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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (10 page)

BOOK: El valor de educar
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En cierto sentido, la tiranía es real. Hablamos de «tiranía» cuando quien tiene el poder fuerza a otros para que hagan o dejen de hacer algo en contra de su voluntad. Y no cabe duda de que esto es lo que sucede en los primeros años de cualquier tipo de enseñanza. Pero los tiranos, protestarán muchos, no imponen su dictadura por el bien de sus víctimas sino por el suyo propio. Bueno, sin llegar quizá a los extremos de Calígula, es evidente que nosotros tampoco educamos a los niños sólo por su propio bien sino también y quizá ante todo por razones egoístas. Hubert Hannoun (en
Comprendre l'éducation
) aventura que educamos «para no morir, para preservar una cierta forma de perennidad, para perpetuarnos a través del educando como el artista intenta perdurar por medio de su obra». Ante la fugacidad desesperante de la vida y la muerte que todo parece borrarlo, no hay sed más imperiosa que la de tratar de perpetuar nuestra experiencia, nuestra memoria colectiva, nuestros hábitos y nuestras destrezas, transmitiéndolos a quienes provienen de nuestra carne y crecen en nuestra comunidad.
Non omnis moriar
, escribió Horacio confiando en la posteridad de su obra, y nosotros tampoco queremos morir del todo, delegando la conservación de lo que somos y anhelamos a la generación venidera. La educación constituye así algo parecido a una obra de arte colectiva que da forma a seres humanos en lugar de escribir en papel o esculpir en mármol. Y como en cualquier obra de arte, hay mucho más de autoafirmación narcisista que de altruismo...

También en otro sentido la educación responde antes a los intereses de los educadores que a los de los educandos. Para que la sociedad continúe funcionando —y éste es, en cualquier grupo humano, el interés primordial— es preciso que aseguremos el reemplazo en todas aquellas tareas sin las cuales no podríamos subsistir. Hace falta pues preparar a los neófitos, cuyas fuerzas intactas son necesarias para que la gran maquinaria no se extinga, a fin de que sepan ayudarnos y sostengan todo aquello de lo que la fatalidad biológica nos va haciendo a los mayores poco a poco dimitir. Y desde luego no les pedimos previamente su aquiescencia antes de imponerles los preparativos casi siempre poco gratos de esta colaboración. De modo que en cualquier caso los niños son reclutas forzosos, sea porque los utilicemos como una de las prótesis sociales para asegurarnos cierta inmortalidad o sea porque recabemos su esfuerzo adiestrándoles en el cumplimiento de empresas que les preexisten y les necesitan. ¿Podría acaso ser de otro modo? Las sociedades, según vimos al comienzo de estas páginas, son
humanógenas
. Su principal producción es la manufactura de seres humanos y para conseguirlos no contamos con otro modelo (ni otro instrumento) que los seres humanos ya existentes. No preguntamos a nuestros hijos si quieren nacer ni tampoco si quieren parecérsenos en conocimientos, técnicas y mitos. Les imponemos la humanidad tal como nosotros la concebimos y padecemos, igual que les imponemos la vida. Oscuramente, presentimos que les condenamos a mucho pero también que les damos la posibilidad de inaugurar algo.

Las rebeliones contra esta inevitable tiranía suenan siempre a exabrupto retórico, aun en los casos en que se expresan con la fuerza de la poesía o la profundidad de la metafísica. «¡Nadie me pidió permiso para traerme a este mundo!»: en efecto, ese trámite es tan difícil que suele ser obviado, pero la queja expresa más bien el descubrimiento de lo que somos, no la nostalgia de no haber sido. Y ya que estamos aquí, en el ser, lo único que los demás pueden compartir con los recién llegados es lo que son, las formas que el ser tiene para ellos. Si la educación implica cierta tiranía, es una tiranía de la que sólo pasando por la educación podremos en alguna medida más tarde librarnos. Todos los buenos maestros conocen su condición potencial de suicidas: imprescindibles al comienzo, su objetivo es formar individuos capaces de prescindir de su auxilio, de caminar por sí mismos, de olvidar o desmentir a quienes les enseñaron. La educación es siempre un intento de rescatar al semejante de la fatalidad zoológica o de la limitación agobiante de la mera experiencia personal. Proporciona a la fuerza algunas herramientas simbólicas que luego permitirán combinaciones inéditas y derivaciones aún inexploradas. Es poco, es algo, es todo, es el embarque irremediable en la condición humana.

En otras épocas y otras culturas la imposición de este condicionamiento social ha aparecido menos cuestionable. Pero el afianzamiento moderno del ideal de
libertad
personal plantea una paradoja mucho más difícil de resolver. Desde luego, el objetivo explícito de la enseñanza en la modernidad es conseguir individuos auténticamente libres. Pero ¿cómo admitir sin recelo o sin escándalo que la vía para llegar a ser libre y autónomo pase por una serie de coacciones instructivas, por una habituación a diversas maneras de obediencia? La respuesta estriba en comprender que la libertad de la que estamos hablando no es un
a priori
ontológico de la condición humana sino un logro de nuestra integración social. A ello apuntaba Hegel, cuando estableció que «ser libre no es nada, devenir libre lo es todo». No partimos de la libertad, sino que llegamos a ella. Ser libre es
liberarse
: de la ignorancia prístina, del exclusivo determinismo genético moldeado según nuestro entorno natural y/o social, de apetitos e impulsos instintivos que la convivencia enseña a controlar. Ninguno de los seres vivos es «libre» si por tal entendemos capaz de inventarse del todo a sí mismo a despecho de su herencia biológica y sus circunstancias ambientales: lo único a que puede aspirar es a una mejor o peor
adaptación
a lo forzoso. Sólo los humanos podemos (relativamente, desde luego) adaptar el entorno a nuestras necesidades en lugar de resignarnos sencillamente a él, compensar con apoyo social nuestras deficiencias zoológicas y romper las fatalidades hereditarias a favor de elecciones propias, dentro de lo posible pero a menudo contra lo rutinariamente probable. La libertad no es la ausencia original de condicionamientos (cuanto más pequeños somos, más esclavizados estamos por aquello sin lo que no podríamos sobrevivir) sino la conquista de una autonomía simbólica por medio del aprendizaje que nos aclimata a innovaciones y elecciones sólo posibles dentro de la comunidad. Ni siquiera Rousseau creo que pensase de otro modo, pues su «libertad» natural no es más que adaptación a determinaciones espontáneas ignoradas como tales y su protesta contra las «cadenas» sociales que se nos imponen se acompaña de una larga meditación pedagógica para asumirlas y transformarlas de modo emancipador.

El neófito comienza a estudiar en cierta medida
a la fuerza
. ¿Por qué? Porque se le pide un esfuerzo y los niños no se esfuerzan voluntariamente más que en lo que les divierte. La recompensa que corona el aprendizaje es diferida y además el niño sólo la conoce de oídas, sin comprender muy bien de qué se trata. Los estudios son algo que interesa a los mayores, no a él. No es que los pequeños no deseen saber, pero su curiosidad es mucho más inmediata y menos metódica que lo exigido para aprender, ni siquiera elementalmente, aritmética, geografía o historia. Se puede y se debe contar en la enseñanza con la inicial curiosidad infantil: sin embargo, es un afán que la propia educación tiene que encargarse de desarrollar. La completa ignorancia no suele ser ni siquiera inquisitiva, mientras que saber un poco abre el apetito de saber más. El niño no sabe que ignora, es decir, no echa en falta los conocimientos que no tiene. Como señalamos en el capítulo primero, es el educador quien ha de dar importancia a la ignorancia del alumno porque valora positivamente los conocimientos que a éste le faltan. Es el maestro, que ya sabe, quien cree firmemente que lo que enseña merece el esfuerzo que cuesta aprenderlo. No puede exigirse al niño que anhele conocer aquello que ni siquiera vislumbra, salvo por un acto de confianza en sus mayores y de obediencia ante su autoridad. Aún menos apreciará espontáneamente que se le impongan hábitos sociales como la limpieza, la puntualidad, el respeto a los débiles y otros que no concuerdan con sus apetencias. Kant indica que uno de los primeros y nada desdeñables logros de la escuela es enseñar a los niños a permanecer sentados, cosa que en efecto casi nunca hacen mucho tiempo por decisión propia, salvo cuando se les narra un bonito cuento (claro está que en tiempos de Kant aún no había televisión...). En una palabra, no se puede educar al niño sin
contrariarle
en mayor o menor medida. Para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su voluntad y eso siempre duele bastante.

A fin de reconciliar la parte de coacción que implica toda enseñanza con el postulado de la libertad personal moderna algunos pedagogos insisten en que el objetivo de la enseñanza es desbrozar por imposición la libertad latente del neófito para que florezca plenamente. El propio Kant piensa de este modo y ya hemos comentado más arriba una significativa frase de Hegel al respecto. Este planteamiento es muy razonable, pero a veces minimiza de modo indebido la dimensión coactiva del proceso educativo y da por supuesto en el educando un núcleo original a desarrollar, cuya existencia es bastante dudosa. Por ejemplo Olivier Reboul, en su
Filosofía de la educación
, sostiene que «educar no es fabricar adultos según un modelo sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo, permitirle realizarse según su "genio" singular». Esta declaración, con la que resulta casi inevitable simpatizar, debe ser matizada. Para que el neófito llegue a ser él mismo, la educación debe fabricarle como adulto de acuerdo con un modelo previo, por mucho que tal modelo sea abierto, tentativo, capaz de innovar sobre lo recibido, etc. El maestro no estudia en el niño el modelo de madurez de éste, sino que es el niño quien ha de estudiar orientado por un ejemplo de excelencia que el maestro conoce y le transmite. Naturalmente que el educador ha de comprender lo mejor posible las características y aptitudes peculiares del neófito para enseñarle del modo más provechoso, pero ello no implica que lo que el niño ya es deba servirle de pauta para lo que se pretende que llegue a ser. La autonomía, las virtudes sociales, la disciplina intelectual, todo aquello que constituirá ese «él mismo» del hombre maduro aún no se encuentran en el estudiante sino que deben serle propuestos —y en cierto modo impuestos— como modelos exteriores. A partir del desarrollo de su mera intimidad nunca llegarán a ser realmente
suyos
. Si no es el educador el que le ofrece el modelo racionalmente adecuado, el niño no crecerá sin modelos sino que se identificará con los que le propone la televisión, la malicia popular o la brutalidad callejera, por lo común exaltados desde el lujo depredador o la mera fuerza bruta.

Y es que en el niño no hay una «esencia» acabada e intrasferible a potenciar sino más bien unas virtualidades que deben ser encauzadas (y en parte descartadas) para aproximarle a la plenitud personal que se considera educativamente deseable. Desde luego ese ideal no es único, varía a través de las épocas y de una cultura a otra; en cierto modo, dentro de cada sociedad también se educa según modelos distintos de la plenitud humana a alcanzar, lo que en demasiadas ocasiones sirve para perpetuar la desigualdad de oportunidades entre los individuos. Por lo demás, es evidente que a los pequeños les interesan mucho más las cosas y las demás personas que los abismos de su propia subjetividad. Escuchemos expresarse a un niño: salvo casos rarísimos, lo que le intriga o le fascina es el mundo (y desde luego su compleja relación con él), no su persona interior. Sólo cuando se martiriza a un niño se le ve replegarse sobre sí mismo, lo mismo que años después el inevitable martirio de la vida nos hace a todos un poco introspectivos. Lo que el neófito quiere en primer lugar es que se le haga entrega del universo con todas sus tareas y aventuras, que se le brinden los mínimos detalles de lo que ya existe sin pedirle permiso ni obedecer a su capricho, que se le
enriquezca
dándole la llave de lo que le rodea y no que se bucee en él para pescar perlas que de todos modos a su debido tiempo ya saldrán a la luz.

Una cierta mitología pedagógica ha creado la fábula del «niño creador» al que las constricciones de la pedagogía mutilan y encadenan. Según este planteamiento falsamente rousseauniano —que no es el de Rousseau—, al niño hay que dejarle que desarrolle su genialidad innata sin otra medida educativa que seguirle discretamente la corriente... más o menos lo mismo que si estuviese loco. Lo contrario —dicen— supone sacrificar su creatividad a las rutinas opresivas y mediocres de la sociedad en que vivimos. Claude Lévi-Strauss ha escrito páginas tan sensatas como provocativas (en cuestiones pedagógicas he llegado a la conclusión de que nada suele ser tan provocativo como la sensatez) sobre la mitología del niño creador, algunas de las cuales encontrará el lector en la antología que sirve de apéndice a este libro. Según el gran antropólogo, todos los niños, en efecto, son creadores pero en cuanto a sus posibilidades, no en la capacidad efectiva de realizarlas. Entre la multitud de dones psicofísicos que forman nuestro equipaje genético, la maduración exige potenciar algunos con el adiestramiento adecuado y eliminar o atrofiar otros, no dejarlos desarrollarse todos por igual, los unos por encima de los demás como si fuesen a jerarquizarse equilibradamente
motu proprio
. Pero ¿no conlleva esta selección pedagógica una limitación mutiladora? Lévi-Strauss lo asume sin rodeos: «Las funciones mentales resultan de una selección, la cual suprime toda suerte de capacidades latentes. Mientras subsisten éstas nos maravillan con toda razón, pero sería ingenuo no inclinarse ante la necesidad ineluctable de que todo aprendizaje, incluido el que se recibe en la escuela, se traduce en un empobrecimiento. Empobrece, en efecto, pero para consolidar otros de los dones lábiles del niño muy pequeño.» Sin duda la mejor educación será la que logre potenciar el mayor número de virtualidades que puedan coexistir armónicamente, pero aun este ideal supone cierta poda de algunas disposiciones innatas: incluso el camino más respetuoso del entorno ecológico se abre paso a fuerza de tajos, desmoches y a menudo asfalto sobre el cual ya no volverán a crecer flores. La creatividad infantil se revela ante todo en su capacidad para asimilar la educación y ésa si que es innata; no olvidemos que el mejor maestro sólo puede enseñar, pero es el niño quien realiza siempre el acto genial de aprender. Con frecuencia ese talento humanizador, gradual y evolutivo, está reñido con frutos artificiosamente maduros de precocidad de los que tanto agradan a quienes desean exhibir las destrezas de los niños como si fueran fenómenos de circo. Por eso, cuando hace unas décadas surgió en Francia una niña llamada Minou Drouet, celebrada como prodigio porque escribía poemas, Jean Cocteau comentó: «Todos los niños son poetas... menos Minou Drouet.»

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