entre poder y educación toda enseñanza es inevitablemente tan mala como lo más manipulador de su época, que obligar al niño a permanecer sentado equivale a una forma sutil de mutilación de su cuerpo y enseñarle a jugar al fútbol a otra no menos artera, que habría de proponerse otro modelo de aprendizaje antidisciplinario, o ningún aprendizaje, o una disciplina indisciplinada o... o qué? Para quien ya tiene esbozadas respuestas a estas preguntas desde otros planteamientos sociológicos o políticos los análisis foucaultianos —que ni las plantean ni mucho menos las resuelven— suelen resultar sumamente útiles; para los demás, en cambio, los excursos educativos de la microfísica del poder es frecuente que les lleven a sostener dañinas macrodemagogias.

En su
República
dice Platón: «No habrá pues, querido amigo, que emplear la fuerza para la educación de los niños; muy al contrario, deberá enseñárseles jugando, para llegar también a conocer mejor las inclinaciones naturales de cada uno» (536e-537a). Este dictamen ilustre fue reiterado a lo largo de los siglos en numerosas ocasiones y ha sido entronizado con especial ahínco en nuestra época. El lema «instruir deleitando» se complementa con el aún más ambicioso de «aprender jugando». Montaigne, tan frecuentemente moderno en sus puntos de vista, se decanta fervientemente por no aceptar otro estímulo para la enseñanza que el placer del neófito y descarta cualquier imposición o contrariedad. Más tarde Basedow, Celestin Freinet y María Montessori incorporaron esta perspectiva lúdica a sus métodos pedagógicos. Oponerse a este punto de vista parece señal de un talante torvo y dictatorial: si el juego es aquella actividad supremamente libre que niega toda instrumentalidad y que el niño busca por sí misma sin que nadie deba imponérsela como obligación, ¿qué mejor camino que éste para educarle, a partir no ya de su obediencia sino de su jubilosa colaboración? Sin embargo, en este punto también habrá que atreverse a caer un poco antipáticos si no se quiere perder contacto con la verdad.

El juego es una actividad fundamental de niños y adultos, de todos los humanos: su carácter libre y a la vez pautado, simbólico, donde se conjuga la innovación permanente con la tradición, le convierte en una especie de emblema total de nuestra vida. Así lo han visto destacados estudiosos como Huizinga en su
Homo ludens
, donde se repasan todas las ocupaciones y preocupaciones humanas en tanto que manifestaciones lúdicas, o la antropología del juego llevada a cabo por Roger Caillois. Por otra parte, es indudable que aprovechando la inclinación al juego de los niños se les puede enseñar muchas cosas. Como dice el refrán castellano, «más se consigue con una gota de miel que con una tonelada de hiel». La poca geografía que he llegado a memorizar la aprendí en un juego de mesa —antes los juegos eran de mesa, no de ordenador, ¿recuerdan?— llamado «Turistas y piratas», en el cual había que transportar diversos fletes a los más diversos puertos mientras se esquivaban los abordajes (a este juego yo le ponía «música» literaria de Salgari y así se reforzaba su efecto docente...). Seguro que los maestros inventivos saben jugar provechosamente con sus alumnos, incluso estimulando a veces en exceso la tendencia competitiva juvenil, como patentaron los jesuitas en sus célebres «torneos» que dividían la clase en dos equipos rivales. Emplear el acicate lúdico para iniciar los aprendizajes es a menudo obligado en el caso de los párvulos, indicado para familiarizarse con el uso de ordenadores y supongo que rentable en otras muchas ocasiones... aunque demasiada rentabilidad desvirtúe un tanto la gratuidad del juego. Sin embargo, la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando. Según el hermoso dicho de Novalis, «jugar es experimentar con el azar»; la educación en cambio se orienta hacia un fin previsto y deliberado, por abierto que sea. La misma idea de ir a la escuela a jugar es disparatada: para jugar los niños se bastan y se sobran por sí solos, de modo que si se trata de eso lo más aconsejable es dejarles en paz y que ellos busquen sus propios campos de recreo. Precisamente lo primero que aprendemos en la escuela es que no se puede estar toda la vida jugando. A jugar y a las cosas que vienen jugando aprendemos solos o con ayuda de cualquier amiguete: a la escuela vamos para aprender aquello que no enseñan en los demás sitios. Se ha mencionado en el capítulo anterior pero conviene repetirlo, porque es una de esas obviedades que sorprende como una paradoja: el propósito de la enseñanza escolar es preparar a los niños para la vida adulta, no confirmarles en los regocijos infantiles. Y los adultos no sólo juegan, sino que sobre todo se esfuerzan y trabajan. Estas tareas cuestan al principio pero no siempre son desagradables. Es más, pasados los años de la primera infancia, son imprescindibles incluso para realzar de tanto en tanto los momentos de juego. La escuela es el lugar para aprender que no sólo jugando se demuestra el amor a la vida, sino también cumpliendo actividades socialmente necesarias y sobre todo desarrollando una vocación, por aparentemente humilde que sea. Natalia Ginzburg, en su precioso ensayo
Las pequeñas virtudes
, sostiene que cada vocación es una forma de amar la vida y un arma para luchar contra el miserable miedo a vivir.

La gran verdad, de que un empeño laborioso y disciplinado puede ser no sólo gratificante en sí mismo sino requisito inexcusable para comprender
desde dentro
la tarea cultural que nos humaniza debe ser hoy reafirmada con más fuerza que nunca. ¿Por qué? Por las circunstancias de la cultura del consumo en la que vivimos. Lo explica muy bien Francois de Closets en
Le bonheur d'apprendre
: «¿Deseáis descubrir el mundo? La industria del turismo se hace cargo de vosotros y os permite verificar que se parece a las fotografías de los folletos publicitarios. ¿Acaso es la belleza lo que os tienta? Utilizad cremas y píldoras, recurrid a los masajes, a la cirugía estética, id a la cura de talasoterapia, envolvedlo todo en una indumentaria atrayente, tal es el precio de la belleza. Elevado, eso ni que decir tiene. Si os gustan las bellas historias, no os toméis la molestia de leer: mirad la televisión, id al cine; si la gastronomía os tienta, no aprendáis cocina: pagaros buenos restaurantes; si queréis emociones fuertes, daros una vuelta por EuroDisney; si os fascinan las cuestiones metafísicas, acudid a consultar a un mago y si, pese a todas estas diversiones, os hundís en la depresión, tomaros un Prozac o un Lexomil. Pero sobre todo no emprendáis nada por vosotros mismos, no vayáis a esforzaros, a desgastaros, a fatigaros, a someteros a una disciplina que os obligue. Pagad, eso es lo único que tenéis que hacer.» Y en la misma línea de pensamiento, también Lévi-Strauss prolonga la requisitoria: «Nuestros hijos nacen y crecen en un mundo hecho por nosotros que se adelanta a sus necesidades, que previene sus preguntas y les anega en soluciones. A este respecto, yo no veo diferencia entre los productos industriales que nos inundan y los "museos imaginarios" que, bajo forma de libros de bolsillo, de álbumes de reproducciones y de exposiciones temporales de chorro continuo enervan y embotan el gusto, minimizan el esfuerzo, enturbian el saber: vanas tentativas para calmar el apetito bulímico de un público sobre el que se vierten en montón todas las producciones espirituales de la humanidad. Que en este mundo de facilidad y de derroche la escuela sea el único lugar en el que haga falta tomarse molestias, soportar una disciplina, sufrir vejaciones, progresar paso a paso, pasarlas moradas, eso los niños no lo admiten porque no pueden ya comprenderlo.» Dejemos de lado los acentos algo apocalípticos y elitistas de estas voces de alarma y recordemos sobre todo que se refieren a nuestros países desarrollados, porque la mayoría de los niños (o de los adultos) del tercer mundo no tienen la oportunidad de caer en tales tentaciones. Por lo demás, el mensaje que transmiten es fundamentalmente justo y necesario: la cultura no es algo para consumir, sino para
asumir
. Y no se puede asumir la cultura, ni entender su evolución y su sentido, ni precavernos de quienes quieren convertirla en pura mercancía, si se la desliga, totalmente del trabajo creador que la produce y de la disciplina que resulta indispensable para acometerlo.

La palabra «autoridad» proviene etimológicamente del verbo latino
augeo
, que significa, entre otras cosas, hacer crecer. La paradoja de toda formación es que el yo responsable se fragua a partir de elecciones inducidas, por las que el sujeto aún no se responsabiliza. El aprendizaje del autocontrol se inicia con las órdenes e indicaciones de la madre, que el niño interioriza más tarde en una estructura psíquica dual que le hace a la vez emisor y receptor de órdenes: es decir, que aprende a mandarse a sí mismo obedeciendo a otros. Los niños crecen en todas las latitudes como la hiedra contra la pared, ayudándose de adultos que les ofrecen juntamente apoyo y resistencia. Si carecen de esta tutela no siempre complaciente pueden deformarse hasta lo monstruoso. Y la autoridad debe ejercerse sobre ellos de modo continuo, primero en la familia y luego en la escuela: si a un período de abandono caprichoso le sigue una brusca irrupción autoritaria el resultado es fácil que desemboque en desastre. La autoridad de los mayores se
propone
a los menores como una colaboración necesaria para ellos, desde luego, pero en ciertas ocasiones también ha de
imponerse
. Y es disparatado aplicar a rajatabla desde el parvulario el principio democrático de que todo debe decidirse entre iguales, porque los niños no son «iguales» a sus maestros en lo que a los contenidos educativos compete. Precisamente para que lleguen más tarde a ser iguales en conocimientos y autonomía es para lo que se les educa. Se les puede y se les debe entrenar, naturalmente, en el ejercicio igualitario de la deliberación democrática; es aconsejable que su criterio así establecido prevalezca en ciertos asuntos escolares no esenciales; pero es un
fraude
convertirles en una minoría oprimida por el autoritarismo docente de los adultos, porque en ese momento de su vida no lo son, pero la mejor forma de que lo sean más tarde es «liberarles» a destiempo en lugar de colaborar en su formación. Lo ha dicho muy bien Hannah Arendt en su polémico y sugestivo ensayo sobre la crisis contemporánea de la educación: «Los niños no pueden rechazar la autoridad de los educadores como si se encontrasen oprimidos por una mayoría compuesta de adultos, aunque los métodos modernos de educación han intentado efectivamente poner en práctica el absurdo que consiste en tratar a los niños como una minoría oprimida que tiene necesidad de liberarse. La autoridad ha sido abolida por los adultos y ello sólo puede significar una cosa: que los adultos se rehúsan a asumir la responsabilidad del mundo en el que han puesto a los niños.» Es decir, no son los niños los que se rebelan contra la autoridad educativa sino los mayores los que les inducen a rebelarse, precediéndoles en esa rebelión que les descarga de la tarea de ofrecerles el apoyo resistente, cordial pero firme, paciente y complejo, que ha de ayudarles a crecer rectamente hacia la libertad adulta.

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