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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (14 page)

BOOK: El valor de educar
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Pero entonces ¿no hay motivos para preocuparse de la decadencia de las humanidades y sobre todo del oscurecimiento del ideal de educación humanista, entendida como una formación integral de la persona y no sólo como su preparación restringida por urgencias laborales? Los hay, sin duda, aunque poco tengan que ver con querellas de asignaturas ni aún menos con el temor supersticioso ante los más sofisticados instrumentos técnicos. Incluso pueden ser de más grave alcance, pero su índole me parece diferente. Uno de ellos ya ha sido señalado hace poco, cuando dije que la
forma
de enseñar las cosas importa muchas veces más que su propio contenido, porque la pedantería puede boicotear a la pedagogía. Pero antes de seguir más adelante, quizá convenga preguntarse de dónde viene ese calificativo de «humanidades» que reciben ciertas materias todavía hoy. La denominación es de origen renacentista y no contrapone ciertos estudios muy «humanos» con otros «inhumanos» o «deshumanizados» por su sesgo técnico-científico (los cuales no existían en la época) sino que los llama así para distinguirlos de los estudios teológicos o los comentarios de las escrituras. Los humanistas estudiaban humanidades, es decir: se centraban sobre textos cuyo origen era declaradamente humano (incluso aún más: pagano) y no supuestamente divino. Y como tales obras estaban escritas en griego o latín clásico, esas lenguas quedaron como paradigma de humanidades, no sólo por su elegancia literaria o por sus virtudes filológicas para analizar los idiomas de ellas derivados, sino también por los contenidos de ciencia y conocimiento no revelados por la fe a los que podía llegarse utilizándolas. En tal sentido, los
Elementos de geometría
de Euclides formaban parte de las humanidades ni más ni menos que el
Banquete
de Platón. Desde luego para Erasmo, por ejemplo (y en menor grado para Juan Luis Vives), lo que cuenta por encima de todo es llegar a poseer una capacidad de expresión oral y escrita fluida, cultivada, rica tanto en ideas como en palabras:
orationis facultatem parare.
Pero Rabelais, en cambio, prima ante todo la abundancia de conocimientos mientras que Montaigne —con su mezcla habitual de escepticismo y sentido práctico— observa que «el griego y el latín son sin duda una buena adquisición, pero que se compra demasiado cara» y llega a confesar que «querría antes saber bien mi lengua y la de mis vecinos con quienes tengo habitualmente más trato». El modelo de formación propugnado por Erasmo sólo conviene a una élite enriquecida que quiere también refinar sus modales y suavizar sus costumbres, pero difícilmente podría extenderse al grueso de la población. Como amonesta Durkheim, que en su
Historia de la educación
le trata con poco cariño, «la mayoría necesita ante todo vivir, y lo que se necesita para vivir no es saber hablar con arte, es saber pensar correctamente, de forma que se sepa actuar. Para luchar eficazmente contra las cosas y contra los hombres se necesitan armas sólidas y no esos brillantes ornamentos con los que los pedagogos humanistas tan ocupados están adornando la mente».

Desde luego, los estudios humanísticos han ido pasando a partir de ese origen por muchas transformaciones académicas y sociales, hasta llegar a la polémica situación actual ya expuesta. Pero me parece importante recordar que nacieron de una disposición laica y profana (en el sentido de este término que se opone a «sagrado»), recobrando y apreciando el magisterio intelectual de nuestros semejantes más ilustres en lugar de esperarlo sólo de la divinidad por medio de sus portavoces oficialmente autorizados. Es cierto que también aquellos ancestros griegos y romanos creían en dioses, pero en dioses que no pretendían saber escribir: sólo escribían los hombres, por lo que sus textos —hasta los más teológicos— fueron siempre decididamente humanos. Y por tanto criticables, refutables y ante todo inspiradores de reflexiones tan decididamente humanas como la suya propia. El analfabetismo de los dioses grecolatinos resultó un magnífico caldo de cultivo para las letras humanistas, que rompieron así el agobio esterilizador de tantas escrituras con dogmático
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celestial. Pero si los antiguos dioses no escribían ni habían promulgado ortodoxia alguna que debiese ser respetada, ¿de dónde sacaban aquellos filósofos y sabios de tiempos pretéritos su autoridad intelectual? Pues sin duda del
respeto racional
que inspiraban a quienes les dedicaban sus horas de estudio. Este respeto racional, que es respeto a la razón al margen de la fe y a veces subrepticiamente contra ella, configura el verdadero punto de partida de las humanidades y del humanismo.

¿Estoy remontándome aquí a una batalla librada y ganada por el racionalismo hace tanto tiempo que ya no tiene sentido volver sobre ella en nuestros días? No estoy tan seguro, porque hoy abundan no sólo la superstición y la milagrería (no siempre de cuño religioso, desde luego) sino también el menosprecio de la razón, convertida en una simple perspectiva entre otras sin derecho a especial reconocimiento educativo y sospechosa de dogmatismo cuando lo reclama. Aquí sí se da una quiebra de las humanidades, porque no hay humanidades sin respeto racional, sin
preferencia
por lo racional, sin fundamentación racional a través de la controversia de lo que debe ser respetado y preferido. Es frecuente oír reprochar a este racionalismo una fe ciega en la omnipotencia de la razón, como si semejante credulidad fuese compatible con el uso crítico de esa capacidad o pudiera desmentirse sin recurrir a él. La razón sólo resulta beatificada por los que la utilizan poco, no por los que la emplean con asiduidad exigente. No menos común es la recusación de lo racional en nombre de la condena del etnocentrismo, tachándolo derogatoriamente de «razón occidental», como si los conocimientos empíricos y las reflexiones teóricas —no las supersticiones, que también abundan en occidente— que se dan en otras latitudes no respondiesen a parámetros racionales. Todos los grupos humanos son fundamentalmente racionales: como señaló Gombrich, hay pueblos que no conocen la perspectiva pictórica pero en ninguna parte quien quiere esconderse de su enemigo se sitúa delante del árbol y no detrás... Lejos de ser irracionales, los no occidentales saben muy bien utilizar la argumentación racional para denunciar las pretensiones imperialistas o depredadoras de los países llamados occidentales; cuando sólo pueden invocar a su favor el racionalismo etnocéntrico de sus adversarios es porque intentan sostener privilegios o tiranías para los que racionalmente comprenden que no puede haber respeto racional. Hay una modalidad de
racismo intelectual
que cree elogiar lo que discrimina: es la de quienes pretenden que africanos, orientales, amerindios, etc., no practican la razón como los llamados occidentales dado que son más «naturales», tienen una «lógica» diferente, escuchan más a su «corazón» y otras mamarrachadas semejantes, por lo que no deben ser sometidos a la educación moderna: es un truco consistente en declarar subyugador lo subyugado para seguir subyugándolo, semejante al de quienes afirmaban ayer que las mujeres no deben estudiar carreras universitarias porque pierden su
encanto
natural...

Muchos de los antihumanistas que acusan a la educación moderna de ser «demasiado» racionalista quieren dar a entender que menosprecia la intuición, la imaginación o los sentimientos. Pero ¿acaso es exceso o más bien falta de racionalismo comprender tan mal la complejidad humana?, ¿no es más bien la razón la que concibe la importancia de lo intuitivo, la que aprovecha la fertilidad de la imaginación y la que cultiva —potenciándola social y personalmente unas veces, manipulándola artísticamente otras— la vitalidad sentimental? La razón conoce y reconoce sus límites, no su omnipotencia; distingue lo que podemos conocer justificadamente de lo que imaginamos o soñamos; es lo que tenemos en común y por lo tanto lo que podemos transmitirnos unos a otros; no pide limpieza de sangre, ni adecuación de sexo, ni nobleza social, sino la atención paciente de cualquier individuo. Para la razón todos somos semejantes porque ella misma es la gran
semejanza
entre los humanos. La educación humanista consiste ante todo en fomentar e ilustrar el uso de la razón, esa capacidad que observa, abstrae, deduce, argumenta y concluye lógicamente. Passmore, apoyándose en Bruner, enumera los efectos principales que una enseñanza de este tipo debe lograr en los alumnos: «hacerlos que terminen por respetar los poderes de su propia mente y que confíen en ellos; que se amplíe ese respeto y esa confianza a su capacidad de pensar acerca de la condición humana, de la situación conflictiva del hombre y de la vida social; proporcionar un conjunto de modelos funcionales que faciliten el análisis del mundo social en el cual vivimos y las condiciones en la cuales se encuentra el ser humano; crear un sentido del respeto por las capacidades y la humanidad del hombre como especie; dejar en el estudiante la idea de que la evolución humana es un proceso que no ha terminado».

Quizá estas declaraciones suenen manidas y obsoletas, aburridamente obvias. ¿Lo ven? Después de todo, sí que hay crisis de las humanidades. La relativización digamos posmoderna del concepto de
verdad
es un claro signo de ella. No hay educación si no hay verdad que transmitir, si todo es más o menos verdad, si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir racionalmente entre tanta diversidad. No puede enseñarse nada si ni siquiera el maestro cree en la verdad de lo que enseña y en que verdaderamente importa saberlo. El pensamiento moderno, con Nietzsche a la cabeza, ha subrayado con razón la parte de construcción social que hay en las verdades que asumimos y su vinculación con la perspectiva dictada por los diversos intereses sociales en conflicto. La metodología científica e incluso la simple cordura indican que las verdades no son absolutas sino que se nos parecen mucho: son frágiles, revisables, sujetas a controversia y a fin de cuentas perecederas. Pero no por ello dejan de ser verdades, es decir más sólidas, justificadas y útiles que otras creencias que se les oponen. Son también más dignas de estudio, aunque
el
maestro que las explica no debe ocultar la posibilidad de duda crítica que las acompaña (cualquier maestro recuerda las verdades que él aprendió como tales y que ya no lo serán para sus alumnos). Y es que la verdad vuela entre las dudas como la paloma de Kant en el aire que le ofrece resistencia pero que a la vez la sostiene. Hablando de volar, Richard Dawkins ofrece el ejemplo de la aviación como prueba intuitiva de que no todas las verdades las aceptamos como simples convenciones culturales del momento: si no concediésemos a sus principios más veracidad que la que solemos atribuir a los discursos de los políticos o a las prédicas de los curas, ninguno nos subiríamos jamás a un avión.

La búsqueda racional de la verdad, mejor dicho, de las verdades siempre fragmentarias y tentativas, provistas de un distinto rango de certeza según el campo a que se aplican, tropieza en la práctica pedagógica con dos obstáculos no pequeños e interrelacionados: la sacralización de las
opiniones
y la incapacidad de
abstracción
. En vez de ser consideradas propuestas imprecisas, limitadas por la insuficiencia de conocimientos o el apresuramiento, las opiniones se convierten en expresión irrebatible de la personalidad del sujeto: «ésta es
mi
opinión», «eso será
su
opinión», como si lo relevante de ellas fuese a quién pertenecen en lugar de en qué se fundan. La antigua y poco elegante frase que suelen decir los tipos duros de algunas películas yankis —«las opiniones son como los culos: cada cual tiene la suya»— cobra vigencia, porque ni de las opiniones ni de los traseros cabe por lo visto discusión alguna ni nadie puede desprenderse ni de unas ni de otro aunque lo quisiera. A ello se une la obligación beatífica de «respetar» las opiniones ajenas, que si de verdad se pusiera en práctica paralizaría cualquier desarrollo intelectual o social de la humanidad. Por no hablar del «derecho a tener su opinión propia», que no es el de pensar por sí mismo y someter a confrontación razonada lo pensado sino el de mantener la propia creencia sin que nadie interfiera con molestas objeciones. Este subjetivismo irracional cala muy pronto en niños y adolescentes, que se acostumbran a suponer que todas las opiniones —es decir, la del maestro que sabe de lo que está hablando y la suya que parte de la ignorancia— valen igual y que es señal de personalidad autónoma no dar el brazo a torcer y ejemplo de tiranía tratar de convencer al otro de su error con argumentos e información adecuada.

La tendencia a convertir las opiniones en parte simbólica de nuestro organismo y a considerar cuanto las desmiente como una agresión física («¡ha herido mis convicciones!») no sólo es una dificultad para la educación humanista sino también para la convivencia democrática. Vivir en una sociedad plural impone asumir que lo absolutamente respetable son las personas, no sus opiniones, y que el derecho a la propia opinión consiste en que ésta sea escuchada y discutida, no en que se la vea pasar sin tocarla como si de una vaca sagrada se tratase. Lo que el maestro debe fomentar en sus alumnos no es la disposición a establecer irrevocablemente lo que han elegido pensar (la «voz de su espontaneidad», su «autoexpresión», etc.), sino la capacidad de participar fructíferamente en una controversia razonada, aunque ello «hiera» algunos de sus dogmas personales o familiares. Y aquí se echa en falta alarmantemente el hábito de abstracción en los neófitos, cuya ausencia también más tarde en estudiantes universitarios lamentamos con amargura los profesores de materias esencialmente teóricas. Consiste en una dificultad casi terminal para deducir de premisas, para despegarse de lo inmediato o de lo anecdótico, para no buscar tras cada argumento la mala voluntad o el interés mezquino del argumentador sino la debilidad de lo argumentado. Algunos autores, como Giovanni Sartori, culpan de esta deficiencia al predominio de lo audiovisual —que proporciona impresiones— sobre la letra y la palabra, que acostumbran a las razones.

Aprender a discutir, a refutar y a justificar lo que se piensa es parte irrenunciable de cualquier educación que aspire al título de «humanista». Para ello no basta saber expresarse con claridad y precisión (aunque sea primordial, tanto por escrito como oralmente) y someterse a las mismas exigencias de inteligibilidad que se piden a los otros, sino que también hay que desarrollar la facultad de
escuchar
lo que se propone en el palenque discursivo. No se trata de patentar una comunidad de autistas celosamente clausurados en sus «respetables» opiniones propias, sino de propiciar la disposición a participar lealmente en coloquios razonables y a buscar en común una verdad que no tenga dueño y que procure no hacer esclavos. Desde luego tal disposición debe encontrar su primer ejemplo en la propia actitud del maestro, firme en lo que sabe pero dispuesto a debatirlo e incluso modificarlo en el transcurso de cada clase con ayuda de sus pupilos. Debe ser una de sus principales tareas fomentar el espíritu crítico sin hacer concesiones al simple afán de llevar la contraria (por otra parte tan propio y estimulantemente lúdico en la edad adolescente). También es sano que el profesor no se adelante a los adolescentes en celo subversivo, enseñándoles la refutación de cosas que aún no ha mostrado bajo su aspecto positivo: v. gr., aproximarse al arte moderno empezando por la rapiña de los marchantes y el esnobismo de los coleccionistas o exponer las doctrinas filosóficas a partir de sus errores. Hay profesores tan inconformistas que no se conforman con ser sólo profesores y quieren también ocupar el papel de jóvenes rebeldes, en lugar de dejarles por lo menos esa iniciativa a sus alumnos.

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