Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»Un día llegó una carta de Lina donde el optimismo y la resignación de las anteriores se había trocado en un acento más taciturno y agobiado. Trabajaba en una fábrica de productos químicos en las afueras de Bremen y compartía con la rubia Asunta y dos portuguesas una estrecha habitación en un sórdido barrio obrero en el otro extremo de la ciudad. El alquiler le costaba más de lo calculado, el salario sufría frecuentes recortes por cuotas sindicales y primas de seguro. Además, le pagaban a destajo y, a menudo, el cansancio y los frecuentes resfriados a causa del clima de Bremen no le permitían ganar lo calculado en un principio. Estaba resuelta a reunir la suma que le permitiera viajar al Líbano sin pesar sobre los Bashur y, en especial, sobre Warda, que vivía en una austeridad dictada por su deseo de contribuir con todo su esfuerzo a las obras de beneficencia a las que estaba dedicada. Para lograrlo, Lina tendría que permanecer allá por lo menos durante un año más. Respecto a Jamil, me confesaba estar tranquila sabiéndolo en manos mías y de Mosén Ferran, por quien, aun sin conocerlo, guardaba una gratitud muy grande por la forma como había acogido a su hijo. La ausencia de Jamil le pesaba desde luego y a veces la torturaba el deseo de dejarlo todo para ir a su lado. Me pedía que le enviara en mis cartas más detalles sobre el niño, sus progresos y sus juegos, y me insistía en que cada día le mencionara a su madre para tenerla presente lo más posible. Esta carta llegó a la dirección de Mosén Ferran, como todas las anteriores, pero en el sobre no estaba mi nombre sino el de nuestro párroco. Nada mencioné a Jamil respecto a estas noticias que estaba seguro que lo hubieran entristecido. No precisaba Lina insistirme sobre la necesidad de mantener viva en el muchacho la imagen y el recuerdo de su madre. Yo la mencionaba a cada instante y él, por su parte, también la traía a cuento siempre que podía.
»Poco antes de la Navidad enviamos a Lina una fotografía de su hijo en los muelles donde pescábamos. Tomarla fue toda una odisea. Yo jamás he usado una cámara y mossèn Ferran tampoco. Por fortuna, encontramos un fotógrafo que se dedicaba a retratar turistas en la playa y él se encargó del asunto. Cuando vi la foto no pude menos que recordar aquella de Abdul niño al pie de los restos de un avión derribado en el Líbano por la artillería francesa. Los mismos ojos entre asombrados y contritos, los mismos cabellos encrespados y en desorden. He guardado conmigo una copia de ese retrato de Jamil. Mucho han de haber cambiado las cosas para mí, porque recuerde —y volvió hacia mí la mirada— que no quise guardar la de Abdul que usted una vez me trajo porque, como entonces le dije, a mí las cosas se me van de las manos. Ahora pienso que tener la de Jamil es una forma de conservar también la de su padre».
El Gaviero sacó de un bolsillo de su chaqueta de marino la fotografía y nos la dio para que la viéramos. Nada supimos decir. Toda palabra sobraba en ese momento. Le devolvimos la foto y, mientras la volvía a guardar, pasó por su rostro una sombra imprecisa que tenía mucho de resignación pero también algo de afectuosa nostalgia. Mossèn Ferran, con su vozarrón de bajo operístico, rompió el silencio:
—Cuando supimos que la madre tenía que prolongar su permanencia en Alemania, le propuse al Gaviero que matriculásemos al niño en una escuela de párvulos que sostiene la parroquia con la ayuda de algunas personas pudientes de Pollensa. Aquí nuestro amigo no estaba muy convencido de la utilidad de ese paso. Le noté cierto temor de que Jamil pudiera sufrir agresiones de parte de los otros niños que verían en él a un extranjero, con visos de árabe para mayor riesgo. Yo insistí y Maqroll accedió a regañadientes pidiéndome que no se le planteara al niño esta decisión como algo definitivo sino como una prueba. Así lo hicimos y, en un principio, Jamil aceptó la propuesta aunque volvía a mirar a Maqroll a cada instante mientras le explicábamos nuestro plan. Al final le preguntó con cierta inquietud qué iba a hacer mientras él iba a la escuela. El Gaviero balbuceó no sé qué explicación confusa y Jamil no quedó muy convencido. En un comienzo las cosas fueron sin mayores complicaciones.
—Pero un día —interrumpió el Gaviero— Jamil se negó a ir a la escuela.«Me voy a pescar contigo» —me dijo en forma terminante. No quise o no pude contrariarlo y navegamos hasta el centro de la bahía. La barca tenía un sollado donde Jamil guardaba sus aparejos de pesca y varios de los objetos mágicos que le servían, según él, para alejar a los piratas y para atraer a los grandes peces que un día íbamos a capturar. Mientras pescábamos en las aguas transparentes por las que cruzaban los peces que poco caso hacían de nuestros anzuelos, Jamil me comentó su experiencia en la escuela. No quería volver allí porque sus compañeros se burlaban de su acento y se encarnizaban con él haciéndole preguntas desagradables tales como si yo era su padre o su abuelo, dónde vivía su madre, si yo también era árabe y otras impertinencias por el estilo que lo confundían terriblemente. Descubrí, entonces, que la gente de Pollensa había tejido toda suerte de leyendas sobre el vigilante de los astilleros y sobre la aparición inopinada de Jamil. Lo menos grave que habían urdido era que se trataba de un antiguo forzado huido de un penal del continente donde purgaba una pena por trata de blancas y turbios negocios con los anarquistas. Pero la que más me hizo reír fue esta otra que me transmitió Jamil mostrando, desde luego, graves dudas sobre la veracidad de la especie. Se decía que yo era el legítimo heredero del rey de Omán y me escondía en Mallorca por haber asesinado a un hermano que era el favorito de mi padre. Claro está que tranquilicé de inmediato a Jamil respecto a todos esos infundios, en especial este último sobre el cual noté que le hubiera gustado que tuviera algo de cierto, porque se ajustaba a sus fantasías sobre piratas y tesoros escondidos. No hubo manera de convencerlo de que regresara a la escuela, pero, al mismo tiempo, puso mayor empeño en aprender a leer con mi ayuda, tarea para la cual yo no contaba con otra condición que una recién aprendida paciencia. De su paso por la escuela le quedó al niño la conciencia de ser un extranjero y de estar marcado por no sabía qué irregularidad de su condición social. Ambas cosas le dejaron una huella dolorosa sobre la que no le gustaba hablar directamente pero a la que aludía a menudo y le llevaba con frecuencia a preguntarme aún más sobre su padre y la familia de éste. Se volvió más ávido de precisión en las historias que solía contarle sobre nuestras andanzas y tuve que ir con mucha prudencia para ocultarle las innumerables ocasiones en las que vivimos Abdul y yo al margen de la ley. Cuando esto resultaba imposible, resolvía suavizar el tema en forma de que no apareciésemos como francos malhechores. Ya los años se encargarían de mostrarle la irreparable relatividad de los códigos y la abusiva aplicación que de ellos saben hacerlos hombres. A través de mis relatos, la imagen de Abdul Bashur iba tomando más presencia en la mente de Jamil y su personalidad adquiría, a ojos vistas, perfiles más propios y acusados.
—De ello soy testigo —comentó mossèn Ferran—. Lo que logró el Gaviero fue formar un pequeño Maqroll que se paseaba por las calles de Pollensa y por las playas de la bahía con un aire de perdonavidas y de sabelotodo que llamaba la atención hasta de los estólidos turistas nórdicos que, a su paso, despertaban de la anestesia en la que logran conservarse bajo el sol.
—Mi impresión más bien —prosiguió Maqroll sonriendo con las palabras del clérigo— es que mis esfuerzos lograron que Jamil pudiera integrarse a su familia en el Líbano dueño ya de una personalidad propia. Pero estos cálculos que solemos hacer los mayores por cuenta de la niñez suelen terminar en fracasos. No creo que haya sido el caso con Jamil. Convivir con él y con su descubrimiento del mundo, percibir de cerca esa secreta y arrolladora energía que cada niño trae consigo y le permite conquistar su sitio entre los mayores, me hicieron mudar paulatinamente mi idea del hombre. Siempre he estado convencido de que bien poco debe esperarse de nuestros semejantes que constituyen, sin duda, la especie más dañina y superflua del planeta. Sigo pensándolo así, cada día con mayor certeza, pero lejos de producirme el enojo y la amargura que antes me torturaban, ahora siento algo que definiría como una indulgente ternura. Pienso que, cuando fueron niños, el camino que les estaba destinado era otro muy distinto del que escogieron cuando fueron adultos. Este cambio ha bastado para aceptar mi destino y quedarme en Pollensa, marginado y tranquilo, sin intentar nuevos lances que en el pasado hicieron de mi vida una delirante secuencia de infortunios. No más aserraderos río Xurandó arriba ni viaje con un capitán alcohólico y un indio matrero. Nada me hará repetir la experiencia de un burdel de ficticias aeromozas, ni en Panamá ni en parte alguna. Por ninguna razón volveré a enterrarme vivo en las minas abandonadas de la cordillera en busca de un oro que también se me escapaba de las manos. No es fácil establecer un nexo entre la revelación que fue para mí convivir con Jamil y el esfumarse de mis delirios itinerantes. De todos modos, lo cierto es que he llegado a una impávida aceptación de todo por el solo ejemplo de este niño entrando al oscuro dédalo que tejen los hombres hasta terminar en un breve túmulo de pardas cenizas y que hemos convenido en llamar la vida, simplificando, como siempre, las cosas en forma lamentable. No sé qué será de Jamil. Lo que sí sé es que su compañía durante un año largo tuvo para mí una virtud salvadora y si no me ha convertido en otro hombre, sí, al menos, me ha llevado a ser un resignado espectador de nuestra batalla con las sombras, cuya única dignidad estriba en saber preservar al niño que fuimos un día.
—Creo que usted siempre lo ha sido —comentó mossèn Ferran—. Lo que sucede es que no lo sabía y ahora sí lo sabe. Ese niño que permanecía en usted fue el que supo entender y amar a Jamil y eso lo ha salvado.
Maqroll volvió a una de sus ausencias y nada comentó a las palabras del párroco. La noche había llegado sin darnos cuenta. Mossèn Ferran nos invitó a que lo acompañásemos hasta su casa. Allí, dijo, nos esperaba una ligera merienda y el Gaviero tendría ocasión de continuar su relato. Aceptamos gustosos la idea y nos despedimos de doña Mercé, quien insistió en no cobrarnos la comida. En palabras de una gentileza de otros tiempos, nos hizo saber que era una invitación suya para honrar al Gaviero y a sus amigos.
Mientras caminábamos por las calles de Pollensa, escasamente iluminadas por el alumbrado público, pero bañadas en un lácteo resplandor de luna llena, tuve la impresión de que, además de invitarnos a conocer el final de la historia de Jamil y del Gaviero, el párroco también abrigaba la ilusión de mostrarnos su biblioteca. Sabía de mi afición por esos temas y, en particular, por la historia de la isla, y de seguro contaba con darme más de una sorpresa. Llegamos a la pequeña iglesia que había ya perdido en sucesivas restauraciones la menor huella de su estilo original que supuse de un románico tardío. La rectoría, como allí se la llama, estaba pegada a la iglesia y en nada se distinguía de cualquiera de las casas de una edad indeterminada que formaban el conjunto residencial del puerto. Nos instalamos en el estudio de mossèn Ferran, una amplia habitación cuyas paredes tapizadas de libros sólo mostraban un breve espacio en blanco en donde había un nicho de piedra con un hermoso crucifijo de marfil, seguramente tallado en las Filipinas en el siglo XVII. Un ama silenciosa, de edad avanzada y marcado tipo morisco, nos trajo en una bandeja de plata una botella de vino generoso y cuatro copas de cristal con adornos pintados de varios colores. Mosén Ferran me invitó a recorrer los estantes de su biblioteca. En efecto, allí albergaba auténticos tesoros, casi todos dedicados a la historia del reino de Mallorca. Entre los muchos que me sorprendieron estaban la edición en catalán de 1562 de la
Crónica
de Ramón Muntaner; otra, más antigua aún, del
Llibre deis feits
sobre el rey Don Jaime I y, desde luego, no podía faltar allí la obra completa del gran bizantinista francés del siglo pasado, Gustave Schlumberger que, valga la verdad, fue lo que mayor envidia me despertó de los muchos tesoros acumulados por el clérigo amigo de Maqroll durante una apacible vida de investigador y cura de almas, dos actividades no por antitéticas menos ricas en oportunidades de explorar los abismos del corazón y los laberintos de la memoria. Le expresé a nuestro anfitrión mi asombro por la riqueza de su biblioteca y el hombre no pudo contener una amplia sonrisa de satisfacción. En mi recorrido por los estantes me había acompañado el Gaviero. Por sus comentarios pude darme cuenta de que buena parte de aquellos libros le era ya familiar y de que su lectura había ocupado las largas horas de ocio que le dejaba su oficio de velador de los astilleros abandonados. Regresamos a nuestros sillones y mossèn Ferran hizo gala de su conocimiento de uno de los períodos más decisivos y oscuros de la historia del Mediterráneo. Sus ideas originales, nacidas de una sólida erudición, me descubrieron la oculta faceta del que se presentaba como modesto párroco de un puerto mallorquín. Al terminar mossèn Ferran sus eruditas disquisiciones, hizo al Gaviero una seña como indicándole que ahora le tocaba hablar a él.
—Aquí —comenzó a decir Maqroll con voz de una monótona opacidad— he logrado olvidar mucho de lo olvidable de mi vida y he sabido y recordado cosas que me han ayudado a poblar mi soledad, de la cual no me quejo, por cierto. No sé ya cuántas veces nos hemos enzarzado mi amigo y yo, al cobijo de su admirable colección, en remembranzas de las tropelías de los angevinos en Mallorca, en inopinados detalles de la vida de Roger de Lauria y en las muchas dudas que cabe tener sobre los hechos de don Jaume el Conqueridor. Luego, ya Jamil con nosotros, muchas ocasiones hubo en que se nos quedaba dormido en uno de estos sillones porque se negaba a permanecer solo en mi covacha y tenía que regresar con él en brazos, muy pasada ya la medianoche.
Mossèn Ferran tornó a sonreír mientras saboreaba el vino con evidente complacencia. Éste, que nunca ha sido de mi predilección, debo reconocer que esta vez mostró cualidades más que notables. Miré a Maqroll, al que sabía acostumbrado a bebidas harto más aguerridas y fogosas, y él me contestó con gesto aprobatorio mientras alzaba la copa dirigiéndose a mi esposa. Con aquélla en las manos irrumpió de lleno en su historia:
—Habían pasado ya seis meses desde nuestro arribo y Jamil se había incorporado de lleno a nuestra vida. Ésta se desarrollaba, sin que nos lo propusiéramos, según una rutina más o menos inmutable. Después del desayuno y de una zambullida en el mar para espantar el sueño, lección de lectura y de escritura según un sistema inventado a mi leal pero inexperto saber y entender. Salida a pescar en el velero o al pueblo para hacer algunas compras indispensables y pasar por la oficina de correos. Regreso a nuestros cuarteles para intentar algunas mudanzas de los objetos tabú reunidos por Jamil con secretos fines invocatorios. Preparación de la comida, en la que Jamil insistía en tomar parte poniendo la mesa y probando mis frugales y monótonas fórmulas culinarias. Lectura en voz alta de las aventuras de Tirant lo Blanc o de algún capítulo del Quijote, libro que a Jamil le producía un regocijo indescriptible. De nuevo en el velero para enseñarle algunas reglas elementales de navegación. Ya había aprendido a manejar el timón con gran esfuerzo de sus pequeños brazos y esto le divertía en extremo. En los momentos difíciles, yo iba en su auxilio sin que por eso Jamil dejara de sentirse parte importante de la maniobra. Al llegar la noche, o bien pasábamos un rato a visitar a Mosén Ferran o nos refugiábamos en mi habitación para preparar la cena y tornar a la lectura. Jamil no era muy adicto a la conversación. Sabía permanecer en silencio durante largos períodos en los que se dedicaba, sin duda, a tejer sus imaginaciones y fantasías, todas relacionadas con el mar y alimentadas por los libros que le leía y por mis historias contadas siempre, como ya lo dije, con la censura de las partes que, por ahora, era mejor que ignorara. A medida que iban pasando los meses, el muchacho, si bien preguntaba por su madre y esperaba con ansiedad sus cartas, se alejaba más y más del ámbito en el que había vivido anteriormente y se ajustaba con absoluta familiaridad a nuestra vida en Pollensa. Con todo y sus largos silencios, conservaba siempre un buen humor y un tono burlón y regocijado para escuchar y atender mis observaciones y mis historias y en esto, una vez más, me evocaba a su padre. También, como Abdul, mantenía intacta una abierta disposición para conocerlo todo, para probarlo todo con jubilosa plenitud. A menudo sus respuestas o sus comentarios me hacían reír como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo.