Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—No creas que es fácil engañar ni mantener a raya esas fierecillas. Ya están acostumbrados a recibir una parte considerable del botín y no creo que podamos meterlos en cintura.
—No estoy de acuerdo —refutó Abdul—. A los que escojamos, para trabajar con nosotros, se les explica claramente, desde un comienzo, que se trata de una operación enteramente distinta y nueva. Se les ha escogido como a los mejores y van a ganar mucho más que antes. Las condiciones son ésas. El que no quiera puede regresar con los otros y trabajar por su cuenta. Cuando reciban los primeros pagos, verán que el asunto no va en broma y que vale la pena alinearse con nosotros.
Después de esta conversación, que siguió por varias horas dedicadas a estudiar y afinar todos los detalles, cada uno de los socios empezó a poner en práctica la parte del plan que le correspondía. Bashur entró en contacto con amigos suyos en Estambul, que operaban en combinación con el hampa de esa ciudad. Recorrió, luego, los sitios del Pireo más concurridos por los turistas y tomó nota de las horas de mayor movimiento en cada lugar. Panos, por su lado, inició la selección del personal más calificado entre sus pupilos, elaboró una lista y estudió con Bashur caso por caso en particular. Los dos entrevistaron luego a cada joven para medir sus habilidades. Cuando todo estuvo listo, Abdul descubrió la carta maestra que guardaba oculta hasta ese instante. Consistía en lo siguiente: en cada sitio donde operaran, instalaría un puesto para vender avena helada espolvoreada con canela, una bebida refrescante que conoció en Cartagena de Indias y cuya receta obtuvo a través de una amiga cumbiambera y cariñosa. La bebida se mantendría en un gran caldero. Con un cucharón Bashur serviría los vasos para los clientes. En el caldero se pondrían siempre trozos de hielo. Precisamente en ese caldero, los jóvenes ladrones dejarían caer, en forma rápida y discreta, el producto de sus hurtos, inmediatamente después de cometerlos. Si la policía los capturaba, no hallarían nada al esculcarlos. Esto, en el caso de joyas, relojes, pulseras y collares. Las carteras con dinero las dejarían caer detrás de la olla, donde Bashur las recogería para esconderlas al instante. La manera de verificar la lealtad de los muchachos era muy sencilla: Panos tenía un primo lejano en la policía del puerto y por él sabría de las quejas levantadas por las víctimas y estas quejas debían coincidir, casi con absoluta precisión, con el producto recogido en el día. Los objetos eran rescatados del caldero en casa y todo estaría en orden.
El lugar donde se inició lo que Bashur y Panos bautizaron como la «Operación avena helada», fue el desembarcadero de los navíos que traían o llevaban a los turistas de las islas del Egeo. Bashur y Panos tenían la intención de ir desplazando el centro de su actividad cada cierto tiempo, con el doble objeto de explotar otras zonas de afluencia turística y escapar de la policía, alertada por la frecuencia de las quejas en una determinada área. El rendimiento del negocio en su primera etapa en los muelles sobrepasó todos los cálculos de sus organizadores. Pasaron luego a trabajar la zona de las tabernas con
buzukia
. Allí el éxito fue aún mayor. Pero, como era previsible, los muchachos comenzaron a darse cuenta de que el caldero de avena helada jamás devolvía los relojes de grandes marcas, ni las joyas de valor que ellos recordaban haber arrojado allí. Ni Abdul ni Panos hacían jamás mención de tan valiosos objetos. A sus reclamaciones, éstos respondieron que nada sabían de tales maravillas, dudosas de ser reconocidas por el hurtador en una acción tan rápida. Lo rescatado en el caldero, les dijeron, era lo que ellos mencionaban y no había nada más que hablar sobre el asunto. Además, estaban percibiendo diez veces más de lo que antes ganaban junto a la iglesia de la Trinidad. Era injusto que se quejasen, ahora que recibían lo que jamás soñaron. Es claro que los jóvenes no se tragaron la píldora que con tanto cinismo como énfasis les querían hacer ingerir. Algunos, los más audaces e inconformes, llegaron a hacer alusiones poco comedidas sobre los progenitores de sus jefes que éstos hicieron como si no las hubieran escuchado.
Meses después, el grupo se trasladó a Atenas. En el Pireo ya habían agotado los lugares idóneos para actuar. Lo último allí fueron las puertas de los grandes hoteles. La policía comenzó a sospechar de algo, porque las quejas de los turistas y de sus respectivos consulados empezaron a llover en forma tan intensa como desacostumbrada. En Atenas se fueron de una vez a Plaka, la larga calle de las tabernas que no cierran nunca. Allí, Bashur y Panos coronaron con tal plenitud sus objetivos, que el ciego optó por retirarse y así se lo manifestó a Bashur. Este, con la policía en los talones, viajó de súbito a Estambul, donde había venido acumulando sus ganancias durante las visitas a esa ciudad para vender los artículos robados. No quiso despedirse de Vicky Skalidis, quien, por lo demás, ya sospechaba que las actividades de su amante y de su hermano nada tenían de inocentes y había anticipado que todo terminaría, bien en la cárcel, o bien en la precipitada huida de Bashur. Éste, en un último rasgo de gratitud, le dejó una carta encomiando las cualidades físicas y morales de su protectora y prometiéndole volver un día para renovar el idilio interrumpido por razones de fuerza mayor. Le daba las más expresivas gracias por la ayuda que le brindó en momentos de la mayor penuria, cuando había perdido toda esperanza de salir adelante. Ella guardó la carta en un pequeño baúl donde conservaba recuerdos de su vida sentimental, que aún guardaban aromas que despertaban nostalgias deleitables en la propietaria del Empurios.
Y
así fue como Bashur consiguió salir de nuevo a la superficie, dejando atrás sus experiencias por los tortuosos caminos de la milenaria picaresca mediterránea. La suma que había logrado poner a salvo en Estambul le permitía renovar con toda holgura sus actividades en la marina mercante. Pero ese peregrinaje por el ámbito de la transgresión, que fue largo y salpicado de episodios no todos tan fácilmente confesables como los que hemos registrado aquí, había traído cambios notables en su carácter y en su forma de ver la vida. Volver a comprar un
tramp steamer
para, finalmente, tener que venderlo con pérdida como había sido el caso del
Princess Boukhara
, el
Fairy of Trieste
, el
Hellas
y tantos otros anónimos y olvidados, era algo para él hoy día inconcebible.
A este respecto, fue Maqroll el Gaviero quien dio fe, con mayor certitud, sobre la mudanza de su viejo amigo y cómplice. En innumerables ocasiones se habían encontrado durante los años negros de Bashur, que, como ya dijimos, correspondieron a una época no menos accidentada y catastrófica del Gaviero. Maqroll, de viva voz, en las oportunidades que tuve de verlo, cuando le preguntaba por Abdul, se extendía en una minuciosa disección de sus cambios y de las pruebas por las que estaba pasando. En su correspondencia con la familia, Bashur hizo, apenas, veladas alusiones a todo esto, con excepción de un par de cartas a Fátima, su hermana preferida, en las que se mostraba más explícito.
—En Abdul —explicaba Maqroll— existía una especie de maliciosa tendencia a disfrutar de la vida y a desafiar las acechanzas de la fortuna, que hacían de él un compañero ideal en las horas difíciles y el más indicado para disfrutar las venturosas. Nada para él era imposible ni prohibido, nada le estaba vedado y frente a lo que la vida le planteaba, solía adoptar una actitud de abierto desafío, que cada vez es menos la mía. Cuando salió a flote y apareció en Estambul, dueño de un pequeño capital, pude notar que mantenía una distancia, una reserva, discreta pero firme, ante las propuestas del destino. La agresividad se trocó en escéptica observación de la realidad, la cual asumía con la indiferencia del que sube al cadalso pensando ya en la otra vida. Las mujeres, usted bien lo sabe, que fueron su máxima tentación y su mayor fuente de dicha, son ahora objeto de una curiosidad y de una extrañeza que las deja intrigadas y hasta incómodas las más de las veces. Desde luego ya no se le escucha hablar del barco de sus sueños. Alude sí, a las características que éste debe tener, pero como quien menciona algo que ya no pudo ser, algo que no fue concebido y que, por lo tanto, pertenece al mundo de lo ilusorio e inalcanzable. Mundo que ya para nada le atrae, ni le mueve a búsquedas y empeños que sabe vanos. No quiero decir que se convirtió en un ser amargado, ni que se doliese de frustración alguna. Sigue siendo caluroso y devoto de sus amigos, pero en su actitud se percibe algo como un velo, como un opaco cancel que lo mantiene al margen del torbellino que azota a los hombres con la gratitud que distingue a toda intervención de los dioses.
Señal muy elocuente de su nuevo modo de ser es que, radicado ya en Estambul, en lugar de volver a su antigua querencia marinera y mercantil, Abdul se conformó con adquirir, en compañía de un primo lejano establecido en Üsküdar, un transbordador para hacer el servicio entre esa ciudad y Estambul. El negocio, sin ser próspero, dejaba a sus dueños lo suficiente para vivir sin estrecheces ni apuros. Con la barba casi blanca, las espaldas ligeramente agachadas, Abdul seguía conservando, sin embargo, ese aire de califa que pasa de incógnito, que lo distinguió siempre y que causaba la curiosidad de todo el que lo conocía.
Permanecía largas horas en los cafés instalados a orillas del Bósforo, frecuentados por comerciantes y gentes de mar. Entre copa y copa de
arak
con hielo, tomado con la circunspección que prescribe el Corán y una taza de café humeante y perfumado a su vera, hacía reseña de su vida de marino y escuchaba con amable atención los relatos de sus contertulios, mostrando siempre el vivo interés que lo movía hacia las cosas del mar. Se le conocieron dos o tres amigas. Solía cenar de vez en cuando con una de ellas y pasaban la noche juntos en su apartamento cerca de Kariye. Ellas aprendieron muy pronto a no hacerse ilusiones sobre la duración de estos amores, ni, desde luego, sobre la fidelidad de Abdul. Cada una sabía a qué atenerse en ese sentido, pero la atracción de Bashur seguía siendo lo suficientemente fuerte como para disfrutar de su compañía y de su lecho.
E
NTRE los últimos papeles que Maqroll me envió desde Pollensa en Mallorca, todos relacionados con su amigo de tantos años, encontré veinte hojas escritas a mano, al reverso de las instrucciones de ensamble y uso de una complicada sierra de madera fabricada en Finlandia. Las páginas están numeradas. La primera tiene un título torpemente subrayado que dice: Diálogo en Belem do Pará. La letra es, sin lugar a duda, la del Gaviero. Un antiguo amigo suyo dijo de su caligrafía que parecía la letra de Drácula. El mismo Maqroll se encargó de difundir esta definición tan acertada como macabra. La redacción es en forma de diálogo entre dos protagonistas, identificados, uno con la letra M y el otro con la A. Al recorrer unos pocos renglones me fue fácil reconocer que se trataba de Abdul y Maqroll. Quedaba por aclarar cuándo sucedió ese encuentro y la consiguiente charla tan fielmente transcrita por el Gaviero. Como no he vuelto a recibir noticias suyas, ni respuesta a las cartas que le he enviado a Pollensa, me ha sido imposible saber por él ese dato. Me he tenido que conformar, pues, con la aplicación de un método deductivo basado en el texto mismo. De ello he podido sacar en claro lo siguiente: la conversación ocurrió después de haberse aposentado Bashur en Estambul, en una época cercana a su fatal viaje a Lisboa y Madeira; es evidente que Maqroll había pasado ya por la tremenda prueba de remontar el Xurandó en busca de los miríficos aserraderos, pero no por la experiencia de Puerto Plata con los contrabandistas de armas. En lo que toca a Bashur, se puede establecer que, desde su aparente retiro en Estambul, hizo, al menos, tres viajes: uno a Cádiz para supervisar la operación de calafateo de un barco de la familia, viaje al que se refiere Fátima en una de sus cartas a Maqroll; otro a San José de Costa Rica para cerrar un negocio de compra de café y entrevistarse con Jon Iturri, el capitán del
Alción
, amante de Warda, hermana de Abdul y dueña de la nave y el último viaje de su vida a Madeira, vía Lisboa. ¿Cuándo pasó, entonces por Belem do Pará para encontrarse con Maqroll? Sólo he logrado intentar una hipótesis valedera, aunque imposible de confirmar. Bashur visitó Belem, después de tocar Costa Rica, para tratar con su amigo algún proyecto de los varios que éste siempre tenía en mente. Abdul no habló de esto, quizás porque nada en claro resultó del encuentro y no había razón de mencionarlo en su correspondencia. No es éste, ni mucho menos, el único vacío que hay en el curso de las existencias paralelas de los dos amigos. Hay que tener en cuenta, además, que las cartas de Bashur a los suyos se suceden con largos intervalos y, como creo que ya lo dije, dejan sin tocar muchos episodios y ocultan no pocos detalles de lo que relata. Existe una última posibilidad, que no debe desecharse del todo y es la de que ese encuentro jamás tuviera lugar y Maqroll intentase resumir en esos apuntes la esencia de ciertos temas que estuvieron presentes en muchos diálogos entre ellos, en diversas ocasiones de su vida. Conociendo al Gaviero y su afición por esta clase de juegos —véase el mismo Diario del Xurandó, en donde aparecen a cada paso— esta tesis puede ser la más válida, aunque deja sin responder varias dudas importantes.
Así las cosas, me ha parecido oportuno transcribir el diálogo recogido o creado por el Gaviero. No deja de ser inquietante, por otra parte, pensar en que Maqroll resolvió dejar pormenor de un probable encuentro, ocurrido en ese momento preciso de sus vidas y no en otra de las innumerables ocasiones en que estuvieron juntos. Hay, en la vida del Gaviero, repetidas coincidencias de ese orden que no son tales y más bien se antojan turbadoras anticipaciones que denuncian un certero poder de jalar el hilo preciso en el ciego ovillo del futuro. Esta condición, que, sin temor a exagerar, podemos calificar de visionaria, cobra mayor evidencia en los temblorosos trazos de su escritura de ultratumba. Veamos, entonces, lo que este diálogo, cualquiera que haya sido su origen y motivo, nos puede revelar sobre la accidentada travesía de estos dos seres singulares sobre los cuales he intentado dejar testimonio.
M
AQROLL. —Me pregunto qué podría sucederle ahora, de regreso de los inciertos y nefastos territorios en donde llegué a pensar que se hundiría para siempre. Qué pasaría, digo, si, de pronto, se le aparece el barco con el que ha soñado toda su vida.