Pascal admiró la valentía suicida con la que aquellos hombres se enfrentaban a una enfermedad tan espantosa, en una época en la que la medicina apenas ofrecía conocimientos fiables. Mathieu habría confirmado aquella impresión, señalando la desoladora proporción de médicos que se contagiaron y murieron intentando curar a otros, fieles al juramento hipocrático.
A Pascal nunca se le había ocurrido imaginar la cantidad de héroes anónimos que había dado la historia, gente generosa que ni siquiera contaría, a cambio de su sacrificio, con la recompensa posterior de la fama o el agradecimiento. Sin duda, testimonios que arrojaban algo de luz en medio de las tinieblas. Manifestaciones del Bien, solo visibles para miradas atentas.
Pascal suspiró con cierto desaliento. ¿Por qué, cada vez que llegaba a una nueva conclusión, esta solo le servía para sentirse más mediocre?
El muchacho volvió a mirar su piedra e inició un cambio abrupto de dirección, encaminándose hacia unos graneros abandonados por la probable muerte de sus propietarios.
Muchas casas quedarían vacías tras aquella epidemia, multitud de familias verían condenados sus linajes al quedarse sin herederos vivos que prolongaran su apellido.
—La piedra brilla mucho ahora —comentó, abandonando sus deducciones, a la entrada de un granero—. La celda tiene que estar aquí dentro.
Beatrice no le prestaba atención, vuelta hacia el camino que acababan de recorrer.
—Pascal...
—¿Me has oído? —el chico, impaciente por entrar, no entendía aquella actitud distraída de ella—. ¿Qué te pasa?
—Mira.
Beatrice señalaba con el dedo, visiblemente preocupada. Pascal giró su rostro siguiendo la indicación de la chica y se encontró con una escena que añadía urgencia a su situación: un grupo de personas que portaban antorchas se dirigían a paso rápido hacia donde ellos estaban, sin ocultar unos gestos de marcada hostilidad.
—El chico ha hablado —susurró Pascal—. Mierda.
—¿Qué hacemos? —Beatrice descargaba en él toda la responsabilidad de la decisión—. Si entramos en el granero, ya no tendremos margen para salir antes de que lleguen ellos. Quemarán el edificio contigo dentro, no podré ayudarte.
Pascal pensaba con la máxima concentración, intentando abstraerse de unas circunstancias tan acuciantes que lo contundían. ¿Y si no estaba allí dentro la puerta que buscaban? ¿Debían arriesgarse?
—Si quieres, puedo acercarme a ellos e intentar apagar algunas de sus antorchas; como no me ven... A lo mejor se asustan, pero no creo que eso sirva de mucho. Están demasiado furiosos.
Pascal, mordiéndose el labio inferior, rechazó aquella propuesta con un movimiento de cabeza. Nada daba tanto miedo como la peste. Ni siquiera un apagón inexplicable.
Los aldeanos seguían avanzando con su agresiva actitud de linchamiento mientras él retrasaba su decisión, sumido en una vacilación que ya creía desterrada de sí mismo. Pero no. Aquel fantasma siempre volvía. O quizá era que nunca se había ido, y aguardaba agazapado dentro de él para asomar en los peores momentos.
* * *
El rítmico tambor continuaba retumbando como un trueno a lo largo del desfiladero, marcando el lento paso de aquella comitiva siniestra que no se detenía. Michelle, que empezaba a despertar a su propio instinto de supervivencia, se dio cuenta de que, con su actitud pasiva, con su sumisión desorientada, solo daba facilidades a sus monstruosos captores. Su sentimiento de pavorosa soledad, de rendición, empezó así a remitir en favor de una rebeldía que la obsequió con el agridulce sabor del último recurso: la huida.
Tampoco había más opciones.
Incluso el miedo ante las cosas aterradoras, imposibles, que estaba viendo desde que la secuestraran, perdió el protagonismo paralizante en su cabeza. Estaba en juego su vida.
Y la del pobre niño que continuaba inmovilizado cerca de ella, en forzado silencio en el otro extremo del carro. Lo miró con el cariño que nacía de compartir momentos tan terribles. La complicidad de los condenados. No se conocían, jamás se habían visto, pero guardaban en común algo tan siniestro como el inminente final de sus existencias.
Aquel chico debía de tener diez años y era muy guapo, con los ojos grandes y el cabello rubio que le caía en rizos sobre la frente. ¿Cómo podía existir alguien tan malvado como para hacerle daño?
Michelle apretó los dientes, rebelándose contra aquellos inexplicables designios que habían truncado su vida, mientras soportaba el dolor de sus muñecas lastimadas por las ataduras. Tenía que hacer algo, aunque fracasase en el intento. Tenía que escapar antes de que llegaran al misterioso destino al que se dirigían sin titubeos en medio de la noche, donde a buen seguro sería ya demasiado tarde para resistirse.
Porque nadie la encontraría en aquel entorno desconocido e irreal, donde los esqueletos caminaban y no existía el amanecer. Seguro que nadie en su mundo conocía aquella tierra de sombras perpetuas. Así que ella misma constituía su única ayuda.
Su cobardía no se convertiría en un obstáculo más para su salvación.
Por primera vez, Michelle deseó que el trayecto fuera largo para poder planear alguna fuga. Mientras pensaba, empezó a frotar las cuerdas que le ataban las manos contra una rueda del carro, simulando un cambio de postura que ocultaba aquella maniobra conspiradora. Aunque los espectros tampoco la miraban mucho, confiados en su hábitat natural: la oscuridad. Aquellos movimientos agudizaron el dolor de sus muñecas heridas, pero Michelle contenía sus quejidos.
Al menos, tenía las piernas libres, pues ¿quién podría concebir que un prisionero quisiera escapar ante aquel paisaje tenebroso que parecía no tener fin?
* * *
—¡Entremos! —ordenó por fin Pascal—. ¡La piedra continúa brillando, entremos!
Los dos se abalanzaron al interior de aquella construcción y, una vez dentro, contemplaron con agobio las amplias dimensiones de la zona donde tenían que buscar: rincones abarrotados de herramientas rudimentarias para el campo, un depósito cilíndrico de casi tres metros de altura repleto de cereales...
—La puerta de la celda es bastante grande, así que no puede estar demasiado escondida —observó Beatrice lanzando furtivas miradas hacia la salida, de donde empezaban a llegar los gritos enfebrecidos de los campesinos, convertidos en una horda asesina por el pánico a la peste—. Vamos allá.
Los dos se pusieron a rebuscar a un ritmo frenético, apartando objetos, descubriendo el suelo, rodeando los depósitos. Nada. Sus ojos caían sin cesar sobre cada centímetro del edificio con la ansiedad de un adicto. Nada.
El tiempo no dejaba de correr en aquella época cristalizada dentro de la Colmena del Tiempo, aunque el Viajero perdía la noción constantemente y se veía obligado a consultar su reloj. Las horas caían una tras otra.
En el exterior se habían reunido ya varias decenas de personas con antorchas que, a pesar de su aparente furia, no se atrevían a entrar por temor al contagio. No tardaron en tener una idea tan poco arriesgada como eficaz: quemar la construcción con el enfermo dentro. Varios hombres que portaban teas encendidas rodearon el granero y, a un aviso, comenzaron a prender las paredes de madera que cobijaban al presunto apestado. En pocos segundos, enormes llamas devoraban aquellos tabiques secos, lanzando sus lenguas sinuosas hasta el tejado, que tardó aún menos en convertirse en una pira violenta, obligando a los aldeanos a apartarse cubriéndose la cara.
Pascal empezó a toser por el humo que comenzaba a filtrarse, mientras su sudoroso cuerpo le advertía de la creciente subida de la temperatura. Se tapó la boca con la camiseta y, tras observar su piedra transparente, dispuso una última tentativa:
—¡El depósito! —gritó entre espasmos, atrapando con las manos una pequeña escalera que apoyó en el cuerpo de la cuba—. ¡Tiene que estar aquí, no queda otro sitio!
Poco después, los dos se encontraban dentro de aquel rudimentario tanque apartando cereales. Excavaban como dementes entre aquella masa informe, para ir descubriendo el interior del depósito.
El granero era ya un horno. Desde el exterior solo se distinguía una gran bola de fuego que avanzaba hacia su propio núcleo. Pronto Beatrice se vería obligada a diluir su consistencia.
Pascal hundía su cara entre los granos de trigo amparándose en los últimos resquicios sin humo, pero ya era casi imposible; una espesa niebla lo había invadido todo. Él tosía al borde de un desvanecimiento que habría resultado mortal. Beatrice, que no acusaba los efectos del fuego, aumentó su ritmo de búsqueda; no quería perder a Pascal. Más allá de Michelle, más allá de lo que suponía que vivos y muertos se quedaran sin Viajero, no quería perder a Pascal.
—¡Aquí! —aulló, victoriosa, al descubrir el lado superior de un hexágono empotrado en la parte interna de aquel tanque—. ¡Aquí está, Pascal!
El chico, que se movía como borracho entre la asfixia y las quemaduras, no la entendió. Estaba a punto de sucumbir. Las llamas, hambrientas, rodeaban el cuerpo ennegrecido del depósito, lamiéndolo por su base. La madera, consumida, estaba a punto de ceder.
Beatrice se estiró, agarró al Viajero con fuerza y lo arrastró hasta la puerta de la celda. Entonces colocó su mano abierta junto a la suya, rozándose, sobre el tramo de celda y se limitó a empujar aquel trozo de madera.
Funcionó, justo cuando el techo incandescente se derrumbaba sobre ellos.
Una vez más, sin tiempo de reacción, los dos fueron succionados, arrebatados de aquella dimensión para acceder a esa especie de torrente neutro, entre líquido y gaseoso, en que consistía la dimensión transitoria del tiempo. Volaban, buceaban, se desplazaban.
¿Próxima parada?
Pronto lo averiguarían. El futuro y el pasado se entremezclaban, posibilitando mil alternativas diferentes. Aunque, desde luego, sería un nuevo infierno. Pascal acababa de comprobarlo de un modo excesivamente literal.
Al menos, envuelto en aquel entorno, más allá del espacio en el que permanecerían durante varias horas de reloj, su cuerpo se recuperaría de los efectos del incendio. Necesitado de calor y esperanza, el Viajero acarició con sus manos la nota donde todavía podía leer el mensaje de sus amigos. Aquel pedazo de papel sí era un auténtico talismán para él.
COMO el cadáver no portaba ninguna documentación, todavía no habían podido identificarlo.
Marguerite se inclinó sobre él, apartando la manta con la que lo habían cubierto. Con su mano enguantada, volvió la cabeza del muerto, que quedó mirando al cielo con ojos vidriosos bajo el pelo enmarañado y pegajoso. Ante la detective quedó entonces la profunda brecha del cuello, que empezaba a oscurecerse a consecuencia de la coagulación de la sangre. Era un tajo brutal, una grieta abierta que dejaba al aire la tráquea, realizado con algún instrumento muy cortante.
—Evidentemente, no se ha suicidado —comentó a Marcel incorporándose—. ¿De dónde habrá caído?
Los dos alzaron la vista ante los edificios que se erigían sobre aquel tramo de acera, estudiando las terrazas y las ventanas con detenimiento.
—Un cuerpo pesa mucho, su trayectoria en el aire es recta, no planea —observó el forense—. Así que, por fuerza, tiene que haber caído desde alguno de los pisos que tenemos justo encima. Y por los contundentes efectos del impacto, se ha precipitado desde una gran altura.
—O sea, este señor se encontraba en una de las últimas plantas.
—En efecto.
—Ese dato nos ayudará a agilizar la búsqueda.
La detective ordenó a varios policías que se acercaran al portal que tenían a junto a ellos y que empezaran a llamar a los últimos pisos.
—Viste pijama, pero no estaba durmiendo cuando lo atacaron —informó Marguerite.
Aquel matiz llamó la atención del forense.
—¿Cómo puedes estar tan segura de eso?
—Le han encontrado un mechero en un bolsillo del pantalón. ¿Quién duerme con un mechero? Lo más probable es que el tipo estuviera fumando cuando lo mataron.
Ella realizó una inspección por los alrededores, por si había suerte y localizaba una colilla que podía seguir encendida.
—Eso encaja con la caída —dedujo Marcel—; si estaba fumando, es posible que saliera a una de esas terrazas y se precipitara a la calle al ser atacado.
—O lo tiraron, no hay que descartar nada. Pero ¿quién te ataca dentro de tu propia casa? Eso resulta muy extraño.
Marguerite continuaba repasando con los ojos, suspicaz, las ventanas de aquel edificio que tenían delante.
—¿Tu pareja? ¿Tu amante? —planteó el forense en un tono escéptico que ella captó—. Quizá estemos ante un caso de maltrato.
La detective acabó descartando todas aquellas alternativas:
—Esas posibilidades no nos convencen a ninguno de los dos, ¿verdad? Creo que el caso Delaveau nos está obsesionando.
Marcel se agachó para estudiar la herida.
—Estos bordes en la piel rasgada... El filo del instrumento utilizado era bastante irregular —dictaminó—. La agresión no se ha llevado a cabo con un arma blanca convencional.
—Nuevas incógnitas, por supuesto —Marguerite había aprendido a no fiarse de las apariencias—. ¿Cómo lo mataron, entonces? Espero que hayas descartado la intervención de vampiros y criaturas así, esto tiene un aspecto bastante más vulgar.
Marcel, ignorando el sarcasmo, le habría respondido que la agresión se había producido con unas uñas largas y afiladas. Pero se abstuvo de hacerlo.
Marguerite observaba todo el vecindario, mudo y apagado a aquellas horas de la madrugada.
—Otra vez por aquí... —susurró ella, pensativa, terminando sus comprobaciones—. ¿Eres consciente de dónde nos encontramos?
Marcel asintió; sus pupilas vigilantes no se despegaban del tejado abuhardillado de un edificio cercano. Sabía muy bien dónde estaban.
—Cerca vive Jules Marceaux —respondió fingiendo un esfuerzo de la memoria—, el anfitrión de la fiesta de Halloween que se convirtió en tragedia.
—¿Casualidad? —ella aventuraba las posibilidades con cautela, harta de su carácter vehemente, que en los últimos tiempos no le había resultado muy útil.
—¿Tú qué opinas?
Marcel tampoco había querido comprometerse, aunque su convicción al respecto era bastante clara.
—En principio, este asesinato no tiene nada en común con los de Delaveau y los chicos, salvo la zona. Pero hasta que registremos el piso desde el que cayó este hombre, no podemos asegurar nada.