Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (88 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Durante el resto del día permanecí en mi habitación. En dos ocasiones Cathy subió con una taza de té y tostadas. Era lo único que podía ingerir sin que me viniera la náusea que iba desapareciendo paulatinamente. Así me pude enterar de muchos aspectos de la vida de Glanmor Conway, no todos edificantes por cierto, y algunos más bien sombríos. Cuando Cathy llegó a la casa de su lejano pariente, no era aún una adolescente. Conway la ocupó como sirvienta en sencillos oficios que supervisaba una vieja criada del país de Gales que escasamente hablaba inglés. Cuando Cathy se convirtió en una mujer hecha y derecha, el hombre envió a la anciana a su villorrio perdido en los montes de Radnor y metió a la muchacha en su lecho al tiempo que cargó sobre ella todos los quehaceres de la casa. Conway pasaba ya los setenta años y era profundamente desconfiado. Jamás dejaba salir a Cathy como no fuera a la tienda de ultramarinos de la esquina y llevaba estricto control del tiempo que le tomaban estas diligencias. Al parecer el viejo había abandonado poco a poco sus contactos con la muchacha y ahora sólo la usaba como sirvienta.

Dos días después de mi arribo a casa del armador, Cathy apareció una noche apenas cubierta con una sábana y se instaló a mi lado cubriéndome de caricias. Pasamos la noche juntos y la joven resultó ser más inocente de lo que yo había supuesto, si bien en cada abrazo entraba en una especie de trance en el que era muy difícil establecer el límite entre la simulación y la sinceridad. Me di perfecta cuenta de que, por ese camino, sólo lograba complicar aún más mi situación, ya de suyo bastante precaria. Cuando llegó Sverre Jensen sentí un alivio liberador. Le conté todo lo sucedido y me miró con expresión de la mayor extrañeza. Terminé la historia y se limitó a comentar con su proverbial laconismo:

—Hay algo en todo esto que no se ajusta a lo que sé de Conway. Ya veremos cuando regrese cómo se aclara todo. Lo que necesitamos es que nos facilite el barco sin mucha demora porque la temporada del atún se abre dentro de unas semanas. Por ahora, Maqroll, yo te aconsejaría que te olvides de la tal Cathy, que trae más gatos en la barriga de los que a primera vista parece.

Antes de seguir adelante se me ocurre que sería bueno poner al lector al tanto de quién era mi buen amigo Sverre Jensen, viejo lobo de pesquerías en el Pacífico norte y hombre de un corazón cuya nobleza sólo era comparable al recio pudor con que sabía esconderla. Nos habíamos conocido en la cárcel de Kitimat, en la Columbia Británica, adonde había ido yo a parar acusado de adulterio con una joven piel roja que vivía con un polaco energúmeno, quien se convirtió en mi acusador y amenazaba con matarme. Jensen estaba allí por haber intervenido en una riña de taberna en donde resultaron muertos a puñaladas dos portugueses que nadie supo de dónde vinieron. El cuchillo con el que habían quitado la vida a los lusitanos era de propiedad de Sverre, pero éste aseguraba que, al comenzar la trifulca, se lo habían quitado de la vaina que traía asegurada en el cinturón. Dos meses compartimos la misma celda soportando un frío que, en la madrugada, nos dejaba ateridos y al borde de la congelación. Durante el largo encierro tuvimos ocasión de intercambiar nuestras experiencias y en muchas de ellas coincidieron lugares y circunstancias en forma tan curiosa que, a menudo, nos interrogamos sorprendidos de no habernos conocido antes. La inocencia de Sverre logró probarse al fin gracias a la indiscreción de un negro de Carolina del Sur a quien, en plena embriaguez, se le ocurrió comentar en una cantina la forma como había dado muerte a dos portugueses que tenían pacto con el diablo y traficaban con negros sacados de Angola con engañosas promesas de trabajo en América. Después se descubrió que el hombre no estaba en sus cabales y había cometido los homicidios en un momento de insania frenética. Yo salí casi por los mismos días al retirar sus cargos el ofendido varsoviano. Fue entonces cuando comenzamos a andar juntos Jensen y yo. Primero contratados en diferentes pesqueros como simples jaladores de redes y, luego, como dueños de nuestra propia barca pesquera de dos mástiles, que pudimos adquirir gracias a una módica herencia que recibió Sverre al morir un hermano suyo solterón que era juez de paz en Bergen. Completé el dinero que faltaba con lo que había guardado durante el tiempo en que fuimos jaladores de redes, ahorro que me impuso Jensen conociendo mi poca o ninguna tendencia a pensar en el futuro. No es éste el momento de hacer un recuento de lo que pasamos Sverre y yo durante los años en que anduvimos juntos, empeñados en la azarosa empresa de vivir de la pesca. Ya vendrá la ocasión de volver sobre esto.

Sverre no había cambiado un ápice a pesar de los años transcurridos. Pertenecía a esa especie de escandinavos que se estacionan a mitad de su vida en un tipo físico que los acompaña hasta el último día. Su corpulenta y recia humanidad parecía haber sido armada con piezas de otros cuerpos de la misma raza pero de distinta proporción. También el rostro, alargado y huesudo, tenía esa desarmonía salvada sólo por la expresión siempre sonriente de los ojos y un aire de bondad imposible de ubicar en ninguna de sus facciones. De pocas palabras en su trato ordinario, era también capaz de cambios de humor desaforados y temibles que podían convertirlo, en un instante, en una avalancha devastadora e impredecible. No era ninguna causa física la que desencadenaba estas iras, era más bien una cierta clase de injusticia gratuita producida por la estupidez de sus semejantes. En una ocasión le vi romper una mesa de un puñetazo, como si fuese de papel, cuando el patrón de una taberna de Amberes golpeó a una de las meseras del lugar que había dejado caer la bandeja llena de jarros de cerveza. Cinco gigantes de la policía portuaria lograron controlarlo después de una lucha que dejó a tres de ellos listos para ir al hospital.

Cuando le conté a Jensen la acogida que me había dispensado Cathy, mi amigo no quedó muy convencido y, como ya lo dije, me previno contra la sobrina del galés. Como éste, pasados varios días, no daba señales de vida, resolvimos indagar con Cathy sobre el paradero real del armador. Las respuestas de la muchacha fueron de una vaguedad inquietante y Jensen se propuso investigar por su cuenta el asunto. Para acabar de complicar las cosas, la joven intentó una noche meterse en la cama de Sverre, usando la misma desenvoltura que había aplicado conmigo. El noruego la sacó con cajas destempladas. Ya le corrían sospechas sobre las intenciones de la joven. Pasaban los días y nuestro dinero estaba llegando a su término cuando, por una casualidad inaudita, cayó en manos de Sverre un trozo de papel escrito a lápiz que apareció en las páginas de una Biblia que mi amigo, como buen protestante, leía de vez en cuando. Era una dirección en Portsmouth, prácticamente ilegible, y un número de cinco cifras que era fácil colegir que correspondía a un teléfono de esa ciudad. Resolvimos llamar desde un bar qué frecuentábamos a diario y nos contestó Glanmor Conway en persona. Nuestra sorpresa no fue muy grande, ya que algo sospechábamos del famoso cuento de Bristol forjado por Cathy. Lo que supimos por boca de Conway nos acabó de ilustrar sobre el delirante infundio en el que habíamos caído, yo el primero y sin excusa posible. La casa en Brighton estaba en venta y Conway había dejado allí a su presunta parienta para que ayudase al personal de la agencia encargada de mostrar el inmueble. Con Cathy, Glanmor nos había dejado razón de comunicarnos con él, toda vez que había resuelto liquidar definitivamente su negocio y vendido las embarcaciones que aún estaban registradas a su nombre. En ningún momento había dado instrucciones para que nos alojásemos en su casa, cuyo uso y administración corrían, como era obvio, por cuenta de la agencia inmobiliaria. Sentía mucho la burla de la que habíamos sido víctimas y nos prevenía muy seriamente contra las artimañas de Cathy, que había pasado al servicio de la agencia desde el momento en que Conway abandonó Brighton. Desde luego, debíamos abandonar el sitio de inmediato, si no queríamos tener problemas con los corredores de finca raíz que entenderían nuestra presencia allí como una flagrante violación de domicilio.

Convinimos, antes de volver a la casa de Conway, en salir de allí de inmediato sin dar explicación alguna a Cathy. La joven nos vio arreglar nuestras cosas y no abrió la boca para interrogarnos sobre nuestra partida. Cuando descendíamos la escalera gritó desde el desván:

—¡Qué par de imbéciles. Aquí hubieran podido vivir todo el tiempo que quisieran sin pagar un centavo! No entendieron nada —esto lo decía entre risas histéricas.

Regresamos a la pensión de la italiana, quien aceptó que Sverre durmiera en un sofá arrumbado en la habitación que yo había ocupado antes y sólo cargó unos pocos
shillings
de más. El único comentario que hizo fue:

—Dudo que vaya a caber allí. No había visto un hombre tan grande.

Jensen volvió a mirarme como preguntándose si todas las mujeres que se cruzaban ahora en nuestro camino se habían vuelto de repente un poco tocadas. Me alcé de hombros y le propuse que hiciéramos cuentas de nuestros haberes porque temía que, entre ambos, no reuníamos dinero para sostenernos por mucho tiempo. El balance era justo. Comiendo una vez al día y prescindiendo del siniestro escocés de los bares de Brighton, el dinero apenas nos alcanzaba para subsistir un par de semanas a lo sumo. Como ésta ha sido por lo común mi situación desde cuando tengo memoria, el asunto no me preocupaba en demasía. Jensen, nórdico mesurado y austero, entró en un pánico que trataba de disimular sin conseguirlo.

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Maqroll? El viejo Conway nos hubiera arrendado el barco y adelantado algún dinero. En eso confiaba yo para seguir adelante. Te confieso que no se me ocurre nada —la voz le salía de la garganta con tono pastoso que transmitía un melancólico desánimo que no podía ser más inoportuno en ese momento.

—Para comenzar —le dije, poniendo en mis palabras un entusiasmo que en verdad no me salía muy convincente—, hay que dejar esta horrible ciudad que es la que nos ha traído todos estos descalabros. Sus edificios victorianos y los no menos ominosos del ilustre heredero, no pueden sino atraer la malaventura. ¿Sabes por qué, entre otras cosas? Porque los han construido frente al mar y ésa es una afrenta que los dioses no perdonan. Todos esos rostros descoloridos y ávidos de la gente, que anda como zombie por las calles de Brighton en su deseo de olvidar el hastío londinense, nos dicen que estamos en tierra de difuntos. ¿No te das cuenta de que aquí todo es de mentira y por eso todo vuelve a ser verdadero? No hay sino la muerte vigilando las grandes bóvedas de cristales coloreados, los retorcidos hierros que tratan de repetir épocas abolidas y el rebaño de borregos que no saben a qué vinieron. Con el dinero que nos queda vámonos de aquí no importa adónde, pero vámonos.

Sverre estaba acostumbrado de tiempo atrás a mis fobias e imprecaciones y consintió en que huyéramos de inmediato. En efecto, al día siguiente nos metimos en un carguero que iba a Saint-Malo y en el que nos permitieron tender nuestras hamacas en una cabina al lado del cuarto de máquinas, en medio de un estruendo de todos los demonios y un olor a diésel que quitaba el apetito. De mí sé decir que me sentí en el paraíso sabiendo que nos alejábamos de esa siniestra pesadilla, refugio de una
middle class
que, en verdad, se muere de hambre conservando una dignidad ficticia. Dos días con sus noches duró la travesía porque tuvimos que hacer escala en Cherburgo para descargar no sé qué mercancía. He navegado en toda clase imaginable de navíos, pero nunca había surcado las aguas en un armatoste semejante al
Pamela Lansing
, nombre que sólo servía para aumentar la grotesca desventura de su aspecto. Según nos lo confesó su capitán, un irlandés que parecía haber sido rescatado a último momento del patíbulo, el barco había servido para transportar tropas a Gallipoli durante la Primera Guerra Mundial. Con esto estaba todo dicho.

Cuando descendimos en Saint-Malo aún persistía en nuestros oídos el infernal traqueteo de las máquinas y de las planchas del casco del
Pamela Lansing
. Pero fue durante esos dos días con sus noches cuando tuve la revelación de que un sombrío presagio pendía sobre el destino de mi buen Sverre. Trataré de relatar cómo llegué a esa certeza sin que mi amigo hubiese proporcionado en forma explícita ningún dato que me permitiese acoger tan funesta certidumbre. Desde cuando nos encontramos en Brighton percibí en él, por debajo de su cordial acogida, un cierto cansancio, algo como un despego de los asuntos y trabajos que antes absorbían la totalidad de su mesurado entusiasmo. Por otra parte, era evidente que la causa de esta condición no era física; estaba tan rebosante de salud y vigor como antes. Provenía de algún rincón del alma desde el cual emanaba una substancia tóxica que lo distanciaba paulatinamente de las cosas del mundo. Como sabía que sus convicciones religiosas se concretaban a cumplir rutinariamente con algunos preceptos de su fe protestante, no atribuí el estado de Sverre a problemas nacidos de sus relaciones con su conciencia. Traté en varias oportunidades de acercarme con la mayor discreción al tema que me preocupaba y Jensen rehuía indefectiblemente cualquier confidencia. Su esposa había muerto hacía muchos años a causa de un prolongado cáncer que la hizo sufrir cruelmente sin que jamás profiriera la menor queja. Sverre estuvo a su lado con un amor y una dedicación conmovedoras. No tuvieron hijos y el noruego volvió a sus largas incursiones pesqueras sin pensar jamás en volver a casarse. Yo le conocía en algunos puertos amigas con las que conservaba una relación, si no amorosa, sí teñida de una cordialidad divertida y siempre dentro de un tono regocijado hasta donde su flema escandinava se lo permitía. Era bien característico de tan particular sentido del humor el que a todas les decía por un nombre diferente al que tenían. Recuerdo, por ejemplo, a una Florence a la que insistía en llamar Rosalie y se empeñaba en que había nacido en Grenoble, cuando en verdad era de Seattle y no hablaba una palabra de francés. Las cosas se complicaban cuando se presentaba una diferencia más radical: a una negra de Martinica que lo mimaba en extremo, se divertía mucho con él y festejaba su arribo con mil muestras de cariño, se empeñó en llamarla Yukio San, lo que suponía dos absurdos intolerables ya que el tratamiento de San en este caso no era admisible.

Otra de las constantes del carácter de mi amigo era lo que pudiera llamarse su convenio con Dios. No era hombre de costumbres religiosas regulares ni arraigadas, pero siempre que se evocaba frente a él al Ser Supremo, ya fuera en el curso de alguna maniobra marinera arriesgada o ya en medio de algún negocio que se entorpecía en su curso por cualquier motivo, Sverre hacía un enfático gesto con la mano como para separar algo muy delicado que estuviese a su vera y repetía, en cada ocasión, la misma frase: «A éste lo dejamos aparte por ahora. Ya tiene bastantes problemas en que ocuparse». Me llamaba la atención que lo decía con la mayor seriedad y sin ánimo de pronunciar una frase divertida y, menos aún, sentenciosa. Hablaba en ese momento con el mismo tono con el que hubiera dicho «Bájale velocidad al motor izquierdo» o «No hay que forzar el cabrestante hasta ese punto. ¿No ven que está recalentado?». Lo que siempre me pareció notable era que nadie, que yo recuerde, se atrevió a replicar a Sverre cuando ponía a Dios al margen de cotidianas tareas, ni tampoco a responderle con un argumento de la más elemental teología, que hubiera podido ocurrírsele a tanto hijo de pastor dedicado a las tareas del mar como suele haber por los lugares que frecuentábamos en nuestras temporadas de pesca.

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