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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (12 page)

BOOK: El valor de educar
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A lo largo del capítulo anterior ya vimos el problema que supone la dimisión familiar, paterna sobre todo, en este gradual encauzamiento del crecimiento infantil. No todo puede solventarse en la escuela ni compensarse con el buen oficio de los maestros: en estas cuestiones la escuela no puede actuar al margen del entorno social y familiar del niño ni mucho menos a la contra, como un correctivo externo que reduplique sus presiones formativas en vista de que los demás implicados desisten de ejercerlas. Estos remedios suelen ser ineficaces, además de propensos a excesos traumáticos: cuando escribo estas líneas, la ministra británica de educación propone seriamente reimplantar el castigo corporal en las escuelas (¡abolido solamente hace diez años!), mientras en colegios de grandes urbes norteamericanas es obligatorio pasar por un detector de metales a la entrada para impedir que se introduzcan armas en las aulas. En ciudades como Nueva York, encontrar voluntarios cualificados para el arriesgado puesto de maestro es dificilísimo y hay que contentarse con el primer gladiador que se atreve a presentarse como candidato; las clases se han reducido a duraciones inverosímiles
—menos de media hora en algunos casos— para que el permanente trasiego impida un cansancio que puede traducirse en agresividad. Malcriados en la cultura del
zapping
, que fomenta el picoteo histérico entre programas, discos, etc., y les hace incapaces de ver o escuchar nada de principio a fin, es difícil que aguanten una clase completa de algo que no les apasione sin tregua y, aún peor, les obligue a esforzarse un tanto. De modo que es el pobre profesor quien carga con la peor parte, a menudo con riesgo de su integridad física. Por supuesto, en gran parte estas situaciones semibélicas provienen de conflictos sociales de los que la escuela no es responsable y que por tanto ella sola no puede resolver, pero en cualquier caso es evidente que algo no marcha bien. La infancia y la adolescencia están cada vez con mayor frecuencia inmersas en la práctica de la violencia: en ciertos lugares padeciéndola, en otros ejerciéndola y en no pocos lo uno y lo otro, sucesivamente. Dentro de este panorama, la función humanizadora de la educación se convierte a veces en un sueño impotente...

Por otra parte, la solución no consiste en añorar la escuela-cuartel o el reformatorio universal, donde los jóvenes sean «normalizados» por métodos tan contundentes como la disciplina militar o el control carcelario. La escuela debe formar ciudadanos libres, no regimientos de ordenancismo fanático que probablemente acabarán reciclando la represión que han sufrido en violencia contra chivos expiatorios que sus jefes les designen. El maestro debe impedir en sus alumnos la rebeldía arrogante (propia del mimado que exige en todas partes los caprichos que se le consienten en su casa) o la brutalidad, según la cual el más fuerte puede tiranizar a su antojo a los compañeros e incluso a los profesores tímidos (cuando los adultos responsables no ejercen su autoridad lo que reina no es la anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas). Pero en cambio quienes enseñan es preciso que sepan apreciar las virtudes de una cierta
insolencia
en los neófitos. La insolencia no es arrogancia ni brutalidad, sino la afirmación entre tanteos de la autonomía individual y el espíritu crítico que no todo lo toma como verdad revelada. Según establece Michel Meyer —autor de un estudio precisamente titulado
La insolencia
, que dedica especial atención al papel social de los intelectuales en la historia—, «la insolencia no es más que la capacidad de interrogación del hombre en ejercicio de su libertad, una capacidad enfocada hacia los demás, hacia lo social, hacia lo preexistente, con lo que hay que saber vivir y a lo que forzosamente no hay que adherirse». La capacidad de vivir en el conflicto de forma civilizada pero no dócil es una señal de salud mental y social, no de agresividad destructiva. Para un maestro sensato la ocasional insolencia de sus alumnos es un síntoma positivo, aunque pueda resultar por momentos incómodo. Digo un maestro «sensato» y aclaro que entiendo la sensatez como la forma adecuada de reconciliar magisterio y autoridad. Esta reconciliación incluye lo más difícil: practicar una enseñanza que se haga respetar pero que incluya como una de sus lecciones necesarias el aprendizaje de la irreverencia y de la disidencia razonada (o burlona) como vía de madurez intelectual.

El profesor no sólo, ni quizá principalmente, enseña con sus meros conocimientos científicos, sino con el arte persuasivo de su ascendiente sobre quienes le atienden: debe ser capaz de seducir sin hipnotizar. ¡Cuántas veces la vocación del alumno se despierta más por adhesión a un maestro preferido que a la materia misma que éste imparte! Quizá la excesiva personalidad del maestro pueda dificultar o aun pervertir su función de mediador social ante los jóvenes, pero tengo por indudable que sin una cierta personalidad el maestro deja de serlo y se convierte en desganado gramófono o en policía ocasional. Es el momento de recordar que la pedagogía tiene mucho más de arte que de ciencia, es decir que admite consejos y técnicas pero que nunca se domina más que por el ejercicio mismo de cada día, que tanto debe en los casos más afortunados a la intuición. Tendremos ocasión de ampliar estas observaciones en el capítulo siguiente.

Capítulo 5
¿Hacia una humanidad sin humanidades?

Cada época tiene sus terrores. Suelen ser los fantasmas que se merece, pero frecuentemente no representan con clarividencia los peligros que realmente la amenazan. Un historiador francés actual se entretuvo no hace mucho en establecer el censo de los principales terrores que agobiaban a los parisinos a finales del pasado siglo: entre ellos figuraban la invasión inminente de los cosacos, la perversa doctrina del neokantismo o la moda de incinerar los cadáveres («¡hasta dónde vamos a llegar!»), pero ni una palabra en cambio sobre el nacionalismo o el desarrollo científico de nuevas armas de exterminio masivo, espantos que habían de ensombrecer de veras el siglo entrante. Ahora que estamos cerca de concluir un milenio se reiteran una serie de alarmas proféticas que inquietan mucho, al menos retóricamente, aunque tampoco es seguro que muestren de verdad el rostro de los problemas venideros. En el terreno de la educación, uno de esos fantasmas es la hipotética desaparición en los planes de estudio de las humanidades, sustituidas por especialidades técnicas que mutilarán a las generaciones futuras de la visión histórica, literaria y filosófica imprescindible para el cabal desarrollo de la plena humanidad... tal como hoy la entendemos en estas latitudes. La cuestión merece ser considerada con cierto detenimiento porque es un punto en el que la reflexión sobre la enseñanza que queremos o rechazamos nos obliga a meditar también sobre la calidad de la cultura misma en la que hoy nos movemos.

En cierto sentido, el temor parece bien justificado. Los planes de enseñanza general tienden a reforzar los conocimientos científicos o técnicos a los que se supone una utilidad práctica inmediata, es decir una directa aplicación laboral. La innovación permanente, lo recién descubierto o lo que da paso a la tecnología del futuro gozan del mayor prestigio, mientras que la rememoración del pasado o las grandes teorías especulativas suenan un tanto a pérdida de tiempo. Hay cierto escepticismo sobre cuanto se presenta como aspirando a una concepción global del mundo: esas pretensiones totalizadoras ya han derivado demasiadas veces hacia lo totalitario y en cualquier caso siempre están sujetas a controversias inacabables que el afán políticamente correcto del día prefiere dejar abiertas para que cada cual elija a su gusto. En sociedades multiétnicas —y que cada vez deben llegar a serlo más— resultan peligrosas o al menos delicadas las excursiones hacia los orígenes; en cuanto a los fines, sean políticos o estéticos, tampoco parecen fáciles de pergeñar. Es más seguro quedarse en la zona templada de la instrucción sobre los medios y en el sólido territorio del pragmatismo calculador, en el que la gran mayoría suele coincidir. Además, en algunos países como España, donde un clero proclive al dogmatismo ha monopolizado hasta hace poco la oferta pedagógica, la plétora de letrados versados en logomaquias contrasta tristemente con la escasez de investigadores científicos capaces: resulta lógico que las autoridades educativas que se tienen por progresistas decidan que ha llegado el momento de invertir esta proporción... Recientemente, los especialistas del III Estudio Internacional sobre las Matemáticas y las Ciencias, reunidos en Boston para hacer públicas las conclusiones de un muestreo sobre medio millón de estudiantes de cuarenta y cinco países (hecho en 1992), revela que en España el nivel de preparación en esas materias no llega al nivel medio. También esta deficiencia debería alarmar al público culto y no sólo la disminución de horas lectivas en materias consideradas «de letras».

Pero ¿qué son las humanidades? Supongo que nadie sostiene en serio que estudiar matemáticas o física son tareas menos humanistas, no digamos menos «humanas», que dedicarse al griego o a la filosofía. Nicolás de Cusa, Descartes, Voltaire o Goethe se hubieran quedado pasmados al oír hoy semejante dislate en boca de algún pedantuelo letraherido de los que repiten vaciedades sobre la técnica «deshumanizadora» o al leerlo en algún periódico poco exigente con sus colaboraciones. La separación entre cultura científica y cultura literaria es un fenómeno que no se inicia hasta finales del siglo pasado para luego consolidarse en el nuestro, por razones de abarcabilidad de saberes cada vez más técnicos y complejos que desafían las capacidades de cualquier individuo imponiendo la especialización, la cual no es sino una forma de renuncia. Después se hace de necesidad virtud y los letrados claman contra la cuadrícula inhumana de la ciencia, mientras los científicos se burlan de la ineficacia palabrera de sus adversarios. Lo cierto es que esta hemiplejia cultural es una novedad contemporánea, no una constante necesaria, y que encontraría pocos padrinos —si acaso alguno— entre las figuras más ilustres de nuestra tradición intelectual.

Según se dice, las facultades que el humanismo pretende desarrollar son la capacidad crítica de análisis, la curiosidad que no respeta dogmas ni ocultamientos, el sentido de razonamiento lógico, la sensibilidad para apreciar las más altas realizaciones del espíritu humano, la visión de conjunto ante el panorama del saber, etc. Francamente, no conozco ningún argumento serio para probar que el estudio del latín y el griego favorecen más estas deseables cualidades que el de las matemáticas o la química. Pongo esos ejemplos a fin de hablar con total imparcialidad, porque siempre fui incompetente por igual en el estudio de esas cuatro disciplinas. Sin dudar del interés intrínseco de ninguno de tales saberes ¿cómo establecer que es más enriquecedora humanamente la filología de las palabras que la ciencia experimental de las cosas? Considero muy valioso estar advertido de que las enfermedades «venéreas», por ejemplo, nada tienen que ver etimológicamente con las venas, así como conocer la leyenda mitológica de la amable diosa a la que deben su nombre, pero tampoco me parece desdeñable informarme del desorden fisiológico que suponen tales dolencias, así como de la composición activa de las sustancias capaces de remediarlas. Dudo que el interés estrictamente cultural (la fuerza espiritualmente emancipadora) del primer aprendizaje sea superior al del segundo y desde luego me indignaría ver menospreciar éste por su condición más «práctica» o «técnica». En cuanto a la filosofía, cuyo contenido me resulta más familiar, desconfío también de que tenga
per se
especiales virtudes para configurar personalidades críticas o insumisas ante los poderes de este mundo. Cuando escucho a estudiantes o profesores de mi gremio denunciar como atentados gubernamentales contra el pensamiento libre cualquier reducción del horario de las disciplinas filosóficas en el bachillerato, no puedo por menos de sentir cierta incomodidad incluso mientras me sumo por otras razones a su protesta. Y es que algunas de las personas más conformistas, supersticiosas y rastreras que conozco son catedráticos de filosofía: si yo debiese juzgarla por tales representantes, no me quedaría otro remedio que solicitar la abolición de su estudio en el bachillerato y hasta en la universidad.

La cuestión de las humanidades no estriba primordialmente, a mi juicio, en el título de las materias que van a ser enseñadas, ni en su carácter científico o literario: todas son útiles, muchas resultan oportunas y las hay imprescindibles... sobre todo a juicio de los profesores cuyo futuro laboral depende de ellas. Cada año se incorporan nuevas disciplinas a la oferta académica, que crece y se diversifica hasta lo agobiante, al menos en los planes ministeriales: hay que incluir la música, pintura y escultura, el cine, el teatro, la informática, la seguridad vial, nociones de primeros auxilios, rudimentos de economía política, expresión corporal, danza, redacción y desentrañamiento de periódicos, etc. ¡Ser hombre o mujer en el mundo moderno no es cosa fácil: nadie puede ir ligero de equipaje! Resulta factible argumentar a favor de todos estos aprendizajes y de otros muchos, que pueden completar excelentemente la formación de los alumnos. Tanta oferta educativa tropieza sólo con dos obstáculos pero, eso sí, fundamentales: por un lado los límites de la capacidad asimiladora de los alumnos y el número de horas lectivas que pueden padecer al día sin sufrir trastornos mentales serios; por otro, la disponibilidad docente de los profesores, la mayoría de ellos titulados en una época en la que ni siquiera existían las materias de las que han de convertirse años después en maestros. Así que en la práctica la oferta de asignaturas se reduce bastante, porque ni hay tiempo para darlas todas ni personal que pueda hacerse cargo de su enseñanza con verdadera competencia (lo cual suele resolverlo el profesor hablando de lo que sabe como toda la vida, sea cual fuere el nuevo rótulo de su disciplina).

Y sin embargo, insisto, el verdadero problema de fondo no es cómo se repartirán las horas lectivas, ni cuántas deben corresponder a las ciencias, a las letras, a la gimnasia o a los recreos. Francois de Closets, en su obra citada, lo ha señalado con tino: «Poco importa en último extremo lo que se enseñe, con tal de que se despierten la curiosidad y el gusto de aprender. ¿Cómo hacer entrar a los
lobbies
de las asignaturas en tal lógica? ¿Cómo hacerles comprender que el objetivo a que se apunta es general y no especializado, que lo importante no es lo que se aprende sino la forma de aprenderlo, pues de nada sirve probar que, en abstracto, tal o cual ciencia es formadora si además no se prueba que la forma de enseñarla asegura bien ese desarrollo intelectual, lo cual depende tanto de la manera como de la materia? Y sin embargo, las disciplinas empiezan por razonarse en términos de horas, de coeficientes y de puestos.» Aquí está el secreto: la virtud humanista y formadora de las asignaturas que se enseñan no estriba en su contenido intrínseco, fuera del tiempo y del espacio, sino en la concreta manera de impartirlas, aquí y ahora. No es cuestión del
qué
, sino del
cómo
. Si el latín o el griego se convierten en jeroglíficos atrabiliarios para atrapar a perezosos, si enseñan esas lenguas sabios truculentos que parecen convencidos de que Eurípides escribió sólo para proponer ejemplos de aoristo, si los atisbos de la poesía y el drama del esplendor clásico son reprimidos como ociosas desviaciones a la severa dedicación gramatical, tales estudios no son más humanistas y desde luego pueden resultar menos útiles que la reparación de automóviles. Goethe, nada sospechoso de antihumanismo, confiesa que la forma memorística de enseñarle griego convirtió ese aprendizaje en el más estéril y aborrecido de su formación. Lo mismo ocurre también con las matemáticas —quizá la disciplina básica que más «experimentos» pedagógicos desastrosos ha soportado en los últimos lustros—, las cuales resultan a menudo de una aridez repelente para muchos en manos de maestros lúgubres mientras que estimulan la imaginación y el humor en las de Lewis Carroll o Martin Gardner.

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