Authors: Eduardo Punset
Por otro lado, lo que aquí se apunta matiza la teoría de los llamados «mapas del amor» configurados por los recuerdos inconscientes y conscientes y por el entorno. Las investigaciones sobre la elección de parejas en gemelos indica que el desarrollo de los mapas del amor es laborioso y depende, marcadamente, de elementos muy aleatorios. El amor en curso no dependería tanto del diseño que aflora como reflejo promedio de amores experimentados en el pasado, sino de la falta de relación o similitud entre el amor en curso y las experiencias pasadas contrastadas individualmente.
Las investigaciones llevadas a cabo por expertos como el doctor Jim Pfaus, de la Concordia University, Montreal, Canadá, plantean la duda de si el conjunto de características que un individuo considera atractivas en otro podría formarse durante un periodo crítico para el desarrollo de la conducta sexual. Plantea que estas características podrían fijarse por medio de la recompensa sexual, incluso en aquellos animales, como las ratas, que en principio no viven en pareja. Puede condicionarse a las ratas a preferir un tipo determinado de pareja por medio de un estímulo, como por ejemplo, que miembros del sexo opuesto huelan a limón. Este tipo de investigación podría arrojar luz sobre la comprensión de preferencias poco frecuentes, como los fetiches humanos, que se desarrollan pronto y son casi imposibles de cambiar. El fetichista vincula objetos como los pies, los zapatos, juguetes o pelotas, que tienen una relación visual con experiencias sexuales infantiles, con la gratificación sexual. Es difícil, no obstante, otorgar una vigencia generalizada a motivos que explican, únicamente, comportamientos de colectivos muy minoritarios.
Hemos dejado para el capítulo siguiente la capacidad de imaginar, fundamental en el ámbito cultural de los fetiches. La diferencia fundamental entre el antecesor que compartimos con los chimpancés y otros homínidos radica, justamente, en la capacidad de imaginar. Podemos elucubrar sobre la existencia de Dios, decidir que «somos» una nación, estresarnos tremendamente imaginando amenazas que no existen o que nada vale la pena fuera del ser amado. Mi intuición me dice que sólo existen dos fuentes primordiales, explorada una hasta la saciedad en los laboratorios científicos. Me refiero al nivel de fluctuaciones asimétricas como indicador de la belleza y la capacidad metabólica de un organismo. La otra, totalmente virgen, nos lleva a adentrarnos, a duras penas, en el poder fascinante y desconocido todavía de la imaginación. Las dos asentadas en el soporte de la memoria. Todas las demás causas palidecen frente al ímpetu arrollador del primer cerebro de los humanos, su sistema inmunitario y el más evolucionado: su capacidad de imaginar algo tan insondable como el amor.
No te irás sin verme dormida. Porque no dejaré que te vayas sin antes tocar tus cabellos con la yema de mis dedos. Y dormirme después a tu lado.
(Mensaje enviado desde la orilla del lago Atitlán, Guatemala)
Edouard Francisque era ministro de Hacienda en el Gobierno de Jean-Claude Duvalier, Baby-Doc, que sucedió a su padre, el dictador François Duvalier, más conocido como Papa-Doc. Como representante del Fondo Monetario Internacional en el Caribe yo asesoraba a Francisque en la administración del crédito contingente concedido al Gobierno de Haití. Fue él, licenciado por la Sorbona, quien me desveló el poder de la imaginación en cuestiones de amor.
En repetidas ocasiones, escondido detrás de sus gafas negras, se ausentaba mental y repentinamente ante los ojos atónitos de los visitantes ilustres del mundo occidental que me habían solicitado una entrevista con el ministro de Hacienda. Ante los gestos de sorpresa de los visitantes por el silencio inesperado y la profunda meditación del ministro sin previo aviso, yo les hacía gestos con mis dos manos extendidas de que esperaran. Terminada la entrevista y el trance, les explicaba que Francisque se había ausentado durante un rato, simplemente porque estaba dialogando con Erzulie, la diosa del amor en la cultura vudú.
Sabía, pues, de los estragos que podía causar en la vida cotidiana y hasta en los despachos oficiales el amor imaginado. Años después estudié con especial ahínco las investigaciones científicas sobre la imaginación, sin olvidarme nunca de Francisque.
La capacidad de imaginar también tiene un claro soporte biológico. No abandonamos el recinto del cerebro cuando eliminamos las barreras del espacio y el tiempo. La percepción imaginada del Universo -incluida la del ser amado- está sujeta a los sentidos, fundamentalmente al tacto y la vista. Y tocamos o miramos en función de lo que sabemos.
Cuando gracias a un mayor conocimiento queremos mirar y tocar, nos encontramos con que la luz visible para nosotros constituye una franja minúscula del amplio espectro de longitudes de onda de la radiación. Más allá de la longitud de onda de las radiaciones electromagnéticas, la comprendida entre 380 y 780 nanómetros (un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro), más allá de esta franja no podemos captar las radiaciones, tanto las de menor longitud de onda (los rayos ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma), como las de mayor longitud (los rayos infrarrojos). Los soportes cognitivos y físicos de la imaginación son tan irrisorios que nuestra sorprendente capacidad para imaginar sigue siendo un misterio.
Con todo, podemos aparcar los impulsos amorosos desencadenados por el sistema inmunitario o las feromonas y adentrarnos, en cambio, en el mundo fantástico de la imaginación y los sueños, donde también se desenvuelve el amor. Pero que nadie se llame a engaño: la conciencia, el alma, la imaginación y los sueños están firmemente asentados en el cerebro y, por lo tanto, sujetos por la camisa de fuerza de los sentidos que con él conectan.
Sabemos cómo crece una planta pero no sabemos cómo nace un gran amor. Si los sueños son -como sugiere el psiquiatra neoyorquino Alian Hobson, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Harvard- un delirio sano, entonces podemos intuir que el amor tiene más que ver con los sueños que con la realidad.
El escritor francés André Gide (1869-1951) decía que el género humano se subdivide en crustáceos y sutiles. ¿Y las cosas? ¿Y los objetos que, supuestamente, vemos? La primera división que se impuso fue, acaso, la de las formas que arrojaban un perfil suave como la luna frente a las que poseían una naturaleza rugosa y fraccionada como los fractales.
«El amor pertenece al mundo rugoso como los fractales.» Fractal de un brócoli.
Los humanos tuvieron que enfrentarse primero con estos últimos entornos, rodeados como estaban por barrancos insondables, montañas esculpidas sin lógica ni sentido, meteoritos de hierro fundido deformados por los fríos viajes espaciales y la tierra ardiente. Las matemáticas y los científicos, sin embargo, se concentraron en el estudio de las formas suaves como la línea recta, la esfera, los triángulos, los cuadrados y los dodecaedros. No es nada extraño, pues, que sepamos tan poco de los sueños y del amor, comparado con el comportamiento de las partículas fundamentales sometidas a temperaturas extremas, como las que imperaban en el comienzo del big bang.
Eduardo Punset conversando en Estados Unidos con Benoît Mandelbrot, el inventor de la teoría de los fractales.
El amor pertenece al lado rugoso y fragmentario de la vida y, siendo un producto del sueño, se parece más a una pesadilla que a un sueño propiamente dicho. ¿Por qué? Las pesadillas no son sueños en el sentido literal, puesto que no surgen en la fase REM del acto del sueño, cuando el movimiento rápido de los párpados delata que el organismo, además de estar dormido, está soñando. Las pesadillas acosan la razón cuando dormimos pero no soñamos. Al contrario de lo que sucede con las pesadillas infantiles, el amor no remite traspasados los treinta años, sino que dura toda la vida.
A pesar del tiempo transcurrido, recuerdo perfectamente el inicio chocante del gran amor cuyo final, no menos inesperado, apuntaba en el capítulo anterior. Conservo en la memoria su sonrisa abierta en medio de la multitud de la Feria del Libro de Madrid. Debimos cruzar algunas palabras, aunque no fuera más que para intercambiar nuestros e-mails. Durante el tiempo de la noche que el cerebro dedica a la logística de archivo de los recuerdos, sólo preservó aquella sonrisa espléndida en medio del gentío. Ni rastro de todo lo demás. La ubicación en Guatemala, su desdén por lo que ella llama la moral judeocristiana, la pasión por la música de Lila Dawson y los rápidos anocheceres del lago Atitlán son datos neutros que no hicieron mella en el amor latente. Eran simples excusas para configurar un soporte circunstancial, por si acaso llegaba el delirio.
He buscado meticulosamente -y a distancia- aquel momento en que el recuerdo interesado de una sonrisa se transmuta en un gran amor.
Lo sorprendente es que no hizo falta nada. Transcurrid más de un año, en el que se dejó al azar que precipitara el momento del encuentro entre un quasar y una estrella joven. Sería un encuentro cósmico en cualquier lugar del Universo, repetía ella. Pero no dejó de ser un frágil deseo que alimentaba la curiosidad de los dos, sin alterar el estado homeostático del organismo.
Un día, tras intentar explicar su ausencia del ordenador durante dos años -«tal vez porque te sentía con menos intensidad»-, soltó una frase envenenada: «Sólo quiero acariciar tus cabellos con la yema de mis dedos».
Tuvo el efecto de un relámpago caído en el pararrayos destartalado de la masía del Ampurdán una noche de tormenta. Sin solución de continuidad, le dije enseguida la verdad pura y simple: en aquel momento, mi único miedo era desaparecer sin haber tenido la ocasión de contemplarla, por lo menos un instante, con los ojos cerrados mientras dormía. Esta vez el sueño estaba directamente conectado con la amígdala que enviaba señales incesantes para activar los flujos hormonales y los latidos cardíacos. Fue el estallido de un amor hasta entonces apacible, al que no hacía ascos el contagio inminente de un delirio.
¿Qué había ocurrido? Nada. Unos dientes blancos y unas manos gesticulando en la memoria. Una sola vez. Un compás de espera. La señal clara de un deseo insignificante. Nada. ¿Qué provoca un sueño? Nada. O, para ser más preciso, algo igual de insignificante y referido también a cosas minúsculas: la fusión sin esfuerzo de visualizar y sentir emociones alertada por el parpadeo rápido de los ojos cuando activan los sueños. Superada la estrategia de la interpretación de los sueños -idéntica a la calle que no pasa, sin salida, como llamaban en Vilella Baixa a la calle más estrecha y tortuosa del pueblo-, sigue haciendo falta profundizar en el misterio de los sueños, no para interpretarlos, sino para conocer mejor el cerebro.
Los ojos disponen de comunicaciones nerviosas que conducen directamente a un soporte cerebral vinculado a la coordinación de las emociones y la empatía Se trata de la zona cerebral del lóbulo órbitofrontal, que desempeña un cometido estratégico decisivo, al conectar la parte del cerebro límbico, responsable de las emociones, con los mecanismos automáticos característicos del cerebro reptiliano y la experiencia planificadora del cerebro más evolucionado o neocorteza. Daniel Goleman, el autor del famoso libro Inteligencia emocional, recuerda las funciones de este soporte al analizar la neuroanatomía del beso entre los enamorados: «Cuando dos personas se cruzan la mirada han conectado sus áreas órbitofrontales, particularmente sensibles al contacto visual. Estas áreas ejecutan un cálculo social instantáneo que indica cómo nos cae una persona, qué piensa de nosotros y las decisiones que tomará en función de estos resultados». Se trata de procesos inconscientes que desencadenan los automatismos necesarios para culminar en un beso, en este caso activado antes de que la neocorteza haya tenido tiempo de reflexionar.
La imaginación se asienta, primordialmente, en los conductos visuales. O esto creíamos hasta hace muy poco tiempo. Gracias a investigaciones muy recientes se está comprobando que la información canalizada a través del tacto y, por lo tanto, del contacto físico es primordial. Se ha comprobado que los no videntes que han recuperado la visión ven los objetos que han podido tocar o palpar con mayor precisión que los ajenos a su contacto táctil. Y es sabido desde hace tiempo que una cuarta parte de los niños que no han sido acariciados a menudo tiene un comportamiento más inestable que el resto en la pubertad.