Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—Es natural que se sienta así. Siempre le sucede lo mismo. Vamos a sacarlo como sea —había tal firmeza en sus palabras que mi opinión sobre la suerte del Gaviero se tiñó de un optimismo no por gratuito menos consistente.
Al día siguiente comenzamos las diligencias. Esa misma tarde visitamos a un abogado cuyo prestigio descansaba en el éxito de sus gestiones en favor de extranjeros con problemas judiciales en España. Durante varias semanas, Fátima y yo nos movimos de una oficina a otra, llevando memoriales y entrevistando funcionarios de la más diversa índole, acompañados del diligente jurista. Era un desfile de rostros circunspectos, herméticos y distantes, que no autorizaban la menor esperanza. Entretanto, comencé a darme cuenta de que la compañía de Fátima Bashur daba a todas estas gestiones un encanto muy peculiar. Debo advertir de mi repugnancia a todo contacto con el mundo burocrático vinculado con la justicia. En somero examen de conciencia, después de la cena con Fátima en La Puñalada, durante la cual abordamos temas un tanto más personales, al margen del caso de nuestro amigo, llegué a la conclusión de que comenzaba quizás a enamorarme de la hermana de Abdul. El asunto tenía sus bemoles. Conocía ya a Fátima lo suficiente como para saber que ni era mujer para
flirts
superficiales ni yo le interesaba más allá de una normal simpatía, siempre en relación con las responsabilidades que le había transmitido su hermano. Por fortuna me daba cuenta de la situación y decidí ni siquiera insinuar a Fátima lo que comenzaba a sentir por ella.
Los problemas de Maqroll hallaron solución por la vía más inesperada e imprevisible. Una noche, en el bar de Boadas, adonde mi amigo Luis Palomares me había introducido con recomendación de que me atendieran muy especialmente, estaba ensayando, por enésima vez, la fórmula ideal del
dry martini
, cuando se me acercó un inglés, a todas luces funcionario del consulado de Su Majestad en Barcelona, para proponerme un par de variaciones que podrían llevarnos al paradigma de ese coctel inalcanzable. Los resultados fueron positivos pero no convincentes; en cambio, la experiencia nos llevó a entablar una relación todo lo cordial que permiten los isleños de John Bull. No sé cómo se me ocurrió comentarle la razón de mi estadía en Barcelona, sin entrar, desde luego, en mayores detalles. Se interesó de inmediato en el tema y, al final, se limitó a decirme, con la flema ya consabida:
—Vaya a verme mañana al consulado. Se me ocurre que tal vez algo se pueda combinar en favor de su amigo. ¿Me dijo usted que viaja con pasaporte expedido en Chipre, verdad?
Le confirmé ese detalle y nos despedimos con la promesa de intentar en otra ocasión la fórmula ideal para el
dry martini
.
Al día siguiente me presenté en el consulado británico. Mi compañero del Boadas, sin perder su cordialidad anterior, había adquirido un acento más oficial y algo distante. Me llevó a su despacho y, cerrando la puerta, entró de lleno en el asunto. Maqroll tenía un pasaporte expedido en Chipre durante el dominio inglés. Por una cadena de circunstancias, que no entró a pormenorizar, Inglaterra tenía particular interés en que España concediera la libertad a ese súbdito inglés para así poder dejar libre en Gibraltar a un ciudadano español, detenido allí por habérsele sorprendido en sospechosas conexiones y que el gobierno de Madrid reclamaba con insistencia. Se trataba de recibir algo a cambio para no establecer un precedente inaceptable. Yo creí estar en medio de una intriga digna de las novelas de Eric Ambler, pero el resultado final no pudo ser más halagüeño. Maqroll salió libre, después de haber permanecido en la Cárcel Modelo por casi tres meses. Debía regresar a Chipre y ponerse a disposición de las autoridades. El barco sería incautado y los funcionarios de la aduana decidirían qué hacer con él.
Fátima había gastado apenas una modesta parte del dinero que trajo y esto tranquilizó bastante al Gaviero, que conocía la situación un tanto estrecha por la que pasaban la familia y el mismo Abdul. Maqroll partió para Chipre en un barco griego, llevando consigo ese pasaporte que lo había salvado y sobre cuya autenticidad había razones para abrigar las mayores dudas. En el muelle, el Gaviero, al despedirse, me comentó mientras sonreía con malicia:
—Muchas gracias por todo. Me alegro de que esto no haya sido más fastidioso para ustedes. Mire lo que son las cosas de la vida; yo salgo libre y usted ha estado a punto de caer en una prisión, encantadora, es cierto, pero llena de consecuencias incalculables. Recuerde siempre que Allāh cuida a sus mujeres, amigo. Es importante tenerlo en cuenta cuando se anda por tierras del Islam.
El mismo día, en la tarde, Fátima tomaba el avión de regreso a Beirut. La acompañé en todos los trámites y, cuando se dispuso a pasar por la Policía de Emigración, me miró un instante fijamente y, después de acercarme las mejillas para recibir mi beso de despedida, me dijo con voz un tanto opaca a causa de su natural timidez:
—Fue un gran placer conocerlo y le agradezco su prudente caballerosidad, no muy común, por cierto, entre los hombres occidentales. Lo felicito y le quedaré reconocida para siempre. Adiós.
Era un adiós tan definitivo que me quedó grabado durante largo tiempo. Muchas veces hube de preguntarme luego qué hubiera sucedido de adoptar con Fátima las tácticas del Caballero de Seingalt. Siempre nos queda esa duda en tales ocasiones. Que las mujeres son insondables es un lugar común ya inmencionable, pero menos divulgado, como es obvio, es que los hombres somos una especie inconsecuente y fantasiosa y es allí donde perdemos siempre la partida.
De aquel encuentro con la hermana de Abdul en Barcelona perduran un rostro cuya armonía pertenece al tiempo en que la Hélade penetró en el Oriente, una voz aterciopelada y cálida y una serenidad de movimientos y reacciones que tenía mucho de bizantino. Todo esto percibido como algo que no me era dado y cuyo disfrute se antojaba inconcebible. Ahora, muchos años después, en una helada estación de tren, en plena Bretaña azotada por la lluvia, me encontraba con Fátima, sujeta ya a esa inclinación a la corpulencia, característica de las mujeres mediterráneas que se acercan a la cincuentena, el rostro aún hermoso, pero maculado por ciertos signos de cansancio y cuya serena sonrisa se mantenía con una ligera inflexión en la comisura de los labios, signo de años de lentas decepciones y mezquinas angustias cotidianas. Volvía a mirarme con una mezcla de asombro y simpatía y yo trataba de hilvanar triviales preguntas, tales como: ¿qué había sido de ella en todos esos años? ¿Quién era el niño que llevaba en brazos? ¿Qué era de sus hermanas? Tantas cosas habían pasado desde el lejano episodio de Barcelona que cada respuesta hubiera requerido largas horas. Es verdad que teníamos varias por delante, pero ella se limitó a responderlas en forma sucinta pero amable. Poco después de su visita a Barcelona, se casó con un primo lejano, que le habían asignado desde pequeña. Era un comerciante en telas, acomodado y metódico, que siempre la trató como a una niña. Tuvo con él tres hijos. El niño que traía en brazos era un nieto que llevaba a París para someterlo a un tratamiento en la columna. Sus padres vivían en Brest, donde el hijo de Fátima seguía un curso de comunicaciones navales. Era segundo oficial de la flota mercante libanesa. El muchacho se había caído mientras jugaba en las escolleras y sufría dolores en la espina dorsal. Fátima quedó viuda hacía ya más de diez años y estaba dedicada por entero a sus nietos. Los otros dos hijos, también varones, ya estaban graduados, uno era abogado y el otro oculista, casados ambos. Su hermana mayor, Yamina, había fallecido poco después de Abdul. Warda continuaba su vida retirada y silenciosa, entregada a trabajar para la Cruz Roja libanesa en auxilio de los refugiados palestinos. Pasamos a otros temas y personas con las que nos unían vínculos comunes. De Maqroll hacía mucho que ninguno de los dos sabía nada. Mis últimas noticias eran de Pollensa, en donde cuidaba unos astilleros abandonados. Pude notar que, cuando mencioné al Gaviero, sus facciones se coloreaban levemente y su voz adquirió una intensidad diferente. Pensé si no habría estado alguna vez enamorada de él. Fatalmente acabamos hablando de Abdul. Había sido su hermano consentido y más próximo. Le seguía en edad y habían crecido juntos.
—La bondad de Abdul —comentó— tenía una condición muy especial. No era evidente, no se manifestaba en actos notorios. La llevaba muy adentro, escondida, pero siempre dispuesta a ejercitarse. Nos quería a todos, incluyendo a sus amigos, con una atención permanente, vigilante pero discreta, que lo hacía indispensable, nunca se lograba saber muy bien para qué. Era como un ángel protector cuya ausencia dolía. En su trajinada vida supo de las situaciones más contradictorias, sin parar jamás mientes en si estaba fuera o dentro de la ley. No tuvo más ley que la que dictaban sus sentimientos. Bueno, usted lo conoció bastante. No sé por qué le digo todo esto.
Le respondí que, en verdad, no lo había tratado tan de cerca y buena parte de lo que sabía de él venía del Gaviero, éste sí su inseparable camarada y cómplice de andanzas de todo orden. Nos habíamos visto dos o tres veces en la vida. Había, sí, comprobado que la dedicación por la gente de sus afectos era una constante de su carácter. Maqroll solía hablarme de él con ese acento mitad afectuoso y mitad festivo con el que nos referimos a un hermano menor. Yo guardaba muchas cartas y relatos en los que el Gaviero hacía mención de Abdul y que me había confiado cuando comencé a relatar sus andanzas.
—Pues yo le puedo completar esa información —repuso Fátima conmovida—. Guardo muchas cartas de mi hermano y documentos relacionados con sus viajes y empresas. Si le interesaran, con mucho gusto se los enviaré. Estoy segura de que sabrá hacer mejor uso de ellos que nosotros. Los conservamos guardados en un baúl, por cariño a su memoria.
Acepté su ofrecimiento y le escribí en una tarjeta mi dirección para que me hiciera llegar esos papeles. Con ello iba a completar, sin duda, los datos que necesitaba para relatar a cabalidad algunos incidentes de esa vida que por tanto tiempo transcurrió paralela a la de mi amigo Maqroll el Gaviero.
Nuestra charla continuó, volviendo sobre los mismos asuntos. Fátima conservaba su encanto, difícil de precisar, hecho de conformidad hacia la vida y sus sorpresas y de un arraigado sentido de la realidad que dejaba a un lado toda exageración y toda fantasía que acababa desvirtuando la escueta verdad de cada día. Fátima admiraba mucho a su hermano Abdul, su preferido, que vivió una existencia tan agitada como irregular. Algo de esto le comenté y ella me dijo, en tono de quien busca definir algo que, hasta entonces, no se había planteado:
—Ya sabemos que Abdul siempre fue muy inquieto. Nunca se conformó con aceptar las cosas como la vida se las iba ofreciendo. Jamás, sin embargo, lo movió una auténtica ansia de aventura, ni el deseo de vivir experiencias fuera de lo común. Era práctico y metódico en su insaciable deseo de modificar el curso de las cosas y corregir lo que, para él, fue siempre capricho inaceptable de unos pocos, precisamente aquellos para quienes están hechas las leyes y códigos que encarrilan la conducta de las personas. Su frase favorita fue siempre: «Y por qué no más bien intentamos esto o lo otro», y proponía luego la transgresión radical de lo que se le planteaba como regla inamovible. Pero siempre lo hacía apegado a un juicio sobre la gente que nada tenía de indulgente. Sobre nadie se hizo jamás ilusión ninguna, pero creía con inconmovible certeza en los lazos de afecto que lo unían a parientes y amigos. Una cosa no anulaba la otra. Es difícil de explicar y, más aún, de entender, pero así era.
Me sorprendió la inteligente apreciación de Fátima de los matices y aparentes contradicciones del carácter de su hermano, que yo había advertido ya pero nunca logré precisar. Volvimos al Gaviero y le pregunté si, entre los suyos, no se pensaba que Maqroll hubiera podido ser un factor de descarrío para su hermano, sobre todo durante el último período de la vida de Abdul, en el que éste recorrió los más sombríos senderos de los bajos fondos del Oriente Medio. Fátima me miró con extrañeza y se apresuró a responder:
—Nunca pensamos tal cosa. Abdul no era hombre para dejarse desencaminar por nadie. Desde un principio entendimos que, sencillamente, había topado con alguien que compartía muchas de sus maneras de ver la vida. Por eso anduvieron juntos tanto tiempo. Ellos, en cierta forma, se complementaban. Maqroll fue un buen amigo nuestro y su recuerdo está tan presente como el de Abdul —yo había hecho la pregunta con intención de auscultar un poco más en los sentimientos de Fátima con respecto al Gaviero, pero había apuntado con evidente torpeza.
Cuando llegó el momento de tomar el tren para Saint-Malo, me puse en pie y ella también lo hizo, a pesar de llevar en brazos a su nieto. Nos despedimos con pocas palabras. Nos dábamos cuenta, en ese instante, de que habíamos levantado una nube de recuerdos tan delicados como difíciles de manejar en esas circunstancias y pasado tanto tiempo. La besé en ambas mejillas y ella lo hizo también con efusión espontánea y no disimulada. Subí al tren y, desde mi ventanilla, vi que seguía despidiéndose tras de los vidrios, opacos de hollín y de humedad. Pasaron varias horas antes de que pudiese ordenar un poco el remolino de nostalgias y sentimientos encontrados que me había suscitado el encuentro con Fátima.
Apenas había transcurrido un mes, cuando recibí un voluminoso paquete de cartas y algunas fotografías, que enviaba Fátima desde El Cairo. En carta que acompañaba el envío, me explicó que se había establecido en Egipto, porque la situación de su país era en extremo crítica y violenta. Fue así como llegó a mis manos la documentación necesaria para cumplir con mi viejo propósito de recrear, para mis improbables lectores, algunos episodios de la vida impar y accidentada del más fiel y viejo amigo del Gaviero. La memoria tiene para nosotros la piadosa condición de preservar ciertos recuerdos al margen y por encima del desencanto que nos puedan infligir los años con sorpresas como la que tuve en Rennes. Por eso, siempre que pienso ahora en Fátima, me viene a la mente la muchacha con rostro de medalla indohelénica, firmes hombros y miembros elásticos que se me apareció en Barcelona para sacar de apuros a Maqroll el Gaviero y no la mujer madura y robusta, llevando un nieto en brazos, con la que me enfrentó el azar en la lluviosa Bretaña.
De inmediato me dediqué a revisar los papeles enviados por Fátima. Con ellos venían, como ya dije, algunas fotografías de Abdul en diferentes épocas de su vida. Hubo una que me llamó la atención en forma muy especial. Mostraba a un niño de siete u ocho años, observando con asombrado interés un montón de hierros retorcidos y calcinados, aún humeantes. Algunas partes no destruidas por el fuego indicaban que se trataba de un avión que había caído a tierra momentos antes. El niño miraba la escena con sus grandes ojos oscuros, uno de los cuales bizqueaba ligeramente. La cabellera encrespada y también oscura completaba su evidente aspecto levantino. Al fondo se alcanzaban a ver los nevados montes del Líbano. Al reverso de la foto estaba escrito en esmerada caligrafía árabe: Abdul a los ocho años de edad. Me puse a clasificar los papeles y a reunir en orden cronológico, hasta donde ello era posible, los que se referían directamente a las andanzas de Bashur por las más diversas y distantes regiones del globo, dejando de lado, desde luego, los que hacían referencia a circunstancias familiares o a los negocios de sus parientes inmediatos. A partir de estos documentos y de mi recuerdo de los varios encuentros que tuve con Abdul, me pareció tener material suficiente para un relato de modesta extensión, que podría merecer el interés de quienes han seguido las peripecias del Gaviero y conocen ya algunos de los episodios de las mismas en donde su amigo y cómplice libanés figura como coprotagonista. Este empeño mío se ha de cumplir, pues, dentro de un marco bien poco convencional y para nada conforme a como debe contarse una historia. Dar unidad cronológica a mi relato es de todo punto imposible. Las fechas de los papeles en mi poder no son de fiar, cuando aparecen. En la mayoría de los casos, la ausencia de toda indicación impide ubicar la época del relato. Además de los documentos escritos, parciales y no siempre ricos en detalles, he tenido que acudir a los testimonios escritos del mismo Maqroll y al recuerdo de lo que, por voz propia, me narró en múltiples ocasiones. Pero no creo que esta irregularidad cronológica tenga mayor importancia. El rigor que exige la biografía de un personaje de la historia viene a sobrar cuando se trata de «los comunes casos de toda suerte humana». Bien está, sin embargo, comenzar narrando las circunstancias de mi primer encuentro con Abdul Bashur; dejando luego que los hechos se ordenen por sí mismos, que tampoco la vida suele ceñirse siempre al rutinario paso de los días. A menudo opta por someternos a mudanzas y repeticiones que la hacen, por esencia, imprevisible y voltaria. Veamos pues cómo conocí a Abdul Bashur.