Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (95 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Nuestro amigo los espera y está muy contento con su visita. Me pidió que lo dispensaran por no venir a recibirlos, pero su animosidad hacia los aeropuertos se agudiza aquí a causa del turismo que nos invade.

El taxi al que nos dirigimos era un vetusto automóvil cuyo estado me causó las mayores reservas sobre si lograría llegar hasta Pollensa. Al ver mi duda retratada en el rostro, mossèn Ferran se apresuró a tranquilizarme:

—No se preocupe. Este taxi, ahí donde lo ve, da cada semana la vuelta a la isla y jamás se ha quedado en el camino. El encargado de ese milagro es su conductor, sobrino mío, que prefirió los Seat a los latines. En fin, Dios sabe cómo hace sus cosas. Al Roger le ha ido muy bien y también a mí, que soy el dueño de esta antigualla.

El joven conductor, que acomodaba entretanto nuestro equipaje en el baúl del auto, nos sonrió divertido saludándonos con un gesto de la cabeza entre familiar y distraído. Ostentaba las mismas cejas de su tío y tenía idéntica tez olivácea, pero su pelo, renegrido y crespo, acusaba aún más el paso de las huestes de los califas por la isla. Hablaba también con voz de bajo, si bien no tan profunda como la de su pariente y con un tono aún más acentuado.

Mossèn Ferran ocupó el asiento al lado de su sobrino y nosotros subimos a los puestos traseros. Hubo un silencio mientras atravesábamos la ciudad aún ocupada por turistas que invadían las calles y dificultaban el paso de los autos. Ya enpleno campo, volvió a sorprenderme la luminosidad de la noche mallorquina que me suele transmitir una especie de orden interior, siempre anhelado y rara vez conseguido. Hay algo de homérico en esa distante fosforescencia de mundos en apacible viaje en plena noche mediterránea.

Intenté llevar al párroco al tema del Gaviero y conocer su opinión sobre la melancolía que reflejaba su carta, de la cual le di cuenta.

—Es mejor —me contestó en un tono entre cordial y perentorio— que él mismo les cuente todo. Como ya tuve ocasión de decirle a su esposa cuando hablamos por teléfono, no se trata de la salud del Gaviero, ni, menos aún, de algún apuro económico. Bien saben ustedes que el hombre anda siempre sin un céntimo en los bolsillos y lo que le pagan por cuidar esos astilleros abandonados y la maquinaria que allí reposa carcomida por el óxido y el salitre marino le alcanza para vivir dentro de la austeridad que sospecho ha sido una constante en su vida. Algo ha cambiado en él allá en lo profundo de su alma, si bien es cierto que sigue aceptando los mudables decretos del destino y abocado a su perpetua errancia. Ahora está aquí, al parecer resuelto a quedarse por tiempo indefinido, pero en los sabrosos diálogos que sostenemos varias veces durante la semana, no pierde ocasión de mencionar, con evidente ansiedad, puertos lejanos o ilusorias empresas en los más perdidos rincones del mundo. No hay dama de por medio —agregó volviéndose hacia mi esposa con una sonrisa de complicidad—. Pero no debo adelantarles más porque deseo que sea el propio Maqroll quien les cuente cuál fue la prueba por la que pasó y cómo ésta ha trabajado en su ánimo dejándole una impresión de inutilidad y derrota que, según me parece, ha sido para él algo hasta hoy inusitado.

Pasamos a hablar de otra cosa. Le pregunté al ilustrado clérigo por su biblioteca sobre historia del reino de Mallorca. Con satisfacción que no intentó ocultar, me informó que era la más completa que existía en manos de un particular y comenzó a explicarme su curiosa teoría según la cual toda la historia del Occidente cristiano, o bien se origina en Mallorca, o ha pasado por allí en sus momentos más críticos. «En Mallorca —afirmó han ocurrido ciertos hechos claves que modelaron la Europa moderna». El asunto, así planteado, ofrecía no pocos puntos débiles o arduos de probar y me vino la tentación de discutir con mossèn Ferran algunos de ellos. Pero el párroco de Sant Jaume pasó a mencionar mis relatos que tienen como personaje principal al Gaviero y mis poemas en donde Maqroll habla de su vida trashumante. Me indicó que, a su juicio, me falta aún mucho por descubrir del carácter de nuestro común amigo y me reprochó, no sin prudencia, el haber pasado muy deprisa por las ideas de Maqroll sobre episodios de la historia que el Gaviero, según el párroco, conoce mejor de lo que yo dejo entender en mis libros. Intenté argumentarle que siempre he tratado, en ese caso, de rehuir el desarrollo de tesis históricas que deformarían el espíritu de mis narraciones y, más aún, el de mis poemas. Se limitó a contestarme que, de haberlo hecho, ésa hubiera sido la oportunidad de poner en claro un aspecto de la personalidad de Maqroll que éste suele ocultar a la curiosidad de la gente.

—El Gaviero —dijo— es un anarquista nato que pretende ignorarse o que se le ignora como tal. Su visión del tránsito del hombre sobre la Tierra es aún más ascética y amarga de lo que deja entender en su trato cotidiano. El otro día le escuché algo que me dejó atónito: «La desaparición de esta especie —me dijo— sería un notable alivio para el universo. Al poco tiempo de su extinción, un total olvido caería sobre su nefasta historia. Existen insectos que están en condiciones de dejar testimonios de su paso menos perecederos y fatales que los dejados por el hombre». Traté, como era natural, de rebatirle con argumentos tomados de la teología y de la historia y se limitó a contestarme, con ese énfasis muy suyo de hombre en el puente de mando con el que sabe cortar por lo sano cualquier discusión: «Usted, mi querido mossèn Ferran, está acorazado con una fe y una tradición religiosa que lo protegen eficazmente de toda duda. También yo lo estuve en mi juventud, pero mi coraza cayó en pedazos como una corteza que se marchita. Allá arriba, en el mástil más alto, lugar de observación del gaviero, interrogando el horizonte, todo misterio se esfuma entre el paso de los alcaravanes y las gaviotas y el restallar del velamen contra el viento. Nada queda en pie dentro de nosotros. Créame». Comprenderán ahora —prosiguió el clérigo— que no me concedió mucha oportunidad para continuar el diálogo por ese camino. Lo admirable es que, entre tantos escombros sentimentales y de todo orden, haya logrado conservar su bondad recia y sin ñoñería. Ese es otro de los enigmas de nuestro amigo.

Me llamó la atención lo bien que mossèn Ferran conocía a Maqroll y pensé, no sin cierta envidia, en las animadas e interminables charlas durante las cuales se fue forjando esa amistad sostenida por comunes intereses en cuestiones históricas y en las simples pero siempre inquietantes y reveladoras anécdotas del diario vivir de los hombres.

Vino luego, tras las palabras del clérigo, un largo silencio. Mossèn Ferran comenzaba a cabecear a causa del sueño y el vaivén del auto. Media hora después llegábamos a Pollensa.

Las luces de la ciudad se reflejaban en el agua serena de la bahía. Los yates atracados en los muelles del Club Náutico se balanceaban perezosamente y sus amarras gemían con sonido desmayado y soñoliento.

Descendimos en un modesto hotel donde mossèn Ferran había reservado una habitación con vista a la playa. La dueña era una lejana prima suya, doña Mercé, mujer amable y de pocas palabras, siempre vestida de negro a causa de su viudez, conservada como una distinción especial que resaltaba su prestancia. Nos tenía preparada una cena que acogimos entusiastas dado el apetito despertado por el viaje. Mientras se ultimaban los detalles para servirla, resolví ir a saludar a Maqroll. El sobrino del párroco me llevó hasta los astilleros abandonados en donde el Gaviero cumplía las funciones de vigilante.

En las construcciones semiderruidas reinaba una oscuridad absoluta. El dique seco mostraba al aire los muñones de su antigua estructura de concreto y la armazón de madera se había derrumbado por la acción de la intemperie. Un cobertizo hecho con hojas de zinc ennegrecidas por el óxido debía ser el antiguo lugar donde estaban las oficinas. El conductor tocó levemente el claxon. En una ventana del segundo piso, cubierta en parte con cartones que reemplazaban los vidrios rotos hacía quién sabe cuánto tiempo, se encendió la luz de una linterna de mano que nos alumbró por un momento.

—Ya bajo —se escuchó la inconfundible voz del Gaviero con su acento mediterráneo y cadencioso pero de impecable articulación. A pesar o tal vez a causa de éste, solía confundírsele a menudo con las gentes del mediodía francés. Por entre los claros que dejaban las láminas de zinc, vimos descender la luz por unas escaleras que crujían en forma alarmante. Maqroll encendió la bombilla protegida por una gruesa malla de alambre que había sobre la puerta de entrada. La luz iluminó de lleno y con brutal crudeza el rostro del Gaviero.

No pude ocultar la impresión que me causaron sus facciones. No era que se le hubieran venido de repente los años encima. Pensé más bien en otra de las fiebres que solían devastarlo sin misericordia. Notó mi reacción pero, con una pálida sonrisa nada convincente, trató de quitarle importancia al asunto. Despidió al chofer dándole las gracias por haberme llevado y me invitó a entrar al destartalado edificio. El chofer me dijo que prefería esperar porque tales eran las instrucciones de mossèn Ferran y la cena estaría lista en cosa de media hora. El Gaviero alzó los hombros en señal de asentimiento y comenzamos a subir las escaleras que, a cada paso, amenazaban con venirse abajo. Al llegar al primer rellano entramos a lo que antes debió servir de oficina y ahora servía de morada al vigilante.

En un amplio sofá forrado de piel había instalado Maqroll su cama, es decir, dos cobijas bastante raídas por el uso y una almohada con manchas de origen incierto. El Gaviero puso la linterna en una mesa tambaleante llena de libros y fue a encender una lámpara de gasolina que colgaba de un gancho en mitad del cuarto. En lo que antes debió ser un escritorio había algunas tazas, dos vasos y varias cajas de latón que debían guardar café en polvo, azúcar y otros alimentos. Todo alrededor de una cocinilla de alcohol. En las paredes colgaban planos de embarcaciones de los más diversos tipos y tamaños, desde grandes cargueros de dos chimeneas hasta veleros de tres mástiles. También se veían planos de motores diésel y perfiles de cascos y arboladuras, todo en un estado tal de deterioro que daba la impresión de que caerían al suelo de un momento a otro. El ambiente, sin embargo, convenía perfectamente con la vida y costumbres de Maqroll y sospeché que hasta debía resultarle acogedor, sabiendo de los antros en donde transcurrieron largos años de su vida. Lo había visitado en cuevas de miseria en lo más profundo de la Amazonia o del Chaco, en buhardillas de horror en Amsterdam y Vancouver o en tugurios infectos de los barrios miserables y lacustres de Guayaquil o Buenaventura. Los astilleros de Pollensa se me antojaron, en comparación, un refugio confortable en donde lo acompañaban sus libros preferidos que hablaban de vidas ilustres y de guerras olvidadas.

Quitó de una poltrona, que cojeaba por ausencia de una de las ruedas de las patas, un montón de revistas de ingeniería náutica que debían reposar allí hacía muchos años y me invitó a tomar asiento. Conociéndolo como lo conozco, sabía que era aconsejable no entrar de lleno en materia sobre el motivo de nuestra visita. Hablamos de Alejandro Obregón y algo mencioné de la carta recibida por éste. No se dio por enterado y me preguntó qué estaba pintando Álex ahora. Pasamos revista a las distintas épocas de la pintura de nuestro común amigo y comentamos su abandono de los peces, las mojarras y los cóndores para entrar en un mundo paradisíaco de ángeles con formas femeninas. Maqroll repuso:

—Un día dejará también a esos seres perturbadores. ¿Sabe cuál es el problema de Álex? Es muy simple, pero no tiene solución: él sueña con pintar un día la vida, no la diaria y necia rutina de los hombres, sino la vida, la de verdad, la que sólo encuentra respuesta en la mudez rotunda de la muerte. Ese propósito no se le cumplirá nunca, pero jamás alguien como él aceptaría una derrota semejante. Allí dejará Obregón la piel, pero no va a cejar. Usted bien sabe que es así. La vida se nos viene encima como una bestia ciega. Se traga el tiempo, los años de nuestra existencia, pasa como un tifón y nada deja. Ni la memoria siquiera, porque la memoria está hecha de la misma substancia inasible y veloz con la que surgen los espejismos y luego desaparecen. Y cómo va alguien a lograr pintar algo así.

La voz le vibraba ligeramente en los tonos bajos de cada frase. Algo me anunciaba que había llegado el momento de entrar en materia.

—Bueno —le dije—, como hace tanto que no nos vemos, me pareció una buena oportunidad aprovechar estas vacaciones para venir a conversar algunas cosas con usted que me han quedado pendientes desde nuestro último encuentro. Además, le confieso que lo que le comentó a Obregón sobre su estado de ánimo me dejó un tanto inquieto y, pues bien, aquí estamos. Tenemos todo el tiempo que sea necesario. Ya conoce mi debilidad por Mallorca y las viejas raíces que me unen a esta tierra. Si quiere que le confiese, nada nos ha adelantado mossèn Ferran, que me parece persona de gran calidad y que lo quiere bien. Me da la impresión que prefiere que sea usted mismo quien nos cuente lo que le ha pasado. No consigo imaginar qué pueda ser. Ya me creía al otro lado de tener sorpresas con usted.

—Eso creía yo también —repuso el Gaviero con la mirada puesta en una imprecisa lejanía—, y me equivoqué lamentablemente. Al filo de la muerte nos han de esperar otras jamás sospechadas. Pero dónde está su esposa. ¿No vino a Pollensa?

La pregunta, lanzada así, de repente, como si despertase de un mal sueño, me indicó que no iba a contarme esa noche nada de lo que le había sucedido. Por alguna razón, que en ese momento se me escapaba, requería para hacerlo de una presencia femenina. El Gaviero se encargó de confirmar mi intuición.

—Para contar esta historia preferiría que estuviera presente su esposa. Las mujeres son las únicas que saben descifrar el fondo del alma infantil. De eso se trata ahora y nosotros los hombres, en esto como en tantas otras cosas que tienen que ver con los sentimientos, somos de una torpeza de carreteros. Mañana haremos que doña Mercé, que es también amiga mía, nos prepare en el hotel una buena sopa mallorquina y algún pescado de los que ella sabe sacar partido con verdadero genio. Sentados en la terraza, frente al mar, conversaremos lo que haga falta. Allá llegaré. No me envíen el taxi de mossèn Ferran. Estoy acostumbrado a hacer ese trayecto caminando por la orilla de la bahía. El mar ha sido siempre en mi vida un infalible consejero. Usted bien lo sabe.

Me dejó algo intrigado esa alusión al alma infantil y a la facultad femenina para sondearla. Por más vueltas que le daba no conseguí adivinar en qué laberinto se había extraviado nuestro amigo. Lo único evidente era que pasaba por una prueba para él hasta entonces desconocida. Lo mostraban el desconcierto inerme de su mirada y cierto desasosiego sordo que trataba de ocultar a toda costa. Los ojos de derviche en reposo se le habían hundido en las órbitas como si quisieran apagarse. Por la frente le corrían sombras que no terminaban de fijarse en un gesto determinado y los labios intentaban cerrarse con fuerza como para rechazar una pena inmerecida y confusa.

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