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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (6 page)

BOOK: El valor de educar
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Educación, instrucción, numerosos conocimientos cerrados o abiertos, estrictamente funcionales o generosamente creativos: las asignaturas que la escuela actual han de transmitir se multiplican y subdividen hasta el punto mismo de lo abrumador. Y además se habla de un
curriculum oculto
, es decir, de objetivos más o menos vergonzantes que subyacen a las prácticas educativas y que se transmiten sin hacerse explícitos por la propia estructura jerárquica de la institución. Hace más de seis décadas Bertrand Russell advirtió que «ha sido costumbre de la educación favorecer al Estado propio, a la propia religión, al sexo masculino y a los ricos». Y recientemente Michel Foucault ha mostrado los engranajes según los cuales todo saber y también su transmisión establecida mantienen una vinculación con el poder o, mejor, con los difundidos poderes varios que actúan normalizadora y disciplinarmente en el campo social. También habrá que volver más adelante sobre tales planteamientos. Pero para acabar este capítulo nos referiremos a la asignatura esencial de ese «curriculum oculto», que ganaría haciéndose explícita y que desde luego no puede ser abolida siguiendo un criterio falsamente libertario sin desvirtuar el sentido mismo de toda la educación. Me refiero a la propuesta de
modelos de autoestima
a los educandos como resultado englobador de todo su aprendizaje.

Como la humanización es un proceso en el cual los participantes se dan unos a otros aquello que aún no tienen para recibirlo de los demás a su vez, el
reconocimiento
de lo humano por lo humano es un imperativo en la vía de maduración personal de cada uno de los individuos. El niño necesita ser reconocido en su cualidad irrepetible por los demás para aspirar a confirmarse a sí mismo sin angustia ni desequilibrio en el ejercicio intersubjetivo de la humanidad. Pero ese reconocimiento implica siempre una valoración, una apreciación en más o en menos, un modelo de excelencia que sirve de baremo para calibrar lo reconocido. El reconocimiento de lo humano por lo humano no es la simple constatación de un hecho sino la confrontación con un ideal. Entrar en cualquier comunidad exige internarse en una espesura de ponderaciones simbólicas: algunos sociólogos, destacadamente Pierre Bourdieu, han estudiado la compleja búsqueda de la
distinción
que preside el intercambio social y que orienta significativamente también las formas educativas. Una de las principales tareas de la enseñanza siempre ha sido por tanto promover modelos de excelencia y pautas de reconocimiento que sirvan de apoyo a la autoestima de los individuos.

Tales modelos pueden estar comúnmente basados en criterios detestables, como los apuntados por Russell (la riqueza, el sexo, la pertenencia a determinada nación o a cierta profesión de fe religiosa, la raza, la preeminencia en los círculos mundanos, la sintonía con las altas esferas del gobierno, la obediencia ciega o la rebelión sectaria, etc.), pero también pueden estarlo en otros dirigidos a reforzar la autonomía personal, el conocimiento veraz y la generosidad o el coraje. Lo único seguro es que si por una timorata dimisión de sus funciones la escuela renuncia a este designio —justificándose con autoengaños como la supuesta necesidad de «neutralidad» o el relativismo axiológico—, los niños y adolescentes negociarán su autoestima en otros mercados porque humanamente nadie puede pasarse sin ella. Como indica Jerome Bruner, «la escuela, en mayor grado de lo que solemos constatar, compite con miríadas de "antiescuelas" en la provisión de distinción, identidad y autoestima... está en competición con otras partes de la sociedad que ofrecen también tales valores, quizá con deplorables consecuencias para la sociedad». Los modelos brindados por los edificantemente nada edificantes medios audiovisuales, las bandas callejeras, las sectas integristas o los movimientos políticamente violentos y tantas otras ofertas ominosas sustituirán a la educación en un terreno que no puede abandonar sin negarse a sí misma. De la renuncia o fracaso de la escuela en este terreno provienen la mayoría de los trastornos juveniles que tanto alarman a las personas bienpensantes, es decir, a las que suelen alarmarse más y pensar menos. Y precisamente a menudo los clamores de esta alarma refuerzan los modelos pedagógicos más contraproducentes. En el capítulo sexto de este libro retomaremos la discusión del asunto.

Capítulo 3
El eclipse de la familia

Constatemos para empezar un hecho obvio: los niños siempre han pasado mucho más tiempo fuera de la escuela que dentro, sobre todo en sus primeros años. Antes de ponerse en contacto con sus maestros ya han experimentado ampliamente la influencia educativa de su entorno familiar y de su medio social, que seguirá siendo determinante —cuando no decisivo— durante la mayor parte del período de la enseñanza primaria. En la familia el niño aprende —o debería aprender— aptitudes tan fundamentales como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños (es decir, convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a los dioses (si la familia es religiosa), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, etc. Todo ello conforma lo que los estudiosos llaman «socialización primaria» del neófito, por la cual éste se convierte en un miembro más o menos estándar de la sociedad. Después la escuela, los grupos de amigos, el lugar de trabajo, etc., llevarán a cabo la socialización secundaria, en cuyo proceso adquirirá conocimientos y competencias de alcance más especializado. Si la socialización primaria se ha realizado de modo satisfactorio, la socialización secundaria será mucho más fructífera, pues tendrá una base sólida sobre la que asentar sus enseñanzas; en caso contrario, los maestros o compañeros deberán perder mucho tiempo puliendo y civilizando (es decir, haciendo apto para la vida civil) a quien debería ya estar listo para menos elementales aprendizajes. Por descontado, estos niveles en la socialización y el concepto mismo de «socialización» no son tan plácidamente nítidos como la ortodoxia sociológica puede inducirnos a pensar.

En la familia las cosas se aprenden de un modo bastante distinto a como luego tiene lugar el aprendizaje escolar: el clima familiar está recalentado de
afectividad
, apenas existen barreras distanciadoras entre los parientes que conviven juntos y la enseñanza se apoya más en el contagio y en la seducción que en lecciones objetivamente estructuradas. Del abigarrado y con frecuencia hostil mundo exterior el niño puede refugiarse en la familia, pero de la familia misma ya no hay escape posible, salvo a costa de un desgarramiento traumático que en los primeros años prácticamente nadie es capaz de permitirse. El aprendizaje familiar tiene pues como trasfondo el más eficaz de los instrumentos de coacción: la amenaza de perder el cariño de aquellos seres sin los que uno no sabe aún cómo sobrevivir. Desde la más tierna infancia, la principal motivación de nuestras actitudes sociales no es el deseo de ser amado (pese a que éste tanto nos condiciona también) ni tampoco el ansia de amar (que sólo nos seduce en nuestros mejores momentos) sino
el miedo a dejar de ser amado
por quienes más cuentan para nosotros en cada momento de la vida, los padres al principio, los compañeros luego, amantes más tarde, conciudadanos, colegas, hijos, nietos... hasta las enfermeras del asilo o figuras equivalentes en la última etapa de la existencia. El afán de poder, de notoriedad y sobre todo de dinero no son más que paliativos sobrecogidos y anhelosos contra la incertidumbre del amor, intentos de protegernos frente al desamparo en que su eventual pérdida nos sumiría. Por eso afirmaba Goethe que da más fuerza saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor, cuando existe, nos hace invulnerables. Es en el nido familiar, cuando éste funciona con la debida eficacia, donde uno paladea por primera y quizá última vez la sensación reconfortante de esta invulnerabilidad. Por eso los niños felices nunca se restablecen totalmente de su infancia y aspiran durante el resto de su vida a recobrar como sea su fugaz divinidad originaria. Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese impulso inicial les infunde una confianza en el vínculo humano que ninguna desgracia futura puede completamente borrar, lo mismo que nada en otras formas de socialización consigue sustituirlo satisfactoriamente cuando no existió en su día.

Me refiero a una cosa rara, rarísima, quizá en cierto modo
perversa
, los niños felices, no los niños mimados o superprotegidos. Puede que se trate de un ideal inalcanzable en referencia al cual sólo pueden existir grados de aproximación, nunca la perfección irrebatible (también la felicidad familiar es una de esas capacidades abiertas de las que hablábamos en el capítulo precedente). En cualquier caso, tal es el ideal que justifica a la familia y también lo que más la compromete. La educación familiar funciona por vía del
ejemplo
, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por gestos, humores compartidos, hábitos del corazón, chantajes afectivos junto a la recompensa de caricias y castigos distintos para cada cual, cortados a nuestra medida (o que configuran la medida que nos va a ser ya siempre propia). En una palabra, este aprendizaje resulta de la
identificación
total con sus modelos o del rechazo visceral, patológicamente herido de los mismos (no olvidemos, ¡ay!, que abundan más los niños infelices que los felices), nunca de su valoración crítica y desapasionada. La familia brinda un menú lectivo con mínima o nula elección de platos pero con gran condimento afectivo de los que se ofrecen. Por eso lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva, que en los casos favorables sirve para el acrisolamiento de
principios
moralmente estimables que resistirán luego las tempestades de la vida, pero en los desfavorables hace arraigar
prejuicios
que más tarde serán casi imposibles de extirpar. Y claro está que la mayor parte de las veces principios y prejuicios van mezclados de tal modo que ni siquiera al interesado, muchos años más tarde, le resulta sencillo discernir los unos de los otros...

En cualquier caso, este protagonismo para bien y para mal de la familia en la socialización primaria de los individuos atraviesa un indudable eclipse en la mayoría de los países, lo que constituye un serio problema para la escuela y los maestros. Así se refiere a los efectos de esta mutación Juan Carlos Tedesco: «Los docentes perciben este fenómeno cotidianamente, y una de sus quejas más recurrentes es que los niños acceden a la escuela con un núcleo básico de socialización insuficiente para encarar con éxito la tarea de aprendizaje. Para decirlo muy esquemáticamente, cuando la familia socializaba, la escuela podía ocuparse de enseñar. Ahora que la familia no cubre plenamente su papel socializador, la escuela no sólo no puede efectuar su tarea específica con la tarea del pasado, sino que comienza a ser objeto de nuevas demandas para las cuales no está preparada.» El grito provocador de André Gide —«¡familias, os odio!»— que tanto eco tuvo en aquellos años sesenta propensos a las comunas y el vagabundeo, parece haber sido sustituido hoy por un suspiro discretamente murmurado: «familias, os echamos de menos...». Cada vez con mayor frecuencia, los padres y otros familiares a cargo de los niños sienten desánimo o desconcierto ante la tarea de formar las pautas mínimas de su conciencia social y las abandonan a los maestros, mostrando luego tanta mayor irritación ante los fallos de éstos cuanto que no dejan de sentirse oscuramente culpables por la obligación que rehúyen. Antes de ir más adelante será cosa de señalar un poco como a tientas algunas de las causas que concurren en esta desgana de la familia ante sus funciones específicas (hablo siempre de las funciones
educativas
, que la familia puede descuidar aun cumpliendo suficientemente otras).

No me refiero a causas sociológicas, como la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y su igualación en muchos planos con los varones, la posibilidad de recurrir al divorcio y la variabilidad que introduce en las relaciones de pareja, la reducción del número de miembros fijos en la familia por ser cada vez más costosa o problemática la convivencia doméstica de varias generaciones de parientes, la «profesionalización» del servicio de hogar que pasa de ser el nivel más humilde de la escala familiar —pero familia al fin y al cabo— a una prestación puntual que sólo pueden permitirse de forma estable las élites económicas, etc. La principal consecuencia de estas transformaciones es que en los hogares modernos de los países desarrollados cada vez hay menos mujeres, ancianos y criados, que antes eran los miembros de la familia que más tiempo pasaban en casa junto a los niños. Pero dejemos a la sociología de la familia el estudio de esta evolución del núcleo doméstico, sus implicaciones laborales y urbanísticas, etc., pues no faltan precisamente análisis sobre tales temas que sería incapaz de mejorar y que me parece ocioso repetir.

Me atrevo en cambio a proponer otra vía de acercamiento al asunto, sin duda ligada en gran medida a lo anterior pero de corte más psicológico o si se prefiere estrictamente
moral
. Quiero referirme al fanatismo por lo juvenil en los modelos contemporáneos de comportamiento. Lo joven, la moda joven, la despreocupación juvenil, el cuerpo ágil y hermoso eternamente joven a costa de cualesquiera sacrificios, dietas y remiendos, la espontaneidad un poquito caprichosa, el deporte, la capacidad incansablemente festiva, la alegre camaradería de la juventud... son los ideales de nuestra época. De todas, quizá, pero es que en nuestra época no hay otros que les sirvan de alternativa más o menos resignada. Cioran dice en alguna parte que «quien no muere joven, merece morir». El espíritu del tiempo asegura hoy que quien no es joven ya está muerto. La obsesión terapéutica de nuestros Estados (dictada en gran parte por una sanidad pública siempre deseosa de ahorro) propone los síntomas de pérdida de juventud como la primera de las enfermedades, la más grave, la más
culpable
de todas. No hay ya —o no hay apenas— ideales
senior
en nuestras sociedades, salvo esos viejos monstruosos pero envidiados, por los cuales, como suele decirse, «no pasa el tiempo». Ser viejo y parecerlo, ser un viejo que asume el tiempo pasado, es algo casi obsceno que condena al pánico de la soledad y del abandono. A los viejos nadie les
desea
ya —ni erótica ni laboralmente— y la primera norma de la supervivencia social es mantenerse deseable. Para que la vida siga gustando es preciso vivir de gustar y, aunque sobre gustos se dice que no hay nada escrito, no parece aventurado escribir que a nadie le gustan demasiado los viejos.

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