Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (67 page)

Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online

Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
11.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

»La silueta pesada y negra del barco no tenía un aspecto muy acogedor. Era uno de esos cargueros armados en Kiel, allá por los años veinte, en plena crisis de postguerra, en cuya chata presencia parecía reflejarse el espíritu de aquellos tiempos de hambruna y derrota en Alemania. Me presenté al capitán. Había nacido cerca de Heidelberg y tenía ese carácter amable y ligeramente irónico de las gentes del Palatinado. Dejaba al piloto y al contramaestre la responsabilidad de conducir el barco y él se dedicaba, con prolija minuciosidad, a los asuntos contables, comerciales y administrativos. Me recibió cordialmente y me pidió que lo acompañara a su cabina. Cerró la puerta y me invitó a sentarme. Sabía casi todo sobre mi historia de aprendiz de minero. Se la había relatado Lange sin mucha simpatía para conmigo. Él no le hizo comentario alguno porque no confiaba en esos personajes que tejen extensas redes desde el mostrador de los hoteles para llevar a cabo los negocios más impensados.

»—No entiendo —me comentó— cómo a un marino como usted, curtido en travesías de todos los mares navegados, puede pasarle algo semejante. Gente así debe permanecer en tierra lo menos posible. Jamás les pasa allí nada bueno. El mar también los castiga a menudo, pero nunca es lo mismo.

»No tenía ni ganas ni manera de exponerle los motivos que me habían movido a intentar esa empresa, quizá, porque yo mismo debía ignorarlos. Le contesté con algunas vaguedades convencionales y fui a guardar mis cosas junto a la hamaca que me había tocado. Allí me tendí sin pensar en nada, dejando que el cuerpo se fuera ajustando a su vieja y fiel rutina marinera. La sirena del
Luther
llamó tres veces seguidas y el barco comenzó a moverse. El ritmo acompasado de las bielas y el chapoteo de las hélices fueron devolviéndome paulatinamente la relativa serenidad, la saludable indiferencia que da el entregar nuestra suerte a los genios de las profundidades. El hastío melancólico del puerto se disolvió al poco rato. Cuando entramos en alta mar y el barco inició el lento cabeceo contra las olas, sentí que volvía a ser el de siempre: Maqroll el Gaviero, sin patria ni ley, entregado a lo que digan los antiguos dados que ruedan para solaz de los dioses y ludibrio de los hombres. Cuando desembarqué en La Rochelle, tras mes y medio de navegación sin incidentes, compartiendo la mesa bien provista y la parca pero sabrosa conversación del capitán, ya tenía en la mente varios proyectos concretos relacionados con el tráfico de madera de teca. Las minas habían pasado a formar parte del abigarrado inventario de lo ya sucedido sin remedio».

Durante un rato nos mantuvimos en silencio por no saber qué decir ante esa atribulada secuencia de incidentes, narrada por alguien que casi parecía ajeno a ella y la veía como algo natural, relegado al olvido sin pesadumbre ni reclamo. Terminamos la última cerveza entre comentarios anodinos sobre los lugares donde había vivido Maqroll sus andanzas de minero y nos fuimos a dormir casi al amanecer.

Pocos días después volvimos al Hospital de San Fernando Valley. El resultado del examen fue satisfactorio y el médico declaró al Gaviero definitivamente curado de las fiebres. Éste le preguntó si podría viajar y el doctor le contestó que no veía ningún inconveniente, siempre y cuando no fuera a tierras del trópico. Cuando salimos, Maqroll me comentó, mientras sonreía como lo hacemos cuando un niño dice algo gracioso:

—Estos médicos no tienen remedio. Primero me dice que ya estoy curado. No sabe que estas fiebres jamás desaparecen en forma definitiva. Siempre vuelven cuando uno menos lo espera. Luego me advierte que no visite el trópico, cuando le he mencionado hasta el cansancio que allí es donde suelo pasar buena parte de mi vida; en el Caribe o en el sureste asiático; o navegando entre las Antillas Menores y el golfo de México o cortando teca en Songhkla o en Tenasserim. Porque ahora pienso ir a Matarina por un tiempo al buen hombre se le olvida lo demás. Creo que tenía más seso el uruguayo que me consiguió al principio.

Argumenté que aquél era un médico de primeros auxilios, de servicio en los estudios, y que lo que él había necesitado era un especialista.

—Ésos son cuentos —me contestó dándome una palmadita en el hombro—. El uruguayo tenía más ojo y nunca hubiera caído en la necedad de prohibirme el trópico.

Le respondí que precisamente en el trópico era donde había contraído las fiebres.

—Pero si ya las tengo. La cosa no tiene remedio. Con fiebres o sin fiebres no pasará mucho tiempo sin que tenga que regresar allá. No me diga que se imagina que yo voy a vivir retirado en una casita con flores en las ventanas, en Amsterdam, en Amberes o en Glasgow. Ésos son lugares de paso, donde se cocinan los negocios y comienza la aventura, pero no para vivir en ellos mucho tiempo. Esa gente no entiende nada.

Era inútil discutir con él estos asuntos en donde se trataba de los secretos impulsos de su itinerancia. Así era y así sería siempre. Los días siguientes los dedicó el Gaviero a hablar a las compañías navieras para saber qué barco salía próximamente hacia la costa peruana. Después de mucho inquirir y argumentar, consiguió lugar como marinero supernumerario en un carguero danés, que viajaba hasta Valdivia, haciendo escala en varios puertos del Pacífico. No tendría que realizar labor alguna y pagaría una suma simbólica. Como el barco no tenía permiso de transportar pasajeros, Maqroll encontró esa fórmula para sacar del paso a la compañía naviera. Me dio la impresión de que no era la primera vez que recurría a esa estratagema. Claro que, para lograrlo, era necesario dar muestras de ser hombre curtido en las cosas del mar.

El día de la partida llegaron Yosip y su mujer para acompañarlo. Tenían el aire desolado de quien se queda en tierra extraña sin tener compañía para recordar el pasado prestigioso de años mejores. Maqroll se despidió de Leopoldo y de Fanny, su esposa, dejándolos también flotando en una especie de anticipada nostalgia de las noches de larga charla y de los prolongados silencios del Gaviero, que sin duda añorarían siempre. Cuando lo vi dirigirse hacia el auto donde lo esperábamos, no pude menos de conmoverme ante su aspecto de convaleciente sin guarida, con su camiseta color azul claro que había conocido otros tiempos, su largo chaquetón azul oscuro con botones de cuero negro, comprado quién sabe en qué almacén de prendas usadas en un puerto del Báltico, su gorra negra de marino por la que se escapaban, a los lados, mechones rebeldes y entrecanos de una cabellera indómita; sus ojos un tanto desorbitados, con ese aire de alarma de quien ha visto más de lo que se les permite ver a los hombres y su eterna bolsa de mano, en la que traía dos mudas de ropa tan castigada como la que llevaba puesta, algunos amuletos que concentraban, cada uno, quién sabe cuántos recuerdos de afectos indelebles o milagrosos salvamentos de peligros indecibles y tres o cuatro libros que lo acompañaban siempre. Se me hizo un nudo en la garganta y tuve que mantenerme en silencio al comienzo del trayecto para disimular mis sentimientos. En los largos años que había durado nuestra amistad, uno de los rasgos más permanentes e inflexibles del Gaviero era el pudor en demostrar sus afectos y lealtades. Sabía, mejor que nadie, quizá, que el olvido y la indiferencia acaban siempre borrando hasta la última huella de sentimientos que creíamos inamovibles. Los pocos que permanecían sin mudanza era mejor preservarlos en una zona de sigilo jamás violentada. No sé por qué, hasta ese momento fue cuando se me ocurrió preguntarle qué se proponía hacer en el Perú en las tales canteras. No podía pensar que, después de lo que nos había contado, pudiera interesarse en algo así fuera lejanamente relacionado con la minería.

—No, nada de eso —repuso—. Voy a encargarme de contratar y dirigir el transporte de la piedra en dos pequeños cargueros que tomaré en arriendo en compañía de dos capitanes indonesios que conozco hace muchos años y que parten desde Guayaquil hasta Matarina esta misma semana. Transportar piedra. Cómo le parece. Era lo último que me faltaba ya por hacer en el mar.

Le contesté que no me parecía más extravagante que tantas otras cosas que había hecho en el pasado. Se alzó de hombros sin decir palabra.

Cuando llegamos a los muelles del puerto de Los Ángeles, tuvimos que dejar el auto afuera y recorrer un par de kilómetros hasta encontrar el carguero danés. El capitán estaba en lo alto de la escalerilla dando algunas instrucciones a su segundo que lo escuchaba al borde del muelle. Maqroll se despidió de nosotros con un apretón de manos y sin decir palabra. Cuando ya se dirigía hacia la escalerilla, la mujer de Yosip se adelantó corriendo y lo abrazó, también en silencio, estrechándolo entre sus brazos durante un tiempo que nos pareció interminable. El Gaviero la besó en los labios y se zafó del abrazo sonriéndole cariñosamente. Ella regresó al lado de Yosip, que observaba la escena con una simpatía dolorida, mientras apretaba los labios para contener las lágrimas. Maqroll entretuvo un momento con el segundo, quien asintió con la cabeza y lo dejó subir por la escalerilla. El capitán lo esperaba arriba con muestras de sorpresa que no logramos interpretar. Los dos entraron al puente de mando mientras Maqroll, casi sin volver a mirarnos, se despedía con un amplio gesto del brazo en el que quise ver un asentimiento a las leyes nunca escritas que rigen el destino de los hombres y una muda, fraterna solidaridad con quienes habían compartido un trecho de ese camino hecho de gozosa indiferencia ante el infortunio.

Pasaron varios años sin que tuviera noticias del Gaviero. Era natural y ya estaba acostumbrado a esos prolongados períodos de silencio, interrumpidos, de vez en cuando, con el anuncio de su muerte en circunstancias siempre impredecibles y trágicas. Venía, después, el desmentido de la noticia y un nuevo trecho de mutismo hasta que un día llegaba una carta suya o nos encontrábamos en los lugares menos esperados del planeta. Esta vez sucedió como de costumbre. Iba a tomar el tren en la Zuidstation de Bruselas para viajar a Marsella cuando, antes de subir a mi modesta cabina de segunda, llegó un mensajero del Hotel Metropol donde me había hospedado, para entregarme un paquete de correspondencia que el hombre de la recepción había olvidado darme esa mañana. Una vez dispuestas mis cosas para el largo viaje que me esperaba, bajé la mesilla de mi asiento y me puse a revisar los papeles que acababa de recibir. Se trataba, como siempre, de cartas con noticias ya sabidas, invitaciones a congresos y conferencias que, o bien ya se habían celebrado, o no me interesaban, y documentos de trabajo que, junto con lo demás, fueron a parar al recipiente de la basura. Quedaba sólo un sobre ligeramente abultado, con matasellos de Pollensa, en Mallorca. Al abrirlo reconocí la letra premiosa e incierta del Gaviero. El papel ostentaba un membrete vistoso que decía «Munt y Riquer. Comerciantes en artículos para la navegación, Agentes Aduanales, Liberación de Licencias. Puerto de Pollensa, Carrer de la Llotja, 7». Los pliegos estaban amarillentos y los grabados con temas marinos del encabezado tenían un inconfundible sabor finisecular. Comencé a leer la carta interesado en saber de mi amigo, cuyo silencio empezaba a prolongarse más de lo natural. Al principio, Maqroll me daba cuenta de algunos asuntos que habían quedado pendientes en relación con una cuenta de ahorros abierta por mí a su nombre en la Caja de Auxilio del Marino de Cádiz. Era típico ese extraño orden de precedencia que daba a los temas en sus cartas. Siempre comenzaba con los más intrascendentes pero, de seguro, para él los más irritantes. Luego, como en este caso, entraba en materia narrando hechos que, por tener relación con nuestro encuentro en Los Ángeles, merecen transcribirse aquí por entero. Decía el Gaviero:

«Respecto a mi viaje al puerto de Matarina, en la costa peruana, para emprender la explotación de canteras en Santa Isabel de Sihuas, creo que vale la pena contarle en detalle lo que pasó, ya que usted se ha empeñado en compilar mis descalabros con fidelidad e interés que no acabo de comprender. El nombre del carguero danés en el que iba a embarcarme me había despertado ya cierta inquietud en la memoria, se llamaba, no sé si usted lo recuerde,
Skive
. Nombre más obvio para un buque danés no puede haber. Sin embargo, algo me decía que esa palabra tendría que serme aún más reconocible y familiar. Al final de la escalerilla, me topé de manos a boca con el capitán. Nils Olrik y su rostro de pirata bretón con un ojo mirando, como anota Werfel, a ese tercer personaje al que apuntan los bizcos; sus cabellos, ya para entonces entrecanos, de furioso color zanahoria; la lenta corpulencia de su figura, levemente agachada como para saltar sobre uno y su escrutadora mirada azul celeste detrás de las pobladas cejas; todos indicios de un carácter sanguíneo y violento usados para esconder uno de los corazones más bondadosos y afables que se pueden encontrar en las intrincadas travesías de la profesión de marino. Mi danés es casi inexistente y su inglés poco comprensible. A pesar de esto no paramos de hablar hasta que cada uno resumió para el otro los avatares de un tramo de vida harto rico en incidentes. Cuando hice por teléfono la reservación del pasaje no habían entendido muy bien mi nombre, cosa a la que estoy acostumbrado, y cuando llegó a oídos de Nils Olrik el capitán no paró mientes en el asunto. Conocí a Olrik hace muchos años. Yo trabajaba como enfermero en el hospital de un puerto de mala muerte perdido en el inextricable delta del Mississipi. Nils llegó allí con una pierna destrozada por una grúa del barco en el que era segundo oficial. La recuperación fue larga y penosa pero, finalmente, había logrado salvar la pierna y caminar sin otra consecuencia que una leve cojera que le daba un aire aristocrático. Nils era entonces un joven danés que no llegaba a la treintena, entusiasta y jovial, que se había convertido en el más fiel oyente de mis historias y peripecias. Cuando fue dado de alta, éramos ya viejos amigos. En alguno de los recuerdos que usted ha publicado sobre mí, aparece mi descripción del Hospital de la Bahía. Allí, con una dimensión un tanto lírica y desorbitada, quedan consignadas mis experiencias en ese lugar. No menciono el nombre de Nils pero el ambiente en el que transcurrió su enfermedad está descrito allí con alguna fidelidad. La vida nos reunió luego en distintas ocasiones. Nils alcanzó el grado de capitán de navío mercante y llegó a ser conocido en casi todos los puertos del mundo. En uno de nuestros encuentros, me contrató con una misión un tanto ilusoria y poco usual en un carguero. Se trataba de servir de intermediario con los miembros de una familia turca, diseminada por varios puertos del Caribe, que manejaba importantes negocios de exportación e importación. Ladinos y escurridizos, inescrupulosos y agresivos, los Kadari eran temidos por todos los capitanes que trataban con ellos. Nils tuvo la peregrina idea de aprovechar mi dominio de la lengua turca y de los vericuetos del carácter otomano para presentarme como intermediario en los negocios que tenía con el temible clan. Fue una época llena de regocijados episodios en donde nuestra astucia intentaba, cada vez, vencer la milenaria marrullería de los Kadari. Cuando lo conseguíamos, era motivo de estruendosas celebraciones en donde corría el ron durante varios días. Cuando ellos nos ganaban el punto, nos contentábamos con guardar reservas de rencor para la próxima ocasión. La cosa pudo complicarse muy gravemente cuando, en Port-au-Prince, Nils Olrik se encerró en su camarote durante varios días con una negra magnífica que era amante de Kemal Kadari y de la que el turco estaba enamorado con una intensidad cercana a la demencia. El hombre intentó subir al barco acompañado por tres negros hercúleos que se decían hermanos de la muchacha. Con la ayuda de un grupo de marinos de confianza, acostumbrados a esta clase de refriegas, logramos mantener a raya a Kadari y a sus acompañantes y tirarlos por la borda mientras alzábamos la escalerilla de acceso al barco. A la mañana siguiente subieron las autoridades haitianas para exigir la entrega de la hembra, a quien habíamos logrado bajar en uno de nuestros botes salvavidas y dejar en el otro extremo del muelle. Las intenciones de los Tonton Macoure no eran, como es obvio, las más amistosas pero, al no encontrar a la bella secuestrada, se amansaron algo y, con algunos dólares sabiamente repartidos, se fueron sin mayor ceremonia. Años después, tuve la oportunidad de poner en contacto a Nils con mi amigo Abdul Bashur, quien lo tuvo como capitán de uño de los cargueros de la familia, hasta la primera bancarrota de ésta. Sería interminable contarle ahora otros de los episodios vividos en común con este danés cuya bondad, como ya le dije, era proverbial y cuya firmeza y admirable vocación de marino era recordada por todos los que tuvimos la suerte de trabajar con él.

Other books

The Cast Stone by Harold Johnson
Ember by Mindy Hayes
What Matters Most by Bailey Bradford
Stalking Ivory by Suzanne Arruda
Truth or Dare by Jacqueline Green
Aarushi by Avirook Sen