Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»Pues bien, ésa fue mi vida durante cuatro infernales meses durante los cuales conocí en carne propia, como si aún me hiciera falta, los límites de sórdida crueldad y de insondable miseria que alcanza a soportar un hombre sin recurrir al suicidio o al crimen. De allí logré escapar por un milagro de los dioses. Una noche acudió a la sala de emergencia un capitán danés que se había desarticulado un hombro al hacer no sé qué maniobra en el cuarto de máquinas. Pascot me ordenó sostener al paciente mientras trataba de volver la articulación a su sitio. El capitán, en medio de espasmos de dolor, me miraba fijamente. Una vez vendado y cuando los sedantes que le encajó el médico empezaron a hacer efecto, el danés me habló con voz apenas audible. "Maqroll. Maqroll el Gaviero. Pero qué diablos hace usted aquí. ¿No me reconoce? Soy Olrik, Nils Olrik, el capitán del Skive." La expresión de dolor que traía cuando entró me impidió reconocerlo al primer momento. Éramos viejos amigos. Había trabajado para él en varias ocasiones, como ya lo he contado alguna vez».
Claro que yo recordaba perfectamente los episodios en los que Olrik había participado en la vida andariega del Gaviero. Éste prosiguió su relato:
—Le conté mi situación y la falta de papeles que me mantenía esclavo de Pascot y sus patrañas de pícaro redomado. Me preguntó si había firmado allí algún contrato o papel que me comprometiera. Le expliqué que no y, sin más preámbulos, me dijo que partiera con él. En unas horas zarparía su barco. Por papeles no debía preocuparme. Él me tomaba como parte de la tripulación. Ya sabía cómo hacerlo. Esto me lo dijo, desde luego, en alemán, para no alertar al médico e impedir cualquier trastada que a éste pudiera ocurrírsele. Salimos tomados del brazo ante la mirada atónita del hombre que se rascaba la amplia calva y sólo acertaba a repetir como atontado:
Pas possible, pas possible
.
»Olrik me inscribió en la nómina de la tripulación como enganchado en Hamburgo hacía dos meses. Por enfermedad había tenido que alcanzar por tierra el barco en Port Vendres. Cuando hice la primera comida a bordo, tuve que retener las lágrimas que me salían en una mezcla de rabia y de alivio. Partimos en la madrugada con rumbo a Córcega cargados de trigo y cebada. .
»He querido relatarles con algún detalle esta mi primera experiencia en Port Vendres para que pudieran entender, en primer término, el malestar que me produjo el nombre del lugar en el matasellos del sobre, y, luego, porque hay cierta ironía en el hecho de que en ese sitio, que me fue tan adverso, se iba a originar una de las más plenas y aleccionadoras experiencias de mi vida. Cuando abrí el sobre, una voz me anunciaba sordamente que nada bueno podía venir de allí. Esa voz se equivocaba rotundamente si bien el texto de la misiva era para inquietarse. La voy a leer porque la traje conmigo».
El Gaviero sacó del bolsillo de su camisa de marino un sobre arrugado. Desplegó la hoja de papel escrita a mano por las dos caras y nos leyó la siguiente carta, cuyo texto tuve ocasión de copiar más tarde:
Señor Gaviero:
Aunque no lo conozco mucho, he oído acerca de usted. Hace algunos años viví con su amigo Abdul Bashur. Esto ocurrió durante dos temporadas, entre viaje y viaje de Abdul por los puertos del Mediterráneo. Soy de Alcazarseguer y de niña fui a vivir a Argel con mi familia. Allí aprendí danza árabe y he andado medio mundo con esa profesión. Conocí a Abdul en Túnez. Viajaba en un barco del cual una parte pertenecía a usted. Norecuerdo el nombre. Vivimos juntos en Bizerta cerca de un año. Allí quedé encinta y tuve que abandonar la danza. Abdul siempre me decía que si algún día él faltaba, yo podría acudir a usted en procura de ayuda. Mi hijo nació y seguimos viviendo en Túnez. Abdul nos visitaba de vez en cuando. Después de su muerte en Funchal tuve que volver a la danza pero ya no fue lo mismo. Jamil, mi hijo, necesitaba de mis cuidados y no quise someterlo a los continuos viajes a los que mi profesión me obligaba. Conseguí trabajo en un almacén de artículos típicos de los que compran los turistas y allí duré dos años. El almacén cerró y he ido trabajando aquí y allá en muchos oficios. Ahora se me presenta la oportunidad de trabajar en Alemania en una fábrica, gracias a una amiga que ha estado allí dos años. Ella es de Port Vendres y he venido con Jamil para preparar el viaje a Bremen donde está la fábrica. Mi idea es reunir el dinero suficiente para viajar al Líbano. Warda, la hermana de Abdul, me permitiría vivir a su lado junto con Jamil. Ella ha sido muy leal y amable conmigo. No nos conocemos pero nos escribimos con frecuencia. Necesito urgentemente consultar con alguien de confianza toda esta situación muy difícil de explicar por carta. Warda me dio su dirección y yo le pediría el inmenso favor de venir aquí para indicarme qué debo hacer porque no puedo llevar conmigo a Jamil. Los papeles para trabajar en Alemania exigen que vaya sola. Todo esto es muy confuso y sólo se me ocurre apelar a usted. Abdul lo quiso mucho e insistió siempre en que la única persona en la que confiaba sin reservas era usted. No tengo a nadie a quien acudir. Mis padres murieron y no tengo hermanos ni familia. Tampoco quiero cargar sobre Warda y sus hermanos y hermanas la responsabilidad de sostener a Jamil mientras estoy en Alemania. Aquí le explicaré mis razones. Disculpe las molestias y sacrificios que le pueda ocasionar esto que le pido. Lo hago apoyada únicamente en la amistad que los unió a Bashur y a usted. En espera de verlo pronto le envío un saludo muy afectuoso.
Lina Vicente».
«P.D. - Si se decide a venir puede comunicármelo a la siguiente dirección: Ancien Café Mogador, 44 Quai Pierre Forgas. Port Vendres, Pyrénées Orientales. Lina».
—La carta —prosiguió Maqroll— mostraba a una mujer de carácter firme y madurada a costa de grandes pruebas. Había en el tono de sus palabras una mezcla de dignidad, de sensatez y de respeto que me impresionó mucho, por no ser estas virtudes las más comunes en vidas y regiones como las de Lina. Tomé, pues, la determinación de ir a verla. Para eso me informé del itinerario de los cargueros que podían tocar Port Vendres o un sitio cercano y logré conseguir que me permitieran viajar en uno que pasaba por Palma dos semanas después. Envié a Lina un telegrama anunciándole mi arribo y partí para la capital mallorquina. Inútil decirles que la imagen de Bashur y el recuerdo de todas nuestras andanzas en común no se apartaban de mi mente. Gracias al llamado de Lina, ese pasado se me convirtió en una obsesión durante el viaje a Port Vendres. Logré precisar en mi memoria algunas alusiones de Abdul a su relación con esta mujer y al hijo que había tenido con ella. Era algo muy vago y no pude recordar las palabras con las cuales mencionó el asunto. La vida sentimental de mi amigo consistió en una sucesión de episodios, a menudo tempestuosos, que siempre terminaban en dramáticos rompimientos. Desde luego había una excepción: Ilona. Sobre este particular he vuelto en varias ocasiones. Después de la trágica desaparición de nuestra común amiga, cómplice, hada madrina y amante, Bashur rompió con su pasado y tomó caminos inesperados y sinuosos sobre los cuales ya he hablado en su oportunidad. Fue en ese período cuando conoció a Lina Vicente y tuvo con ella a Jamil.
»En la estrecha cabina que compartía con un monje que había colgado los hábitos y un platero armenio que huía de no sé qué delito cometido en Sicilia, trataba de reconstruir mis encuentros con Bashur durante esa época de su vida y no conseguí traer a la memoria imagen alguna de esa mujer que ahora me llamaba en busca de ayuda. Imaginaba sus rasgos, intentaba ponerle un cuerpo y unos ademanes que se ajustaran con los elementos que me proporcionaba la carta y sólo conseguí armar un confuso rompecabezas que nada me decía. Cuando llegué a Port Vendres, temprano en la mañana, me dirigí de inmediato al Ancien Café Mogador. El Port Vendres que recordaba había desaparecido por completo. Sólo quedaban las instalaciones de la Compagnie de Navigation Paquet, cuyo letrero deslavado permanecía para rememorar épocas de una esfumada prosperidad. La ciudad mostraba una tranquilidad por entero nueva para mí. Los hoteles y cafés lucían su fachada de acogedora y apacible urbanidad, propia para atraer a los turistas. Era el mes de octubre y la ola de visitantes del norte ya se había dispersado. El café indicado por Lina tenía una pequeña terraza sobre la avenida que bordeaba la bahía. Al frente se podían ver los muelles casi vacíos. Entré y vino a recibirme un mozo con evidente aspecto de catalán, lo que su acento vino a confirmar después en forma categórica. Le pregunté por Lina y una ancha sonrisa le alegró el ceño. Entró al fondo del establecimiento y minutos después apareció Lina. Como sucede en tantas ocasiones, su figura no concordaba para nada con las imágenes que me había hecho. Alta, de un andar firme y elástico, los hombros ligeramente anchos, algo en todo su porte me hizo recordar de pronto a Ilona. Pero allí terminaba cualquier parecido. El rostro de Lina, anguloso con la nariz formando leve arco que le daba un aire de halcón, la barbilla saliente repitiendo un poco la línea de la nariz pero en sentido inverso, me recordó algunas caras que suelen encontrarse en el País Vasco o en ciertas regiones de los Balcanes. Los ojos ligeramente salientes y de un color verde oscuro que cambiaba al pálido por efecto de la luz, tenían, esos sí, esa fijeza inteligente y escrutadora que suele distinguir a la gente levantina. Había algo de santón o de sacerdotisa de un rito olvidado en esa mirada que me confirmó los atributos de carácter que su carta me había revelado. Sonreía con dificultad y se notaba en ella una tensión, una inquietud seguramente nacidas de su presente incertidumbre respecto al futuro. Traté de calcular su edad pero me fue imposible. Denotaba una movilidad, una fuerza interior en perpetua acción y vigilancia que podían indicar un resto de juventud o bien madurez ganada a golpes de un sino adverso. Podía tener treinta años como cincuenta. Más tarde, cuando me enteré de su edad, me sorprendí sobremanera: acababa de cumplir veinticinco años. Cuando vino hacia mí, sorteando con ligereza felina las mesas y sillas de la terraza, comprendí qué clase de atracción pudo ejercer sobre Abdul una mujer como ella. Tenía todas las condiciones que a mi amigo fe hacían perder los sentidos y lanzarse a complicaciones de todo orden cuyo final yo conocía de memoria. Me saludó afectuosamente y se sentó a mi lado sin quitarme los ojos de encima, mientras sonreía con una expresión entre azorada y satisfecha. "Yo sabia que vendría. Nunca lo dudé —comentó—. Tanto me habló Abdul de usted que tengo la impresión de conocerlo de tiempo atrás. Antes de que le cuente en detalle la razón de mi llamado voy a ocuparme de su instalación. Venga conmigo".
»Su español era correcto y fluido pero con marcado acento árabe. La seguí por entre las mesas de la terraza y atravesamos un pequeño bar interior detrás del cual estaba la cocina. En el fondo de ésta, una escalera de caracol nos llevó a una especie de azotea en donde había varias habitaciones y un lavadero de ropa junto al baño común. Lina se empeñó en llevar la bolsa de marino en donde suelo cargar mis pertenencias y algunos libros. Entramos a uno de los cuartos en donde había un catre de campaña y una pequeña cómoda de madera. Allí dejamos mis cosas y Lina me entregó la llave indicándome que podía entrar y salir sin importar la hora. El café abría a las siete de la mañana y cerraba a la una de la madrugada. Si llegaba más tarde, con la misma llave del cuarto podía abrir la puerta de la entrada principal que estaba al fondo de la terraza. En todos los movimientos y palabras de la mujer era patente un juicio sin titubeos que me llamó la atención. Pensé que, en la vida diaria, para el carácter de Bashur, esa firmeza no debió ser fácil de aceptar. Después, al familiarizarme con su sonrisa de una dulzura muy particular y atrayente, me di cuenta de todo el encanto que había en esta mezcla inusitada. Bajamos a la terraza y Lina me explicó que debía dedicarse a cumplir ciertas obligaciones en la cocina y en el servicio de los clientes que comenzaban a llegar. Nos veríamos a la hora del almuerzo, pasado el mediodía.
»Fui a recorrer la ciudad y los lugares donde recordaba haber pasado horas de una penuria atroz. Como ya les dije, nada de aquello quedaba en pie. Todo estaba remozado y respiraba un aire de amable comodidad, de bonanza modesta pero estable. Muchos de los visitantes que circulaban por los cafés y por los muelles hablaban catalán. Era evidente que se trataba de gente que venía de Figueras, de Gerona y, en general, de la Costa Brava, para disfrutar de la comida y de los vinos franceses en un ambiente familiar y cercano. Llegué hasta los muelles. De los largos galpones que albergaban a los emigrantes a punto de embarcar a Marruecos y Argel no quedaba nada. Solamente el despintado edificio con el letrero de la Compagnie Paquet se mantenía en pie. Pero el aire de inocencia apacible de esta construcción casi abandonada no me trajo a la memoria recuerdo alguno. En aquel entonces debía estar oculta por otros edificios y estructuras de hierro y cristal ahora desaparecidos. Sentí como una desilusión, un amargo reclamo por ese disolverse en el tiempo de un pasado que aún me dolía recordar y del que no quedaba ni una esquina, ni un ladrillo, como testigos de mis días de miseria que iban a sumarse ahora a otros tantos sumergidos en los laberintos de la memoria. Un sol espléndido reverberaba en las blancas fachadas de las casas y edificios ordenados en anfiteatro alrededor de la pequeña bahía de aguas tranquilas y transparentes. Tanto bienestar llegaba a dolerme haciéndome sentir ajeno y casi rechazado por un edén que no me estaba destinado.
»Regresé al café a la hora indicada por Lina y me senté en una mesa de la terraza. Poco después apareció Lina llevando de la mano a un niño que me miraba con ojos atónitos y sonrientes, con una expresión muy semejante a la de su madre. Vino a saludarme y me dio la bienvenida en un árabe titubeante. Lo que me asombró de inmediato fue el evidente parecido de sus gestos con los de su padre. La misma desarmonía entre el movimiento de las manos y las palabras que pronunciaba, el mismo girar de la cabeza hacia un espacio indeterminado y lejano, antes de volver a mirar al interlocutor para responder a sus preguntas. Los ojos y la parte inferior del rostro eran los mismos de Abdul, sin el estrabismo que daba a éste un aire de misterio indefinible. No pude menos de recordar la fotografía del niño al pie de los hierros carbonizados de un avión, que usted me mostró cuando fuimos a Funchal para recoger los restos de Abdul. Una punzada de color y de nostalgia irremediable me dejó casi sin respiración. Traté de disimular mi emoción y algo le pregunté a Jamil que no recuerdo. Él, sin contestarme, puso su mano en mi brazo y me sonrió como indicándome que todo lo sabía y todo lo entendía. Hablamos las socorridas trivialidades de uso en tales ocasiones. Era evidente que Lina deseaba que Jamil y yo nos conociéramos, antes de que ella me relatara su historia. Pasado un breve tiempo, le dijo a Jamil que subiera a la azotea para jugar allí mientras nosotros conversábamos. El niño obedeció de inmediato y se despidió de mí sonriente pero con la mirada escrutadora de quien desea conocer aspectos no evidentes de la personalidad del interlocutor.