Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (49 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Durante la noche volví a soñar con el
Tramp Steamer
. Eran episodios vertiginosos y sin orden, en donde el vetusto navío explicaba su presencia con signos indescifrables que me iban acumulando un vago malestar, una sorda culpa de no sé qué. Ya en la madrugada, con las primeras luces dándome en la cara a través de las delgadas cortinas de la claraboya, se me presentó el
Alción
recién pintado con refulgentes y netos colores: el casco de un color minio tirando a sangre seca, las cubiertas de un crema delicado con una raya celeste que recorría toda el área de los camarotes y de la cubierta de oficiales y el puente de mando. También la chimenea era crema y con idéntica raya. «A quién se le puede ocurrir pintar un barco así. Qué ridiculez», pensé en un fulgor de entresueño antes de despertar completamente. En ese momento el remolcador empezó a derivar hacia la orilla. Estaba atracando en un pequeño poblado con casas de techo de paja y algunas pocas con láminas de zinc. El lugar era particularmente desapacible y miserable. En lo que debía ser el cuartel ondeaba la bandera tricolor con una pereza que hacía aún más evidente el bochorno aplastante del clima. Dos aviones Catalina de la Infantería de Marina, pintados de gris, estaban amarrados a la punta de un endeble muelle de madera. «Es La Plata», me explicó el práctico que pasaba en ese momento frente a mi cuarto. «Hace rato traen aquí bronca con la gente del páramo. Dejamos un lanchón de diésel y nos vamos de inmediato». Ni el lugar ni la explicación del práctico me decían mayor cosa. Regresé para darme una ducha y luego desayunar en compañía del marino vasco. Éste se bañaba en el camarote contiguo con estruendo de agua, como si estuviera haciendo gimnasia bajo la ducha. El detalle me conmovió particularmente. Había algo cercano, casi familiar, en ese chapoteo, inusitado por lo entusiasta, que me recordó las mañanas de baño en el internado de Bruselas. ¡Los cabos que acaba uno atando cuando interviene el azar abusivo e indescifrable!

Durante el desayuno, tan breve como frugal, ya que los dos preferíamos el té con pan tostado y mantequilla, hablamos de cosas insubstanciales: el puerto, los aviones, la perpetua situación de violencia que se iba extendiendo por el río; nada, en fin, que tuviera que ver en verdad con nuestras vidas que sentíamos, cada uno a su manera, proyectadas hacia otros horizontes, otros climas, otra gente. ¿Cuáles?, ninguno de los dos hubiera logrado responder a ciencia cierta.

Pocos días después entramos en el trayecto final del río. Allí sus aguas se extienden por vastos pantanos, manglares y tierras que permanecen inundadas casi todo el año. Es difícil establecer cuál es el cauce original de la corriente y los pilotos de embarcaciones que descienden hasta el mar, a pesar de los largos años de práctica —la mayoría de las veces heredada de sus padres que también ejercieron el oficio—, suelen navegar con suma prudencia y prefieren, en ocasiones, detenerse por la noche. El extraviarse en los manglares y lagunas significa la casi segura pérdida del barco y un riesgo muy grande para los pasajeros y tripulantes. El sol implacable relumbra sobre la superficie sin límites del agua, enceguece a los prácticos y muchos han sido los casos de embarcaciones cuyos ocupantes han muerto de hambre y sed, tostados por el sol y devorados por los insectos. Si, además, hay que llevar con bien a puerto diez planchones con productos de la refinería y algunos más vacíos, las dificultades aumentan considerablemente. Detenerse durante la noche, anclando en la incierta orilla del cauce principal, es una regla inviolable para los capitanes de remolcador al servicio de las compañías petroleras.

El calor iba en aumento a medida que nos acercábamos al delta. Sobre el techo de la cabina donde estaban nuestras sillas, los tripulantes extendieron un enorme mosquitero que lucía como una tienda del desierto. Ellos sabían que, con el aire acondicionado sin poderse usar, porque los motores del barco se detenían en la noche, era impensable dormir en los camarotes. Así que, sin darnos cuenta siquiera, cambiamos el orden de nuestra vida a bordo: dormíamos de día, mientras avanzaba el remolcador, y, de noche, nos instalábamos en la pequeña cubierta en espera del alba y al abrigo de los mosquitos.

Durante esas noches interminables, Iturri me contó su historia. El ser testigo de algunos de los momentos cruciales en la vida del
Alción
y, por lo mismo, de su capitán, me concedía el derecho indiscutible de participar en su conmovedora confidencia. «Es la primera y la última vez que hablo de esto. Usted puede, luego, repetirlo a quien quiera. Eso carece de importancia, no me atañe. Jon Iturri en verdad dejó de existir. A la sombra que anda por el mundo con su nombre nada puede afectarle ya». Esto lo dijo sin tristeza, casi ni siquiera con la conformidad de los vencidos. Lo decía con acento impersonal, como quien explica en una cátedra un proceso químico. Habló durante varias noches seguidas y mis interrupciones fueron las pocas destinadas a ubicar un sitio, a reforzar un mutuo recuerdo para hacerlo más preciso. No se perdía en consideraciones laterales ni en descripciones minuciosas, pero, a menudo, caía en largos silencios que yo me cuidaba mucho de interrumpir. En tales momentos me daba la impresión de alguien que sale a la superficie del agua y toma aire antes de volver a zambullirse en las profundidades. El relato vale la pena contarlo desde su auténtico principio, así ésta sea una anécdota comercial más de las que está salpicada la vida de cualquier capitán de navío. Los hados comenzaron a tejer sus hilos desde el inicio mismo del asunto y es interesante percibir sus manipulaciones.

La pareja formada por el libanés y su socio, con la que Iturri había cenado en Amberes, volvió a buscarlo al hotel tres días después. El armador de Beirut, de modales pausados y palabras gentiles, sin jamás caer en lo melifluo, le explicó que deseaba proponerle un negocio. Le había hecho la mejor impresión y se había permitido algunas averiguaciones sobre su actividad profesional como capitán de navío, con óptimos resultados para su buen nombre. Su amigo y socio, allí presente, no estaba involucrado en lo que el libanés iba a proponerle, pero se le consideraba como miembro de la familia y podría aportar datos valiosos sobre la operación que deseaban plantearle. ¿Podrían comer los tres ese mismo día? Aceptó, no sin cierta inquietud. Aquí el vasco volvió a insistir sobre el carácter de los dos personajes. El libanés se llamaba Abdul Bashur y gozaba de una buena reputación en los medios comerciales, aduaneros y bancarios, no sólo de Amberes sino de otros puertos de Europa. Tenía, eso sí, una particular variedad de intereses y actividades, no todos tan claros ni, al parecer, tan bien establecidos como su básica profesión de armador. Esto era normal en los levantinos, así fueran libaneses, sirios o tunecinos. Iturri estaba acostumbrado a tales rasgos de carácter y para nada le sorprendían ni mortificaban. El otro, cuyo nombre nunca pudo entender claramente, pero que también respondía al de Gaviero, era tratado por Bashur con una familiaridad sin reservas y escuchado con la mayor atención cuando se trataba de asuntos relacionados con el comercio marítimo y la operación de los cargueros en los más apartados rincones del mundo. No consiguió el vasco enterarse si esto de Gaviero era apodo, apellido o simplemente un apelativo sobreviviente de una actividad de su juventud. Era un hombre de pocas palabras, con sentido del humor un tanto peculiar y corrosivo, muy cuidadoso y sensible en sus relaciones de amistad, conocedor de las más inesperadas profesiones y, sin ser mujeriego, muy consciente, casi se podría decir que dependiente, de la presencia femenina. Sobre esto hacía, a menudo, alusiones fugaces y en clave a Bashur, que se limitaba a registrarlas con una vaga sonrisa.

Aquí debo hacer un breve aparte antes de seguir con la historia del capitán. Desde el momento en que éste mencionó los nombres de Bashur y el Gaviero, me sentí en la obligación de contarle que al primero lo conocía mucho de nombre, por boca precisamente del segundo, que era viejo amigo mío y cuyas confidencias y relatos he venido reuniendo, desde hace muchos años, por considerarlos de cierto interés para quienes gustan de conocer las vidas impares y encontradas de seres de excepción, de gente fuera de los comunes cauces de la gris rutina de nuestros tiempos de resignada necedad. Pero también pensé que, al hacerle saber al relator mis vinculaciones con esa persona, podría éste, o suspender su confidencia, o suprimir en ella episodios que afectaran a Bashur o al Gaviero. Preferí callar. Cuando el marino vasco terminó su historia, me di cuenta de que había hecho bien y que nada agregaría el hacerle saber algo que, para él, pertenecía a un ayer sepultado para siempre, si no en el olvido, sí, desde luego, en la tiniebla irrevocable de lo que nunca ha de volver. Otra razón que me llevó a ocultar mi relación con sus socios era que venía a constituir ya una segunda casualidad que podía despertar en los arduos rincones del espíritu del euskaro una explicable desconfianza o, al menos, una reserva ante tan repetida como infrecuente coincidencia. El azar es siempre sospechoso, son muchas las máscaras que lo imitan. Y, ahora, volvamos al capitán del
Alción
.

La propuesta que le hicieron era muy simple pero, como ya me lo había dicho, de aceptarla, rompía con su principio de sólo ofrecer sus servicios a las grandes líneas de navegación y evitar siempre la tortuosa e imprevisible aventura de los
Tramp Steamer
s. Se trataba, ahora, de operar, en sociedad por partes iguales con otro socio, un carguero que se hallaba en reparación en los astilleros de Pola. Era un barco de seis mil toneladas, con espaciosas bodegas y dos grúas. La maquinaria se conservaba en buen estado aunque venía trabajando hacía treinta años sin reparaciones mayores. El barco pertenecía a una hermana de Bashur. Lo había recibido como herencia de un tío suyo. Warda, tal era el nombre de la mujer, deseaba emanciparse de los intereses llevados en común por la familia. La operación de ese barco podía dejarle una renta que le permitiría cumplir su propósito. Abdul no entró en muchos detalles sobre este particular, pero era fácil deducir que Warda estaba más europeizada que sus otras dos hermanas y, desde luego, que sus numerosos hermanos. Abdul no veía con malos ojos ese deseo de independencia de su hermana, pero deseaba, como es obvio, que se pudiera cumplir sin perjudicar los negocios que el resto de los Bashur manejaban en grupo. Iturri dispondría de la mitad de las ganancias, deducidos los gastos y el pago de impuestos. La propuesta era interesante, pero, desde luego, había dos condiciones básicas previas a cualquier determinación: conocer el barco y hablar con la propietaria. Al mencionar esta última, el capitán percibió una sombra en la mirada del Gaviero. Más que una sombra, era como una anticipada y turbia curiosidad ante lo que ese encuentro podría depararle a alguien como ese extraño venido de los ocultos caseríos de una tierra de montañas que protegen a una raza singular e imprevisible. Que todo eso estuviera en la mirada del Gaviero podía ser, y de seguro era, una conclusión
a posteriori
de mi compañero de viaje. Es más prudente pensar que lo que asomó a los ojos del socio de Bashur fue un «ya verás» cargado de inciertas promesas.

Bashur estuvo de acuerdo en las condiciones. Los gastos del viaje a Pola correrían por cuenta de la propietaria del
Tramp Steamer
. Iturri tenía que dar fin a varios asuntos pendientes en Amberes y convinieron en partir a Italia una semana después. Durante ese tiempo, Jon se dedicó a reunir datos sobre Bashur y sus asociados. Ya dije cuáles habían sido los resultados de esta pesquisa. El gerente de un banco hispano-francés, con el cual Jon Iturri llevaba buena amistad y solía jugar algunas partidas de billar de vez en cuando, le resumió su opinión en palabras que definían muy justamente a la pareja: «Mire —le dijo—, son gente que cumple con su palabra y trata de estar al día con sus compromisos. Andan juntos en muchas cosas. No todas ellas podrían ajustarse fielmente a los marcos de la ley. El tal Gaviero anduvo por ejemplo con una triestina que también fue amante de Bashur, sin que por eso se afectara la amistad de los dos compatriotas. La imaginación de esta dama para las más sorprendentes y arriesgadas combinaciones financieras llegó a extremos delirantes. Salían con el bien de todo y los tres terminaban muertos de la risa. Los hermanos de Bashur no creo que los hayan acompañado en tales extremos. Son más asentados, más serios, pero no por eso menos implacables cuando hay una ganancia de por medio. De la hermana no sé mayor cosa. Me parece que, hasta ahora, la tenían oculta. Ya sabe cómo es eso entre musulmanes. Si ahora quiere emanciparse es que debe tener un carácter tremendo. Es cosa de ir, ver y hablar».

Así lo hizo. Aquí me voy a ver en la obligación de hacer uso de la memoria con la mayor fidelidad posible, para transcribir las palabras de Iturri. El encuentro con Warda en el
Alción
, de no relatarse con ciertos elementos que él subrayó muy particularmente, tiene el riesgo de caer en la manida intrascendencia de las historias del género rosa. Nada podría falsear tanto el relato, despojándolo de su condición fatal e insostenible, como teñirlo de un matiz semejante. Trataré, pues, de ceñirme con la mayor fidelidad a las palabras de mi amigo.

Llegaron a Pola en la noche, después de un viaje de casi dos días lleno de cambios de trenes y largas esperas en estaciones semiparalizadas por las endémicas huelgas italianas. Bashur y el Gaviero se fueron al muelle porque querían dormir en el barco. El capitán prefirió hacerlo en un hotel del puerto. Tenía, además, la impresión de que deseaban hablar primero, sin testigos, con la propietaria del
Alción
. Jon cayó en la cama como un tronco y durmió hasta las nueve de la mañana siguiente. Cuando abrió la ventana de su habitación se dio cuenta de que estaba frente a los muelles. Bastaba atravesar la calle para internarse en ellos. De todos los buques que cargaban y descargaban en el puerto, ninguno le pareció que tuviera las características propias del barco que, en breve, podía ser suyo, así fuera en parte. Recordó que le habían dicho que estaba en los astilleros, sometido a reparaciones sin importancia. Cuando bajó, Bashur y su amigo lo estaban esperando en la calle. Paseaban frente a la puerta del hotel, abstraídos en una conversación que nada tenía que ver con el motivo del viaje. «Este par de pájaros —pensó— deben traer entre manos cosas bastante más complicadas y turbias que la historia del carguero. No quisiera tenerlos jamás como enemigos». Lo saludaron muy cordialmente y empezaron a caminar hacia el muelle. Iturri les comentó que no había visto el barco desde la ventana de su cuarto. «Está detrás de ese buque sueco que hace turismo hasta Tiflis», le explicó el Gaviero con lo que le pareció al vasco un dejo de ironía. Siguieron andando y, en efecto, detrás del gran trasatlántico de una impoluta blancura, estaba el
Alción
recostado en el muelle en actitud cansina. Le habían dado una ligera remozada que no alcanzaba a esconder las huellas de un largo navegar por los climas y latitudes más inclementes del globo. El vasco había conocido, desde luego, toda suerte de barcos con largos historiales y notables cicatrices. Éste los superaba a todos en su destronada andadura. Sintió que se le encogía el corazón. ¿En qué iba a meterse, navegando en ese desecho de puerto en puerto en busca de una hipotética carga? Su raza ha hecho del silencio un arma acerada e insondable. Sin decir palabra subió detrás de los dos hombres que continuaban, con modales un tanto discutibles, su diálogo de la calle. Entraron a la que debía ser la cabina del capitán. Estaba recién pintada y los bronces pulidos con una aceptable minucia. Pero la litera, la mesita —uno de cuyos extremos estaba fijado a la pared con dos bisagras que permitían levantarla y asegurarla al muro para ganar más espacio— y un par de sillas de pesada caoba, mostraban un implacable uso imposible de maquillar, un desgaste irremediable casi digno de un museo. Eran, evidentemente, anteriores a la Gran Guerra. Bashur sacó unos planos amarillentos de una pequeña cómoda fijada sobre la litera y los extendió sobre la mesa. Eran los del barco. Sobre ellos comenzó a explicar al probable socio de su hermana las características de la nave. «Ya recorreremos la sala de máquinas, las bodegas y todo lo que quiera ver. Por ningún motivo quisiéramos que tome una determinación apresurada. Sé que el barco no constituye, precisamente, un modelo que despierte el optimismo. Pero es engañoso en esto, resiste mucho más de lo que su aspecto autoriza a suponer». «Charla de levantino y verdad por partes iguales», pensó Iturri y se concentró en el estudio de los planos. En ésas estaban cuando sintió que la luz que entraba por la puerta daba paso a una semitiniebla repentina. Alguien en el umbral lo estaba mirando. Levantó la cabeza y no pudo decir nada. Lo que vio es prácticamente imposible de poner en palabras. Un brillo de malicia en los ojos del Gaviero le transmitía un mudo «se lo dije», entre insolente y benévolo.

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