Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (84 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Más claro, imposible —repuso éste con sonrisa desvaída.

—¿No les interesa saber cuánto estamos dispuestos a pagar por este servicio? —preguntó la mujer con suficiencia que irritó a Maqroll.

—Claro que nos interesa. Lo que sucede es que, tal como están planteando la cuestión, llegué a pensar que esperaban que hiciéramos la tarea en forma gratuita —contestó aquél ya un poco fuera de sí.

El hombre hizo con la mano un gesto como para detener el diálogo entre los contrincantes y mencionó la cifra que estaban dispuestos a pagar. La cantidad correspondía a lo que, en los últimos seis meses de ímproba labor, había producido el
Hellas
, sin dejar de navegar un solo día. Esto los llevó a manifestar su conformidad en forma simultánea.

Abdul partió con ellos al día siguiente y las armas y explosivos fueron cargados bajo la vigilancia de Maqroll y de Vincas que supervisaba todo aquello con su neutra mirada gris y sin hacer ningún comentario. La carga venía oculta en grandes cajones y aparecía declarada como repuestos para una planta empacadora de anchoas en La Escala. Sobre la suerte que corrió Maqroll ya se habló al comienzo de este relato, con motivo de mi encuentro con Fátima, la hermana de Bashur, en la estación de Rennes. También narré la buena suerte que acompañó al Gaviero, merced a los ingleses y a sus complejas componendas en el disputado Peñón. Vincas tuvo que regresar con el
Hellas
a Chipre y allí le fue cancelada al barco la licencia de navegar a nombre de sus dueños de entonces. Un armador sirio se aprovechó de las circunstancias y adquirió el
Hellas
por una suma irrisoria. Vincas volvió a navegar con la familia de Bashur y éste comenzó a rodar por los puertos del Oriente Medio y del Adriático, sin oficio ni rumbo. Maqroll partió a Manaos para emprender su viaje Xurandó arriba, en busca de los miríficos aserraderos de lo cual ya se habló en pasada oportunidad.

La enumeración de los muy distintos y transitorios oficios a los que se dedicó Bashur, a partir de ese momento, llenaría varias páginas. Baste mencionar algunos a los que alude en su correspondencia y otros referidos por Maqroll: distribuidor de publicaciones y fotos pornográficas en Alepo, proveedor de alimentos para barcos en Famagusta, contratista de pintura naval en Pola,
croupier
en Beirut, guía de turistas en Estambul, fingido apostador para atraer ingenuos en una sala de billares de Sfax, proveedor de personal femenino adolescente en un burdel del Tánger, limpiador de calderas en Trípoli, señuelo de cambista en Port Said, administrador de un circo en Tarento, proxeneta en Cherchel, afilador en Bastia, a tiempo que vendedor de hachís. La lista puede continuar, pero con esta muestra es suficiente para medir hasta qué fondo de infortunio y desenfado llegó nuestro amigo, el mismo airoso y emprendedor naviero libanés con quien, años atrás, me había encontrado en Urandá. A pesar de su barba entrecana y mal cuidada y de los trajes de fortuna, maculados por el uso en tan diversos oficios, con los que varias veces se me apareció durante ese descenso al averno del hampa, Bashur conservaba aún sus cortesanos gestos de brazos y manos, rima con sus palabras, y ese encanto suyo hecho de humor breve y escéptico, de continuo desafío a su destino, sin pronunciar una sola queja y de esa fidelidad a sus amigos, tan suya y tan conmovedora. Lo que, por otra parte, llama la atención en esa etapa de la existencia de Abdul, es su concordancia sincrónica con las más oscuras y abismales experiencias de su amigo de siempre, Maqroll el Gaviero. Podría pensarse que se hubiesen puesto de acuerdo para hacer ambos, cada uno por su lado, ese abyecto recorrido y transitarlo hasta sus últimas consecuencias, sin perder, ninguno de los dos, su altanera visión de un destino escogido por ellos y apurado hasta la última gota de su desventura. Quien tal cosa pensara se equivocaría sólo en un aspecto: Maqroll había comenzado mucho antes esa exploración desenfadada y carecía de los lazos y vínculos familiares y de origen que, hasta el último día, insistió en preservar Abdul.

Muestra muy elocuente de hasta dónde pudo llegar entonces Abdul es el episodio que voy a narrar con detalle. Aunque no es de los más turbios y peligrosos, revela muy fielmente los abismos que llegó a frecuentar. Algunos detalles del asunto aparecen en una carta a su hermana Fátima, perteneciente al paquete que me envió de El Cairo. Hay, también, informes sobre el mismo tema en dos largas cartas a Maqroll, que éste me hizo llegar mucho más tarde desde Pollensa. En la época en que Maqroll las recibió, Bashur se estaba curando un extraño mal en una institución de beneficencia de Paramaribo.

Pero antes de entrar en pormenores sobre el episodio, quizás convenga volver por un momento sobre la obsesión que persiguió a Bashur buena parte de su vida y de la cual ya hemos hablado anteriormente: ser el dueño del carguero ideal que cumpliera con las especificaciones de diseño, calado y máquina que se forjó en su mente y que, en pocas pero memorables oportunidades, había tenido al alcance de su mano. Los repetidos desencantos, señal de una soterrada ironía del destino que lo privaba, en último momento, de cumplir con su ilusorio propósito, vinieron a confundirse en su interior con la desaparición de Ilona, creándole la certeza de que Allāh le anunciaba así, con brutal evidencia, que otros eran sus designios. Bashur lo entendió, olvidó su obsesión y dejó que los días se sucedieran en la forma como el Magnánimo y Todopoderoso quería disponer. Para Bashur, por lo tanto, su odisea por los bajos fondos estaba dictada, no por la curiosidad ni por el desencanto, sino por un sereno propósito de ajustarse a más altas instancias que a su mera voluntad o al vaivén de sus caprichos. Esto es de la mayor importancia tenerlo en cuenta, para entender cuál era el estado de ánimo del amigo de Maqroll, al cumplir con esas pruebas, al parecer ofrecidas por el azar, que en verdad no es sino un juego sólo a los dioses permitido.

Merodeando de lugar en lugar del Mediterráneo, Bashur fue a recalar al Pireo. Allí cayó en gracia de una mujer, dueña de una cantina de mala muerte en la playa de Turko Limanon. Para redondear su presupuesto, la dama arrendaba, para propósitos pasajeros y
non sanctos
, tres habitaciones que había encima de su establecimiento de bebidas. Respondía al nombre de Vicky Skalidis, y tenía un hermano ciego vendedor de medallas milagrosas. De vez en cuando, cuidaba el lugar cuando su hermana tenía que ir de compras al puerto. Este sujeto, llamado Panos, era un dechado de picardías y resabios y, a pesar de su ceguera, sabía mantener a raya la equívoca y heterogénea clientela del tugurio, que llevaba el más improbable de los nombres: Empurios. Cabe dudar que los dioses de la Hélade, aún en el más oscuro de sus avatares, hubieran aceptado morar en la cantina de Vicky Skalidis y menos aún bajo la vigilancia del viejo Panos, cuyo humor infernal hubiera espantado al mismo Zeus. Abdul llegó allí, tras dejar el cargo de contable en un buque sementero que hacía el recorrido del Pireo a Salónica. Él había, movido por la necesidad, sobrevalorado un tanto sus conocimientos en matemáticas. Las cuentas que entregaba fueron siendo cada vez menos ajustadas a las leyes de Pitágoras y, finalmente, con un mes de salario en el bolsillo, lo bajaron en el Pireo sin mayores contemplaciones. Anduvo varios días rondando en hoteluchos y pensiones de miseria, hasta cuando fue a parar a la playa de Turko Limanon, en donde vendía filtros contra la impotencia y postales eróticas, artículos ambos de los que hacía provisión en un sórdido comercio cuyo propietario había sido marinero en el
Princess Boukhara
, de imborrable recuerdo. Fue así como una tarde llegó a pedir alojamiento en el Empurios. Primero habló con Panos y éste, por algún abscóndito motivo, simpatizó con Abdul. Sostuvieron una larga charla que los familiarizó con sus respectivas y desatinadas existencias y despertó en Panos un cierto respeto hacia la serena aceptación que el otro mostraba ante la adversidad. Cuando Vicky regresó en la noche, los encontró en pleno intercambio de poco edificantes confidencias. Vicky era una típica griega sesentona, ya entrada en carnes, cuya tez olivácea de intacta tersura y sus grandes ojos verdes le daban un aire remozado que le valía aún muchos admiradores, por desgracia ninguno desinteresado. Se casó dos veces, la segunda con un griego de Chicago —de allí la transformación sajona de su nombre— del que heredó algún dinero, al morir su marido de una apoplejía fulminante en un restaurante de Wabash. Con su herencia resolvió abrir el Empurios y allí apareció Panos, su hermano, que ella creía desaparecido hacía muchos años. El hombre vino a servir de protección contra los pretendientes, pero también de irritable juez de su hermana que conservaba una sana coquetería, nada inocente pero juiciosamente dosificada. Panos presentó a Bashur en términos tan calurosos que Vicky pensó que se conocían de hacía tiempo. Por esta razón, accedió a que ocupase uno de los cuartos. No era ésta la regla del negocio, como es obvio, ya que se trataba de arrendar las habitaciones varias veces al día, a parejas que venían del Pireo para esconder sus amores o sus eróticas urgencias. Bashur explicó a la dueña que él no tenía el menor inconveniente en dejar libre la habitación cada vez que se presentase un cliente. El equívoco sobre la amistad de Bashur y Panos fue muy pronto descubierto por Vicky, pero, ya para entonces, ella estaba más interesada en su huésped de lo que imaginara en un comienzo. Bashur se había dejado crecer la barba y el bigote, ambos de un
salt and pepper
muy atractivo. Se los cortaba al estilo Jorge V, muy en boga entonces, que le daba un aire de superficial respetabilidad. Así las cosas, no tardó Abdul en compartir la habitación de Vicky, al fondo de la taberna, y satisfacer las otoñales ansias amorosas que dormían dentro de ella en su papel de viuda respetable. Panos tomó al comienzo la nueva situación con algunas quisquillosas reservas, que Abdul supo aplacar, si no totalmente, sí, al menos, hasta hacer tolerable la convivencia. Bashur cultivaba sus relaciones con el ciego, pensando en que algún día le podrían ser de utilidad. La vasta escuela de Panos en las artes de la bribonería y en la industria del engaño despertaron en Abdul un semillero de no precisados proyectos que prometían un futuro interesante. Había aprendido a esperar y a dejar que las circunstancias maduraran sin prisa ni esfuerzo. En el medio marginal y ambiguo en el que ahora se movía, toda prisa era funesta, toda precipitación desaconsejable.

Abdul Bashur se opuso rotundamente a ejercer oficio alguno en la taberna, desde el momento en que comenzó a compartir el lecho con la dueña. No por vergüenza ni pudor, eso faltaba, sino para quedar libre de poner en práctica proyectos harto más rendidores que servir ouzo y destapar cervezas para los broncos clientes del Empurios. Cuando no estaba obligado a quedarse cuidando el negocio, el ciego partía cada mañana hacia el Pireo, para vender sus medallas milagrosas al pie de la iglesia de la Trinidad Sacrosanta. Al menos tal era su pretexto para permanecer en una calle tan concurrida y ejercer otras actividades, sobre las que Abdul abrigaba fundadas sospechas. Ocurrió que, poco a poco, se fue enterando de que Panos era la cabeza de una pandilla de jóvenes rateros, ninguno de los cuales sobrepasaba los quince años. El ciego, cuyos otros sentidos, afinados hasta lo inverosímil, le permitían seguir los pasos de los viandantes, sin despertar recelo alguno, daba a sus pupilos una señal convenida para indicar que se acercaba una posible víctima. El sonido de los pasos, el olor que percibía desde lejos y otros datos aún más sutiles, le permitían definir al que llegaba hasta por su misma respiración. Panos deducía la clase social, el carácter y el origen de su clientela. Al llegar la noche, los muchachos le entregaban religiosamente el producto de sus rapiñas y él encaminaba los objetos a su destino, consistente en varias tiendas de cosas usadas cuyos propietarios eran conocidos suyos.

Desde luego, Panos nada de esto había comentado con Abdul. Pero éste, un día en que fue al puerto para poner unas cartas al correo, divisó al ciego en la esquina de la iglesia. Ya iba a acercarse a él para saludarlo, cuando vio que emitía un curioso silbido. De inmediato, dos jóvenes harapientos rodearon a una dama para pedirle limosna, la siguieron hasta que dobló la esquina y regresaron donde el ciego, dejando caer algo en el bolso donde traía las medallas consagradas. Abdul comprendió al instante de lo que se trataba y partió sin acercarse a Panos. Pasados algunos días, una tarde en la que quedaron solos porque Vicky salió de compras, Bashur abordó el tema como si se tratase de algo ya sabido y comentado entre ellos. Panos sonrió con brutal sarcasmo y volviendo el rostro al cielo, como buscando una luz incierta, comentó:

—Esos angelitos son una mina sin aprovechar. Ahora me limito a mantenerlos entrenados para más altos destinos. Ya se me ocurrirá algo brillante.

—En principio —comentó Abdul—, creo que estás operando en un sector del puerto que no es el más productivo. Habría que explotar los lugares frecuentados por los turistas. Es más, desde el instante en que descienden de los barcos que los traen de las islas, habría que comenzar a trabajarlos. Luego, en las calles donde están las tabernas con
buzukia
y, finalmente, a la salida de los hoteles de lujo.

—Yo también había pensado eso. Pero a esa escala no puedo hacerlo solo y no todos los muchachos están igualmente entrenados —arguyó Panos.

Abdul, entonces, consideró que era llegado el momento de exponer el plan que traía en mente y cuyos detalles había madurado en los últimos días:

—Lo primero que debe hacerse es una selección estricta y cuidadosa entre todos ellos y quedarse con los que en verdad están listos para un trabajo fino, delicado e interesante. Los demás, sin descorazonarlos, deben dejarse operando donde ahora lo hacen, pero ya por su cuenta. La acción debe concretarse a objetos de valor: relojes de marcas conocidas y costosas, pulseras, collares, billeteras con dólares, libras o marcos. Nada más. Otro aspecto a cuidar es la venta de lo que se consiga. A ti te están robando tus amigos ropavejeros. Ellos se quedan con la parte del león. Eso debe estudiarse más a fondo. El botín de valor comprobado y considerable debe venderse en Estambul. A tus pupilos se les dará dinero y jamás el producto directo de sus hurtos.

Mientras Bashur exponía su plan, el ciego volvía hacia él la cara a cada instante, con expresión de incredulidad que aumentaba a medida que se perfilaba el proyecto. Sólo pudo colocar una objeción:

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