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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (15 page)

BOOK: El valor de educar
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Y en especial se ha de potenciar en quienes aprenden la capacidad de
preguntar
y preguntarse, esa inquietud sin la cual nunca se sabe realmente nada aunque se repita todo. Una de las constataciones más alarmantes de la enseñanza actual es que los maestros de párvulos se ven agobiados por lo mucho que preguntan los niños, mientras que los de universidad nos quejamos porque jamás preguntan nada. ¿Qué ha ocurrido en esos años que separan la escuela de las facultades para que se les pasen las gozosas ganas de inquirir? Y no hay que temer que ese espíritu crítico lleve al puro nihilismo indisciplinado, porque si es auténtico más bien previene contra él. Escuchemos una vez más la sensatez de John Passmore: «Aceptemos que la persona que es un crítico especialmente dotado suele ser destructora. Pero, al menos esperémoslo así, destructora de la verborrea, de lo pretencioso, de la hipocresía, del conservadurismo complaciente y del radicalismo fantasioso. A un niño le rodearán durante toda su vida personas que intentarán defraudarle, imponérsele; lo rodearán charlatanes, embaucadores de toda laya, profetas autoengañados, hipócritas, timadores. Si, como resultado de esa educación en ser crítico, puede ayudar a destruirlos antes de que destruyan a la sociedad humana, tanto mejor.»

Hay todavía otro aspecto de la educación humanista que conviene señalar: la dimensión
narrativa
que engloba y totaliza los conocimientos por ella transmitidos. Los humanos no somos problemas o ecuaciones, sino historias; nos parecemos menos a las cuentas que a los cuentos. Es imprescindible por tanto que la enseñanza sepa narrar cada una de las asignaturas vinculándola a su pasado, a los cambios sociales que han acompañado su desarrollo, etc. Las verdaderas humanidades son las materias de estudio que conservan vivo el latido biográfico de quienes las exploraron, así como su deuda con nuestras necesidades vitales y nuestros sueños. La memoria de los hombres pretéritos y la urgencia de la vida en el presente es lo que unifica significativamente la dispersión de temas académicos que conforman el
curriculum
. Que es precisamente eso, la carrera de la vida, el desafío que los humanos antes y ahora le lanzamos a lo irremediable. Por eso es importante que no se pierda ni minimice la consideración histórica en nuestros aprendizajes básicos, aunque comprender la historia —sobre todo en sus aspectos políticos e ideológicos— sea mucho más difícil que memorizarla. Quizá fuese oportuno, como se ha sugerido a veces, que acostumbrásemos a los alumnos a leer la historia de sus naciones y comunidades contada por quienes no pertenecen a ellas... Lo que hoy se practica en la mayoría de los sitios, desde luego, es todo lo contrario: la historia como hagiografía colectiva, como configuración de los mitos diferenciales que nos hacen
insolubles
para los demás y en la humanidad. Este uso de la narratividad histórica es precisamente el que justifica aquel dicterio de Voltaire: «Un historiador es un charlatán que hace triquiñuelas con los muertos.» Pero sobre esto volveremos en el próximo capítulo.

La sensibilidad narrativa es ante todo sensibilidad literaria: básicamente se aprende leyendo, aunque haya otras importantes formas de narración que la educación tampoco debe descuidar, como la cinematográfica. Pero leer es siempre una actividad en sí misma intelectual, un esbozo de pensamiento, algo más activamente mental que ver imágenes: después de la palabra oral, la voz escrita es el más potente tónico para el crecimiento intelectual que se ha inventado. Uno de los peores disparates de cierta pedagogía actual —¡y mira que hay donde elegir!— es retrasar el aprendizaje de la lectura, como si fuese algo secundario empezar a leer antes o después. Incluso conozco el caso de un amigo que enseñó a leer a su hijo en cuanto pudo, dado el interés del niño, y tuvo que sufrir una reprimenda en el colegio por haberle desconectado del parsimonioso ritmo de su grupo, lo que según el profesor podía causarle no sé qué traumas individualistas... En un artículo reciente aparecido en cierto diario español, un maestro bárbaro —que también los hay, desgraciadamente— profería el siguiente lema de la demagogia pseudoprogresista: «¡Menos leer
La Celestina
y más trabajo de campo!» Y así vamos.

Fomentar la lectura y la escritura es una tarea de la educación humanista que resulta más fácil de elogiar que de llevar eficazmente a la práctica. En esta ocasión, como en otras, el exceso de celo puede ser contraproducente y se logra a veces hacer aborrecer la lectura convirtiéndola en obligación, en lugar de contagiarla como un placer. Lo ha diagnosticado muy bien Gianni Rodari en su simpática
Gramática de la fantasía:
«El encuentro decisivo entre los chicos y los libros se produce en los pupitres del colegio. Si se produce en una situación creativa, donde cuenta la vida y no el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones (copias, resúmenes, análisis gramatical, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional "examen-juicio", podrá nacer la
técnica
de la lectura, pero no el
gusto.
Los chicos sabrán leer, pero leerán sólo si se les obliga. Y, fuera de la obligación, se refugiarán en las historietas —aun cuando sean capaces de lecturas más complejas y más ricas—, tal vez sólo porque las historietas se han salvado de la "contaminación" de la escuela.» El propio Rodari propone en su libro diversas fórmulas imaginativas para que el disfrute de la lectura y la práctica de la narración oral o escrita se hagan cómplices de un mismo empeño docente abierto, poco o nada encorsetado por esa pedantería cuyos males han quedado antes dichos. También Daniel Pennac, en
Como una novela
, y Salvador García Jiménez, en su desenfadado
El hombre que se volvió loco leyendo «El Quijote»
, ofrecen convenientes preservativos contra la promulgación de la lectura por decreto y su proscripción doctoral como placer furtivo, asilvestrado. Que es la única recompensa de la lectura que merece la pena, naturalmente.

¿Humanidades, en fin? Sólo hay una en el fondo y la descripción de esa asignatura total haremos mejor pidiéndosela al poeta que al pedagogo:

Vive la vida. Vívela en la calle
y en el silencio de tu biblioteca.
Vívela con los demás, que son las únicas
pistas que tienes para conocerte.
Vive la vida en esos barrios pobres
hechos para la droga o el desahucio
y en los grises palacios de los ricos.
Vive la vida con sus alegrías
incomprensibles, con sus decepciones
(casi siempre excesivas), con su vértigo.
Vívela en madrugadas infelices
o en mañanas gloriosas, a caballo
por ciudades en ruinas o por selvas
contaminadas o por paraísos
,
sin mirar hacia atrás.
Vive la vida.
(Luis Alberto de Cuenca,
«Por fuertes y fronteras»)
Capítulo 6
Educar es universalizar

Hemos hablado hasta aquí de la educación tomada desde el punto de vista más amplio y general posible, con ocasionales acercamientos a la realidad presente del modelo de país en que vivimos. Pero esta perspectiva quizá demasiado abstracta no puede desconocer que bajo el mismo rótulo de «educación» se acogen fórmulas muy distintas en el tiempo y en el espacio. Los primeros grupos humanos de cazadores-recolectores educaban a sus hijos, así como los griegos de la época clásica, los aztecas, las sociedades medievales, el siglo de las luces o las naciones ultratecnificadas contemporáneas. Y ese proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad. Cuando se le reprochaba el excesivo subjetivismo de sus juicios, el poeta José Bergamín respondía: «Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo.» Pues bien, la educación es tarea de sujetos y su meta es formar también sujetos, no objetos ni mecanismos de precisión: de ahí que venga sellada por un fuerte componente histórico-subjetivo, tanto en quien la imparte como en quien la recibe.

Semejante factor de subjetividad no es primordialmente una característica psicológica del maestro ni del discípulo (aunque tales características no sean tampoco irrelevantes ni mucho menos) sino que viene determinado por la tradición, las leyes, la cultura y los valores predominantes de la sociedad en que ambos establecen su contacto. La educación tiene como objetivo completar la humanidad del neófito, pero esa humanidad no puede realizarse en abstracto ni de modo totalmente genérico, ni tampoco consiste en el cultivo de un germen idiosincrásico latente en cada individuo, sino que trata más bien de acuñar una precisa orientación social: la que cada comunidad considera preferible. Fue Durkheim, en
Pedagogía y sociología
, quien insistió de manera más nítida en este punto: «El hombre que la educación debe plasmar dentro de nosotros no es el hombre tal como la naturaleza lo ha creado, sino tal como la sociedad quiere que sea; y lo quiere tal como lo requiere su economía interna. [...]. Por tanto, dado que la escala de valores cambia forzosamente con las sociedades, dicha jerarquía no ha permanecido jamás igual en dos momentos diferentes de la historia. Ayer era la valentía la que tuvo la primacía, con todas las facultades que implican las virtudes militares; hoy en día [Durkheim escribe a finales del pasado siglo] es el pensamiento y la reflexión; mañana será, tal vez, el refinamiento del gusto y la sensibilidad hacia las cosas del arte. Así pues, tanto en el presente como en el pasado, nuestro ideal pedagógico es, hasta en sus menores detalles, obra de la sociedad.»

Aunque si es la sociedad establecida, desde sus estrategias dominantes y los prejuicios que lastran su perspectiva, quien establece los ideales que encauzan la tarea educativa... ¿cómo podemos esperar que el paso por la escuela propicie la formación de personas capaces de transformar positivamente las viejas estructuras sociales? Como señaló John Dewey, «los que recibieron educación son los que la dan; los hábitos ya engendrados tienen una profunda influencia en su proceder. Es como si nadie pudiera estar educado en el verdadero sentido hasta que todos se hubiesen desarrollado, fuera del alcance del prejuicio, de la estupidez y de la apatía». Ideal por definición inalcanzable. Entonces ¿tiene que ser la enseñanza obligatoriamente
conservadora
, instructora por tanto para el conservadurismo, de modo que el fulgor revolucionario de los educandos sólo se encenderá por reacción contra lo que se les inculca y nunca como una de las posibles formas de comprenderlo adecuadamente? La respuesta a este complejo interrogante no puede ser un simple «sí» o «no», es decir desoladora en ambos casos.

En primer lugar, conviene afirmar sin falsos escrúpulos la dimensión conservadora de la tarea educativa. La sociedad prepara a sus nuevos miembros del modo que le parece más conveniente para su conservación, no para su destrucción: quiere formar buenos socios, no enemigos ni singularidades antisociales. Como hemos indicado un par de capítulos atrás, el grupo
impone
el aprendizaje como un mecanismo adaptador a los requerimientos de la colectividad. No sólo busca conformar individuos socialmente aceptables y útiles, sino también precaverse ante el posible brote de desviaciones dañinas. Por su parte, también los padres quieren proteger al niño de cuanto puede serle peligroso —es decir, enseñarle a prevenirse de los males— y juntamente ellos quieren protegerse de él, es decir prevenir los males que puede acarrearles la criatura. De modo que la educación es siempre en cierto sentido conservadora, por la sencilla razón de que es una consecuencia del instinto de conservación, tanto colectivo como individual. Con su habitual coraje intelectual, Hannah Arendt lo ha formulado sin rodeos: «Me parece que el conservadurismo, tomado en el sentido de conservación, es la esencia misma de la educación, que siempre tiene como tarea envolver y proteger algo, sea el niño contra el mundo, el mundo contra el niño, lo nuevo contra lo antiguo o lo antiguo contra lo nuevo.» A este respecto, tan intrínsecamente conservadora resulta ser la educación oficial, que predica el respeto a las autoridades, como la privada y marginal del terrorista, que enseña a sus retoños a poner bombas: en ambos casos se intenta perpetuar un ideal. En una palabra, la educación es ante todo transmisión de algo y sólo se transmite aquello que quien ha de transmitirlo considera digno de ser conservado.

Y sin embargo su pedestal conservador no agota el sentido ni el alcance de la educación. ¿Por qué? En primer lugar, porque los aprendizajes humanos nunca están limitados por lo meramente fáctico (datos, ritos, leyes, destrezas...) sino que siempre se ven desbordados por lo que podríamos llamar el
entusiasmo simbólico
. Al transmitir algo aparentemente preciso inoculamos también en los neófitos el temblor impreciso que lo enfatiza y lo amplía: no sólo cómo entendemos que es lo que es, sino también lo que creemos que significa y, aún más allá, lo que quisiéramos que significase. En lo que parece constituir una notable adivinanza metafísica, Hegel dejó dicho que «el hombre no es lo que es y es lo que no es». Se refería a que el deseo y el proyecto constituyen el dinamismo de nuestra identidad, que nunca se limita a la asimilación de una forma cerrada y dada de una vez por todas. Pues bien, podríamos parafrasear el dictamen hegeliano para referirlo a la enseñanza, cuyo contenido nunca es idéntico a lo que quiere conservarse sino que acoge también lo no realizado, lo aún inefectivo, el lamento y la esperanza de lo que parece descartado. La educación puede ser planeada para sosegar a los padres, pero en realidad siempre los cancela y los rebasa. Al entregar el mundo tal como pensamos que es a la generación futura les hacemos también partícipes de sus posibilidades, anheladas o temidas, que no se han cumplido todavía. Educamos para satisfacer una demanda que responde a un estereotipo —social, personal— pero en ese proceso de formación creamos una insatisfacción que nunca se
conforma
del todo... constatación estimulante, aunque desde el punto de vista conservador ello constituya un cierto escándalo.

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