Su escondida frustración no llegó a invadir su ánimo; la reciente imagen de su lucha contra los vampiros jóvenes lo estimuló, haciéndole descubrir que todos en aquel improvisado equipo cumplían un papel importante, vital. Y que lo estaban haciendo bien.
Él, en aquel instante, era el protector de la Puerta Oscura. Nada menos.
La envidia por Pascal suavizó su efecto corrosivo. Sin ser consciente de la generosidad de su propio pensamiento, se dio cuenta de que quizá Pascal necesitaba más aquel giro en la vida para superar sus propias inseguridades.
—A fin de cuentas —pensó en voz alta fingiendo un gesto altivo—, yo estoy condenado al triunfo personal. No está mal que alguien de la plebe pueda disfrutar también de las mieles del éxito.
Se echó a reír. Aquella memorable frase tenía que compartirla con Pascal en cuanto volviera del Más Allá.
EN cuanto la vidente y el muchacho se perdieron dentro de aquel descuidado caserón, Marguerite encendió los faros de su coche y aproximó el vehículo con lentitud, procurando suavizar el ronroneo del motor. Ocultó el automóvil tras unos arbustos, donde lo dejó para dirigirse al edificio en cuyo interior seguía la extraña pareja. Como estaba sola y no sabía lo que podía encontrarse, sacó la pistola mientras avanzaba con la linterna encendida, enfocada al suelo para reducir el resplandor que delataba su presencia en medio de la noche.
La detective se encontró con la puerta de la verja abierta, y continuó sus pasos hasta la entrada principal. Una vez allí, extremó sus precauciones. Sobre todo cuando empezó a oír aquellos espantosos gritos, cuyo inesperado estallido la hizo retroceder de un respingo.
Al mismo tiempo llegó hasta ella un estrépito de cristales, violentos portazos y la voz aguda de Daphne, mezclándose todo en una sinfonía estridente. ¿Qué estaba sucediendo?
Los gritos se repetían, y golpes rotundos resonaban por todos lados. Marguerite sintió unas intensas ganas de alejarse de aquel tétrico lugar, en el que estaba descubriendo una insospechada vida nocturna. No obstante, su condición de policía se impuso: en el interior de aquel abandonado palacio podía haber gente que requiriese su ayuda. Y, no iba a engañarse, necesitaba avanzar en el caso Delaveau.
Marguerite entró, apuntando con su arma hacia todos los rincones que quedaban a la vista. Su inspección duró poco, sin embargo; en cuanto llegó a una segunda sala, la puerta por la que acababa de acceder se cerró de golpe, sin que ella lograra volver a abrirla a pesar de sus esfuerzos. Y eso que la detective tenía una notable capacidad de empuje gracias a su peso.
Marguerite quedó así atrapada, en medio de un asombro más contundente que su propia inseguridad ante lo que estaba ocurriendo.
La habían encerrado. Y qué fácil había resultado, le escupió su autoestima.
La detective maldijo en silencio arrancándose el vendaje de la cara. Ya podían prepararse quienes fueran.
* * *
Jules corría mientras tanto hacia el acceso principal; necesitaba escapar de aquella claustrofóbica atmósfera. Sin embargo, sus ojos vieron con horror cómo todas las puertas a su paso se iban cerrando de golpe. Incluida la de la entrada a la casa, que no logró abrir a pesar de sus esfuerzos.
Nuevos gritos de desesperación se oyeron; el viento arreciaba, las arañas de cristal oscilaban colgadas en el techo, desprendiendo polvo. Al chico todo empezaba a darle vueltas.
Jules estaba encerrado, pero no solo. Algo seguía allí con él, lo percibía aproximándose. Notó un descenso de la temperatura que incluso le permitió distinguir su propio vaho. Jules se giraba, sin poder adivinar desde dónde le vendría el próximo ataque.
De repente, sintió cómo su cuerpo tomaba velocidad y se dirigía hacia una ventana: el espíritu lo estaba lanzando contra ella. Él se deslizaba imparable por el vestíbulo de la casa, pero el cristal de la ventana a la que se dirigía estaba roto, ofreciendo a su cuerpo una dentellada mortal de filos cortantes.
El choque parecía inevitable cuando un nuevo estallido se oyó a su espalda. Su cuerpo se detuvo a escasos metros de la guillotina de cristal. Se volvió, todavía incapaz de respirar.
Daphne acababa de destrozar la superficie de un gran espejo barroco y gritaba.
—¡Espíritu! ¡Nos envía el Viajero!
La reacción de la bruja había salvado la vida de Jules, o al menos la había prolongado unos minutos.
El caos se mantenía en suspenso con la misma precariedad agónica que una bomba cuya mecha se va consumiendo, resistiéndose a apagarse. Al menos, Daphne acababa de comprobar que su talismán no se había enfriado, así que aquel fantasma carecía de propósitos malignos. Comprendió que la presencia se limitaba a custodiar el cofre, ahuyentando —o matando, llegado el caso— a incautos visitantes. Solo ejercía de guardián, un fantasma hogareño que abandonaría aquella casa en cuanto el cofre fuese vaciado por alguien digno. Confió en que fueran ellos.
La palabra «Viajero» parecía haber hecho efecto en el espíritu, que prolongaba aquella tregua sin facilitar otros gestos.
La bruja se mantenía junto al espejo, tensa.
—Jules, ven hacia mí con lentitud —susurró—. Ya.
El aludido, que casi no lograba caminar, inició sus titubeantes pasos hacia ella. Recorrió los metros que lo separaban de la vidente conteniendo la respiración, presionado por la posibilidad de hacer algo que provocase la ruptura de aquella serenidad frágil. No ocurrió nada.
Cuando Daphne tuvo a su lado a Jules, volvió a dirigirse al espíritu:
—¡El Viajero necesita el cofre! —se giró hacia Jules y bajó la voz—. ¿Cómo se llamaba quien le ofreció a Pascal esos valiosos objetos, quien le habló de su existencia y localización?
Jules tardó unos instantes en responder, rebuscando en su memoria.
—Constantin de Polignac —afirmó con seguridad trémula.
—¡Nos envía Constantin de Polignac!
La quietud en el ambiente no se interrumpía, lo que interpretó la vidente como un buen síntoma.
La bruja le hizo un gesto a Jules y reiniciaron el camino hacia el sótano. El chico tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para vencer la angustia que le provocaba volver allí. Lo consiguió imaginando que se encontraba dentro de una de aquellas películas de terror que tanto le gustaban. Gracias a aquel truco, logró controlar mejor su estado de ánimo.
Llegaron a una bodega cuyo suelo de piedra permanecía cubierto de una gruesa capa de polvo. El cofre estaba a la vista sobre una especie de altar. No era muy grande, de madera oscura repujada con piezas de bronce.
—Quédate aquí y prepara la mochila —cuchicheó la bruja—. Voy por los objetos.
Daphne, sin soltar su linterna, avanzó los últimos pasos que la separaban de su objetivo. Se detuvo ante el cofre, comprobando que la paz continuaba a pesar de sus movimientos.
Llegaba la fase más delicada: levantar la tapa. Lo hizo con exquisita lentitud para estudiar el interior de aquella caja. En efecto, sus ojos se posaron en tres objetos: una daga cuyo filo oscuro refulgió al ser recorrido por el haz de la linterna, una pequeña roca plana y transparente y una pulsera de pulidas esferas de algún mineral verde con vetas blancas.
Aquel instante era clave; si la calma no se interrumpía al tocar cualquiera de aquellos elementos, lograrían superar la prueba. De lo contrario...
Se oyeron unos disparos y Daphne percibió cómo la presencia espiritual que los vigilaba abandonaba el sótano.
—¡No sé qué está ocurriendo arriba, pero hay que aprovechar! —le advirtió a Jules.
La vidente se inclinó sobre el cofre sin perder tiempo y alcanzó la piedra transparente mientras le alargaba al chico la daga y la pulsera.
—¡Corre, Jules, a las escaleras!
El muchacho obedeció, con los objetos especiales en una mano. Los haces de las linternas describieron un baile absurdo siguiendo sus rápidos movimientos mientras saltaban los peldaños. Jules habría podido superar aquellos escalones a mayor velocidad, pero prefirió mantener el ritmo más torpe de la bruja. Se negaba a alejarse de ella.
* * *
Marguerite seguía alucinando con su situación. Acababa de hacer uso de su arma reglamentaria. Pero, por extraño que pudiera parecer, sus balas no habían logrado que aquella puerta se abriese. Ni provocaron tampoco que nadie apareciera al escuchar el violento estallido de los disparos, lo que todavía resultaba más inquietante. ¿Dónde se habían metido Daphne y el chico? ¿Es que no había nadie más en la casa?
La detective pensó que tal vez la peculiar pareja había acudido allí para llevar a cabo algún extraño rito. A ver si al final se iba a tratar de una secta satánica, con sacrificios humanos y todo... Por si acaso, tenía que lograr salir de aquella habitación cuanto antes; alguien podía estar corriendo un serio peligro, además de ella.
Marguerite, impaciente, con el cañón de su arma todavía humeante cerca del rostro, observó la cerradura agujereada y el propio material de la puerta.
—Pero si es de vulgar madera... ni siquiera está blindada —susurró—. A grandes males, grandes remedios.
La detective dio varios pasos hacia atrás para tomar carrerilla. Si de algo servía su grueso corpachón era para utilizarlo como el mejor de los arietes. Se lanzaría a toda máquina contra aquella delgada puerta que continuaba atascada, y así saldría de una vez. En cuanto lo lograra, reaccionaría rápido, por si tras aquel tabique había gente en actitud hostil. No había llegado hasta allí para morir en el intento. Quedaba Marguerite para rato, se dijo.
Respiró con profundidad varias veces y preparó su impulso final. En las manos conservaba la pistola y la linterna.
En aquel momento oyó pisadas al otro lado de la puerta. Alguien corría, escapaba de la casa. ¡Y ella seguía encerrada! Frenética, devorada por la lacerante sensación de que se estaba quedando al margen de lo que ocurría, se dispuso a tirar la puerta de un empellón. Sin embargo, un chasquido sobre su cabeza retrasó unos instantes la iniciativa: el origen del sonido lo constituía una vieja araña de cristal que colgaba del techo, una maciza estructura de hierro con múltiples brazos bajo los que oscilaban pequeñas lágrimas de vidrio. Aunque aquella majestuosa lámpara ya no colgaba. Se había soltado, estaba cayendo. Y ella, mirando embobada hacia arriba, permanecía justo en mitad de la trayectoria de aquella imparable avalancha de cristal.
No pudo evitar un grito, al tiempo que se apartaba de un salto en el último momento. El estrépito fue tremendo, y diminutas esquirlas de cristal alcanzaron el cuerpo tendido de Marguerite, arañándolo.
En ese momento pensó que si el caso seguía así, no llegaría entera hasta el final. Cada vez que avanzaba un paso, salía herida.
—Hay que joderse —rezongó, tirada en el suelo.
* * *
—¿Has oído eso? —gritó Jules cuando atravesaban la entrada principal que conducía a los jardines.
—¡Sí! —contestó la bruja—. ¡Pero no mires atrás, sigue corriendo hacia el coche!
Si se hubieran vuelto, quizá habrían distinguido, entre la penumbra, la silueta de un hombre que se movía en silencio dentro de la casa. Pero no lo hicieron, tenían demasiada prisa... y demasiado miedo.
Jules confiaba en que a Pascal no se le ocurriera volver a pedirles otro favor. Definitivamente, le gustaba más el terror en la ficción que en la realidad. Aunque, en el fondo, toda aquella locura no había perdido su atractivo para él. Lo único que necesitaba era habituarse a la intensidad de aquellas emociones. Menuda aventura.
* * *
Aquella puerta, que parecía inamovible, se abrió cuando Marguerite todavía permanecía en el suelo. La detective alzó la cabeza, pero no pudo articular palabra de pura sorpresa.
—Hola, Marguerite. ¿Estás bien?
Era Marcel Laville, su amigo forense. Exhibía un gesto entre consternado y tímido, el típico gesto de niño sorprendido en una travesura. El Marcel de siempre, vaya.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí? ¡Qué humillación! —la detective, recuperada del susto y sin hacer caso de sus heridas superficiales, no salía de su asombro—. ¿Cuánto tiempo llevas en la casa?
Laville se encogió de hombros y le ayudó a levantarse.
—Creo que hemos tenido la misma idea. La vidente nos ha traído aquí a los dos. Lo que ocurre es que yo he entrado a la casa por otro acceso.
Marguerite se mostró suspicaz:
—Pero si se supone que tú no la conocías...
Se hizo un fugaz silencio. Marcel, como era habitual, titubeaba.
—Pues... me la enseñaste en el parque Monceau, ¿te acuerdas? —la otra asintió con el ceño fruncido—. Ha sido al verla esta tarde cerca del Instituto Anatómico cuando he caído en la cuenta. Y me he decidido a seguirla para comprobar si tú tenías razón al sospechar de ella...
Marguerite tuvo que admitir que aquella explicación tenía sentido. Ella misma había visto a la bruja con el chaval precisamente a la entrada del edificio donde trabajaba Marcel. Se arrepintió de su desconfianza hacia el forense, enfadándose consigo misma con la cruda energía que dedicaba a todo. ¡Laville era su compañero, pero también su amigo! Aunque había de reconocer que la paranoia sobre los vampiros que seguía defendiendo el médico había alimentado sus recelos.
—Perdona, Marcel —se disculpó la detective—. Llevamos días soportando tal tensión que ya sospecho de todo. Solo te has limitado a hacer tu trabajo, perdona.
—No te preocupes —contestó el forense—. Este caso nos está desquiciando a todos.
—¿Has visto algo en este caserón? —la vocación policial de Marguerite no tardó en salir a la luz—. ¿Tenemos nuevas pistas?
Marcel meneó la cabeza hacia los lados, dispuesto a mentir para no delatar la verdadera razón de su presencia allí.
—Nada, Marguerite. Esto solo es una casa abandonada, no tengo ni idea de para qué han venido aquí. ¿Tráfico de drogas?
—Lo dudo. Y, aunque así fuera, no me interesa para nada. Lo único que quiero son indicios vinculados con las muertes de Delaveau, Raoul y Melanie.
Entonces, el sonido de un motor que se alejaba rompió la quietud de la noche.
—¡Se escapan! —la detective saltó hacia la entrada principal de la casa como impulsada por un resorte. Pero solo pudo contemplar la silueta del coche que se perdía en la oscuridad. Era el automóvil de la bruja.
—Pues qué bien... —comentó sin molestarse en correr hasta su vehículo—. Vaya desastre.