—Para la institución. Nunca para las víctimas.
—¿Qué espera que le diga? —El doctor se encogió de hombros y extendió las manos en un gesto de resignación—. No hago milagros. No puedo reescribir su pasado. No puedo extenderle una receta para su futuro. Llegará un momento en que usted se sentirá íntimamente reconciliado con la vida.
Así que tomó una decisión: mantenerse dentro del sistema y usarlo como una fortaleza desde la cual libraría sus batallas privadas. Era una decisión sumamente peligrosa. Implicaba otra escisión en su maltrecha identidad. Ahora era al mismo tiempo víctima y vengador. Según todas las creencias que profesaba, la venganza en sí misma era un crimen. Era como arrogarse los derechos de la Divinidad. Sin embargo, se sentía obligado. Desde ese momento, todo 1o que hiciera se convertiría en un cálculo y una maquinación. Su vida pública se basaba en una mentira privada. No podía dejarse ganar por la incertidumbre. La creencia por la cual vivía tenía que ser más fuerte que aquella a la que estaba atado por su profesión pública. Por 1o tanto, cegó con el máximo cuidado el manantial de la compasión y las pequeñas filtraciones de la duda. La confusión era un lujo que no podía permitirse. Tampoco la ilusión. Sólo podía guiarse por la clara luz de su propia razón. Si esa luz, en definitiva, terminaba siendo una oscuridad, que así fuese. Había habido un momento, cuando abierto de brazos y piernas sobre aquella rueda de carro esperaba cada uno de los latigazos, en que había rezado pidiendo la oscuridad como última bendición.
Se vistió a toda prisa, puso la comida que había traído en el cuenco de madera que estaba en el centro de la mesa, garabateó una nota en un sobre en el que había guardado el dinero para el cuidador, lo cerró y lo apoyó en el cuenco. Partió rápidamente, cerrando la puerta tras de sí, y luego, de un golpe, el viejo portón tachonado; subió al coche, y, como alma que lleva el diablo, en medio de un tránsito que se iba haciendo cada vez más enmarañado, enfiló hacia la ciudad. Encendió la radio del coche y escuchó atentamente a la
espera de alguna noticia que pudiera revelarle si, en aquel asunto de Job y los que lo consolaban, había sido violada la seguridad. Como no oyó nada, se entregó a repasar mentalmente el significado de la
parábola.
Job era el nombre en clave del Romano Pontífice, un hombre envejecido, enfermo y cascarrabias, pero todavía expeditivo y enérgico. Los que lo consolaban eran los miembros de la curia, la corte más antigua de Europa. La mención a las cenizas bíblicas significaba que el Pontífice había sido alcanzado por la enfermedad que sus médicos le habían pronosticado: un ataque grave que había tenido como consecuencia una grave lesión cerebral. Ya había sufrido una serie de episodios isquémicos de menor trascendencia que, según los médicos, presagiaba un accidente más serio.
El hombre que le había telefoneado era el cardenal camarlengo, chambelán de la ciudad—Estado del Vaticano, cuya responsabilidad era consultar a los médicos acerca del tratamiento que requeriría el enfermo, administrar la casa papal y, finalmente, cuando el Pontífice muriera, hacerse cargo del gobierno interino de la Iglesia hasta tanto se eligiera su sucesor. El camarlengo era un hombre hábil, pero se enfrentaba con un complejo y desagradable dilema.
Un Pontífice enfermo era una cosa, un Pontífice con lesión cerebral, otra muy distinta. ¿Cómo deshacerse de él? Si es que la expresión «deshacerse de» no era demasiado arbitraria. Hacia finales de los noventa, se habían promulgado normas para lidiar con los problemas del envejecimiento de los altos prelados de la Iglesia que incluían, por cierto, al propio Pontífice. Si éste quedara incapacitado, la Secretaría de Estado, o una mayoría del Colegio Cardenalicio podía declararlo inepto para desempeñar su cargo y, con toda la debida caridad, pasarlo a retiro. Hecho esto, el camarlengo quedaría en libertad para declarar vacante la Sede de Pedro y convocar a los electores para elegir un sucesor.
Las normas eran menos claras en cuanto a qué hacer si el Pontífice retirado permanecía vivo en estado vegetativo. ¿Quién tomaría la decisión de si habrían de conectarlo o no a una máquina que mantuviera sus constantes vitales? O bien, si ya hubiera sido conectado, por error o por un mal diagnóstico, ¿quién lo desconectaría? Se suponía que el Pontífice habría expresado su propia voluntad respecto a la excesiva prolongación de su vida. Sin embargo, si no hubiera dejado instrucciones al respecto, ¿quién tomaría la decisión? Evidentemente no podía quedar sólo en manos del médico. En teoría, al menos, ya no pertenecía al círculo de sus parientes. Pertenecía a Dios y a la Iglesia de Dios. Los prelados que él había designado eran, por lo tanto, los árbitros de su destino.
De todos modos, ése sería sólo el comienzo. La prensa mundial convertiría el dilema del Vaticano en un nuevo capítulo del difundido debate en torno de la eutanasia. Mientras regresaba a la ciudad, escuchando atentamente los boletines informativos de la radio, elaboró su propia interpretación de la situación. Si el Pontífice no había sido trasladado fuera de los límites del Vaticano, las cosas todavía estaban, en cierta medida, bajo control. Si en cambio había sido llevado a la clínica en la que se le solía atender, la clínica Gemelli, fuera del territorio soberano del Vaticano, la situación cambiaba radicalmente. Sería imposible mantener el secreto. Los boletines médicos deberían ser algo más que un simple reflejo de la verdad. Los medios sobornarían a la mitad del personal del hospital para que les facilitaran información sobre los acontecimientos del día y los proveyeran de historias vendibles.
Si bien el cardenal camarlengo era un administrador experimentado, uno de sus predecesores había cometido un error mayúsculo: intentó ocultar los detalles de la muerte del papa Juan Pablo I. Ese error había desencadenado un torrente de desinformación política y producido un best—séller mundial en el que se afirmaba que un cardenal estadounidense, y un obispo estadounidense residente en el Vaticano, junto con un criminal de la mafia, Michele Sindona, habían conspirado para asesinar al Pontífice. El escandaloso relato todavía estaba vigente. El libro aún estaba en circulación. Si la situación actual fuera mal manejada, los nuevos rumores crecerían como la espuma. Ésta era otra de las ironías sobre las que reflexionaba en medio del jaleo de bocinas, gritos e insultos: el secreto creaba y perpetuaba los escándalos que por medio de él se procuraba evitar.
El viaje de regreso a casa le llevó una hora y tres cuartos. Para la hora en que llegó a su apartamento, estaba convencido de que la seguridad todavía seguía inviolada. Dejó el coche en el garaje, volvió a vestirse con su atuendo normal y telefoneó a su oficina para pedir que le enviaran una limusina. Cincuenta minutos más tarde, un guardia lo saludaba en la Porta Angelica, y guiaba el vehículo al lugar del estacionamiento reservado para los prelados de más alto rango. Luca Rossini, cardenal presbítero, eminencia gris de la curia romana, volvía al trabajo.
Se encaminó a toda prisa a los apartamentos papales; un afligido secretario montaba guardia en el estudio del Pontífice, mientras el médico y el camarlengo esperaban junto a su lecho. pálido e inmóvil, conectado a un tubo de oxígeno y unos monitores portátiles, que hacía ya meses se habían convertido en parte del mobiliario del dormitorio papal, todavía tenía el porte de un viejo león dormitando sobre la hierba, imponente para cualquier intruso que se atreviera a perturbar su descanso. Cuando Luca Rossini entró en la habitación, el camarlengo y el médico lo saludaron con manifiesto alivio. Él se quedó por un momento con los ojos fijos en la figura tendida boca abajo de su señor. Luego preguntó bruscamente:
—¿Cómo está?
El médico se encogió de hombros.
—Ya ve. Coma profundo. Le estamos administrando oxígeno. Es probable que presente una lesión cerebral grave. No hay forma de estar seguros, por supuesto, a menos que lo internemos en el hospital para poder hacerle una TAC y un control de veinticuatro horas.
—¿La lesión es reversible?
—Yo diría que no.
—¿Usted cree que en el mejor de los casos habría una incapacidad importante?
—Sí.
—¿Y en el peor, una existencia vegetativa?
—Si lo conectamos a un aparato para mantener las funciones vitales constantes, sí.
—Que es lo último que él quiere, o merece.
—Haría falta mi acuerdo. —El médico vaciló un momento y agregó un cuidadoso comentario—: Sería de mucha ayuda que Su Santidad hubiera expresado claramente por escrito sus deseos.
—¿Alguna vez se los manifestó a usted, doctor?
—En términos sumamente ambiguos.
—¿Cuáles?
—Debemos esperar, a ver qué tiene reservado Dios para mí.
—¿Nada más preciso?
—Nada.
Rossini se volvió hacia el camarlengo.
—¿El secretario tiene algo?
—No tiene conocimiento de que haya ningún documento que exprese los deseos del Pontífice con respecto a esta cuestión. No hay ningún codicilo referido a su voluntad.
La mirada de Luca Rossini pasó de uno a otro. Una sonrisa ligeramente sardónica asomó a la comisura de sus labios.
—Me pregunto qué esperaba: ¿una salida como la de Elías, en una carroza de fuego?
El camarlengo frunció el entrecejo con desagrado.
—Te recuerdo, Luca, que Su Santidad aún está entre nosotros. Tenemos que decidir qué es lo mejor para él y para la Iglesia.
—¿Ha pedido la opinión de algún especialista, doctor?
—Lo han visto Cattaldo y Gheddo.
—¿Qué opinan?
—Coinciden conmigo. La lesión es irreversible. Desde un punto de vista médico, lo mejor sería tenerlo bajo atención médica hospitalaria. De todos modos, comprendemos…
El camarlengo 1o cortó bruscamente.
—Hay ciertas consecuencias, muy públicas. El Pontífice estaría fuera de los límites del Vaticano. Aquellos que lo traten estarán, aunque no el Pontífice, bajo la jurisdicción de la República de Italia y sometidos a una vigilancia de los medios de todo el mundo.
—Si muere —Luca Rossini enumeró una serie de alternativas posibles—, no tenemos ningún problema. Lo enterramos con pompa, elegimos un sucesor, y seguimos adelante. Si sobrevive pero queda en un estado de extrema incapacidad, tenemos que pasarlo a retiro. Es algo que está previsto en recientes enmiendas a la Constitución Apostólica. Ahora bien, si sobrevive en un estado vegetativo, conectado a una máquina, ¿quién decidirá cuándo desahuciarlo y quién se hará cargo de hacerlo?
El camarlengo lo desafió formalmente.
—y bien, ¿cómo respondes a tus propias preguntas, Luca?
—No lo saquen de aquí. Déjenlo morir con dignidad en su propia casa. No intenten prolongarle la vida. No permitan que nadie lo haga bajo ningún pretexto. Yo declararé públicamente que éste fue el deseo que el Pontífice me expresó en varias ocasiones durante los dos últimos años. Usted, Baldassare, puede confirmar que hemos tenido una relación bastante especial. Difícil de definir a veces, pero sí, fue una relación muy especial.
El camarlengo se quedó un momento en silencio. Luego asintió con la cabeza.
—Es razonable.
—Eminentemente razonable —dijo el médico con alivio.
Luca Rossini se volvió bruscamente hacia él.
—Usted todavía tiene un deber que cumplir, doctor. Necesitamos ahora mismo un parte para que la Oficina de Prensa de la Santa Sede lo haga público. Deberá tener un tono especial, un cierto énfasis. ¿Hasta dónde se proponen llegar, usted y sus colegas, en la exposición de su pronóstico?
—No estoy seguro de entender lo que eso significa, eminencia.
—¿Qué palabras se proponen usar? ¿Una lesión cerebral grave? ¿Sin esperanzas de recuperación? ¿Terminal? ¿Se espera un desenlace en cualquier momento?¿Cuáles, doctor?
—¿Por qué son tan importantes las palabras?
—Usted sabe por qué. —El tono de Luca Rossini fue brusco—. Mientras el Pontífice esté vivo y bajo el cuidado de los de su propia casa, la prensa querrá saber qué tipo de cuidados se le están prestando y cuánto tiempo más se puede esperar que dure. Baldassare, aquí presente, y el secretario de Estado se comunicarán con la más alta jerarquía. La Oficina de Prensa tendrá que lidiar con los medios. No es asunto mío redactar las declaraciones. Me limito a indicar la importancia de los términos que se usen. ¿Soy claro?
—Como siempre, Luca. —El tono del camarlengo fue seco.
—¿Y para usted, doctor?
—Estoy seguro de que podremos encontrar un texto apropiado.
—Bien. —Miró a uno y a otro, estudiando sus rostros. Su propio rostro se había convertido en una máscara de piedra—. Ahora, con el permiso de ustedes, querría estar a solas con él un momento.
El doctor y el camarlengo se miraron. El doctor dijo en voz baja:
—Como usted ve, está en coma profundo. No verá nada, no oirá nada. Ni siquiera sentirá el contacto de su mano.
—Quiero estar a solas con él. —Una fría cólera se había apoderado de Luca Rossini—. Tengo cosas personales que decirle, aunque no haya más que una posibilidad en un millón de que pueda oírme. ¿Eso puede hacerle algún daño?
—Por supuesto que no, Luca.
—Entonces déme su permiso, por favor.
El camarlengo y el médico vacilaron un momento. Se cruzaron una mirada. El camarlengo asintió con la cabeza. Los dos hombres se retiraron de la cámara papal, dejando solos a Luca Rossini y a su mudo señor.
En la antecámara, mientras esperaban, el médico comentó:
—Ese hombre me perturba, Baldassare.
El camarlengo hizo una mueca sardónica.
—¿Qué es lo que le perturba exactamente, amigo mío?
—Hay tanta cólera en él, tanta fría arrogancia… Es como si tuviera que dominar al mundo entero todo el tiempo, y con látigos y escorpiones.
—La cólera la conozco. —El camarlengo era un crítico puntilloso—. Lo he visto hacer frente a colegas que son sus superiores en presencia del mismísimo Pontífice. La arrogancia es otra cosa. La veo como una defensa. Es un hombre que ha sufrido mucho. Todavía no está completamente curado.
—Y ése es un peligro constante, ¿no es cierto? —El médico se refugió tras la máscara de la objetividad clínica—. La herida abierta, la crisis no resuelta del espíritu.
—¿Es eso lo que usted percibe en Luca Rossini?
—Sí.
—Debo decirle, amigo mío, que es un hombre competente en todo lo que hace. El Santo Padre lo utiliza como emisario personal, y él, como usted sabe, es un jefe muy estricto y exigente.