Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Maqroll había permanecido entretanto con la mirada perdida en el horizonte donde comenzaba a instalarse la gran noche del Mediterráneo. En ese momento percibí la melancolía que trabajaba sus entrañas y el pozo de incertidumbre y pena en el que estaba sumergido, de seguro desde su niñez, sepultada por él en un olvido que el contacto con Jamil había despertado trayéndole recuerdos de un paraíso que había dado por perdido. Al relatarnos su historia, era evidente que en algo aliviaba su congoja.
—Ahora —prosiguió— he venido a preguntarme si tantos años de vida en el mar y tan atropelladas como absurdas incursiones tierra adentro, no habrán contribuido en buena parte a esa marginación, a esa amputación diría mejor, de una experiencia que me fue revelada al lado de Jamil. Usted recuerda —se dirigió a mí— que en el diario que escribí durante mi subida por el río Xurandó, en busca de los malditos aserraderos que se desvanecieron en una pesadilla, hablo de esos momentos en la vida cuando pensamos que la esquina que jamás doblamos, la mujer que nunca tornamos a buscar, el camino que dejamos por otro, el libro que jamás terminamos, todo esto se va acumulando hasta formar una vida paralela a la nuestra y que, en cierta forma, también nos pertenece. Pues bien, buena parte de esa existencia dejada de lado regresó de golpe tan pronto tuve a Jamil a mi vera. En ese momento la corriente paralela vino a confundirse por un instante con la de mi vida real. Al regresar, luego, a su cauce, me ha dejado maltrecho y sin rumbo. Usted me entiende mejor que nadie.
Era bien característico del Gaviero el lanzarse a tales disquisiciones antes de proseguir sus relatos. Lo movía una necesidad de poner en orden, allá en su interior, la turbulenta materia de sus días, el ingobernable caos que sus andanzas y padeceres mantenían en perpetua ebullición. Recuerdo muy bien, en una ocasión en la que fui a rescatarlo de una empresa inconfesable en la desembocadura del Mississippi, en Grande Île, lo que le escuché, tras una noche borrascosa de
bourbon
y mulatas en un destartalado puertucho cuyo nombre he olvidado:
—El único orden —me dijo en esa ocasión— en el que podemos confiar, el único cierto y definitivo, es el de la muerte. Eso lo sabemos todos, ya lo sé. Pero la astucia consiste en seguir viviendo y en tratar de no tener relaciones muy cercanas con ella. Cuando la muerte invita hay que volverle la espalda. No por miedo, desde luego, sino con la certeza de que no está interesada en nosotros sino en nuestros pobres huesos, en nuestra carne con la que alimenta sus legiones. Sin embargo, allí está esperándonos el orden, el único valedero. No lo olvide, no lo olvide jamás —me decía mientras su mano se aferraba a mi brazo y lo sacudía con ciega desesperación. Ese episodio me vino a la memoria en la noche de Pollensa, bajo el cielo de los helenos, el de los príncipes omeyas, el que asiste al lento cabalgar del condotiero Giudoriccio da Fogliano en el Palazzo Publico de Siena.
Maqroll regresó a su relato:
—Lo que más había temido fue lo que más placer produjo a Jamil: el desorden y la pobreza de mi refugio en los astilleros. Imaginé que iban a desconcertarlo y fueron para el muchacho una fuente de inagotable diversión. Arribamos allí, tras un largo viaje en el taxi de nuestro párroco. Éste no acababa de ponderar el despierto espíritu y los vivaces gestos de nuestro nuevo huésped y nos acompañó hasta los astilleros. Cuando se despidió de nosotros, me miró por un instante como temiendo la reacción de Jamil ante la ruina del lugar. Éste subió como una exhalación las bamboleantes escaleras que llevan a mi guarida, tiró sobre mi lecho la valija con sus pertenencias y corrió a abrir la ventana para mirar el mar. La extensión de las aguas que reflejaban la fosforescencia del cielo nocturno le produjo una especie de encanto hipnótico. Entretanto, me dediqué a organizarle un lecho provisional con algunas tablas y dos baúles llenos de papeles, como ya lo había hecho antes con ocasión de la visita de un antiguo compañero de andanzas en el Asia Central que había venido a visitarme. Cuando la cama estuvo lista, traté de convencer a Jamil de que abandonase su mirador y viniera a dormir después de un viaje tan ajetreado. Por fin accedió a hacerlo pero no sin preguntarme, metido ya entre las cobijas:
»—Mañana ¿qué vamos a hacer?
»No supe al primer momento qué responder a pregunta tan conminatoria y concreta. Mi trabajo en los astilleros consiste en cuidar el sitio e impedir que los vecinos acaben de desmantelar lo que queda de las instalaciones. Las interminables horas de ocio suelo ocuparlas en lecturas, buena parte de las cuales me las proporciona mossèn Ferran, y en reconstruir en la memoria un pasado que desfila como si lo hubiese vivido otro ser que en ocasiones siento ajeno a lo que soy en el presente. Jamil seguía con la mirada puesta en mí en espera de una contestación que se me escapaba. Por fin, se me ocurrió, no sé cómo, decirle:
»—Mañana vamos a pescar.
»—¿Dónde?
»—Aquí, en el muelle que está frente a los astilleros —aventuré con cierta cautela.
»—¿Allí hay peces? ¿Muchos?
»—Bueno —le respondí un tanto más seguro del camino que había inventado—, mañana vamos a ver. Nunca he pescado allí pero los peces se ven desde la punta del muelle.
»—Mañana vamos a ver. Si hubiera peces tú ya habrías pescado.
»—Sí hay. Yo los he visto. Siempre hay. Ahora vamos a dormir —le respondí con precaria autoridad.
»Dormimos hasta muy entrada la mañana. Jamil me ayudó a preparar el café con leche con el pan tostado generosamente untado de mermelada que, según me había dicho Lina, era su desayuno favorito. Yo tomé mi té acostumbrado con tajadas de pan negro, ante la mirada de franco reproche de Jamil, que sentía por el té una repugnancia para nada acorde con los gustos de sus antepasados del desierto. Partimos al pueblo en busca de cañas de pescar. Mossèn Ferran nos proveyó de todo lo necesario y regresamos al muelle. Las tablas mal aseguradas en donde éste terminaba nos sirvieron de asiento y allí nos dedicamos a esperar una sorpresa harto incierta. Mi manejo de la caña no debió ser muy convincente porque, al rato, Jamil me increpó mientras se reía de mi torpeza:
»—Pero, Gaviero, tú no sabes pescar. ¿Qué hacías entonces en los barcos cuando eras niño?
»—Yo —le expliqué— nunca tuve tiempo de pescar de niño en los barcos. Tenía que subir al extremo del palo más alto y desde allí anunciar a la tripulación lo que se veía en el horizonte. En los barcos cada uno tiene un oficio que hacer y es muy poco el tiempo que queda para pescar. Allá se pesca con redes y es un trabajo muy duro.
»Me lancé, luego, a una larga explicación de cómo se hacía esa pesca y le conté que había sido dueño de un pesquero junto con un marino noruego que había sido mi amigo años atrás. Jamil me miraba entre asombrado y escéptico y en eso un pez comenzó a jalar de su anzuelo. Le ayudé a recoger el hilo girando el carrete mientras él sostenía la caña con las dos manos. Le brillaban los ojos de satisfacción y pronunciaba en árabe exclamaciones de alegría. La presa resultó ser un pescado de casi tres kilos. No supe decirle de qué especie se trataba, lo cual no ayudó mucho a consolidar mi prestigio como pescador. Jamil, para consolarme, me dijo muy serio:
»—Esta tarde te irá mejor, Maqroll. Ahora vamos a llevarle este pescado a mossèn Ferran para que nos lo preparen para la cena.
»Le expliqué que, primero, no estaba seguro de que se pudiera comer y, luego, que mossèn Ferran era persona muy ocupada y no podíamos caerle así de repente. Jamil insistió y fuimos donde nuestro amigo.
—Mi cocinera —comentó el clérigo— no pudo preparar el animal porque no era de una especie comestible. Jamil sintióuna desilusión tal que tuvimos que secarle algunas lágrimas que le escurrían por las mejillas mientras veía cómo la cocinera tiraba a la basura el premio de la primera pesca de su vida.
Maqroll había vuelto a perderse en una de sus ausencias y quedamos callados un momento. Luego continuó con su relato:
—La pesca en el muelle se convirtió en nuestra principal actividad. Otros pescados vinieron, éstos sí comestibles, y había que ver con qué aire ufano nos miraba Jamil en la mesa cuando uno de aquéllos, sacado por él, era el plato principal en casa de mossèn Ferran.
»Luego nos aventuramos en una barca que conseguí reparar, de las dos que aún quedaban en los astilleros. Le instalé un mástil y una vela y nos lanzamos a explorar la bahía en busca de sitios donde lograr buena pesca. Le enseñé al muchacho a tener de vez en cuando el cabo que sostenía la vela y esto lo hacía por completo feliz. Mis bonos subieron de nuevo lo suficiente como para olvidar mis fracasos como pescador. Nuestros días transcurrían en un ritmo apacible, poblados por los continuos incidentes de nuestras hazañas de navegantes y pescadores en la bahía de Pollensa. Inútil decirles cuántas veces pensé en las tormentas afrontadas durante mis años de pescador en Alaska y las veces en que estuve a punto de naufragar en un mar helado cuyas iras son el terror de los marinos.
»De vez en cuando nos llegaba de Alemania una carta de Lina cuya lectura escuchaba Jamil con atención y seriedad de persona mayor. A menudo me pedía que repitiera algunos párrafos en los que contaba episodios de su trabajo y de su vida en Bremen, ocultando, claro está, las penas y dificultades por las que debía pasar en una de las ciudades más sombrías e inclementes que he conocido. Jamil quería siempre, en tales ocasiones, que contestásemos de inmediato a su madre. "Para que no tenga que esperar mucho noticias nuestras", me explicaba como disculpándose por su exigencia. Me hablaba con frecuencia de su madre y me relataba anécdotas vividas por ambos en los países donde habían habitado.
»De su padre conservaba una imagen construida con las alusiones que de continuo hacía Lina y las fantasías que él mismo tejía alrededor de la vida de marino que aquél había llevado. Un día me propuse hacerle un retrato lo más fiel posible de Abdul y me escuchó con vivo interés, salpicado a veces de leve escepticismo. Traté de ser lo más escueto posible y de pasar por encima de episodios cuya comprensión hubiera sido muy ardua para el muchacho. Le conté de la obsesión de su padre por ser dueño del carguero ideal, cuyas proporciones, diseño y detalles técnicos se sabía de memoria y cómo nunca le fue dado cumplir ese sueño. Le insistí, en especial, en las cualidades de amigo fiel, siempre listo a compartir con quienes quería los peligros y penalidades que la suerte les deparaba. Pasaron los días y pude darme cuenta de que Jamil había sumado los detalles de mi descripción a las fantasías urdidas por él, que se le antojaban tan reales como mi testimonio. El asunto no tenía remedio y preferí dejar así las cosas. Bashur, pensé, hubiera celebrado mucho las invenciones de Jamil. Que Lina tampoco hubiera intervenido en este aspecto me pareció encomiable. Ya la vida se encargaría, quizá, de mostrar a Jamil la verdadera imagen de su padre, conservada con devoción por amigos y parientes en los más apartados rincones de la Tierra.
»En esta forma comenzó para mí una nueva vida, habitada cada hora del día y de la noche por esa criatura que iba descubriendo el mundo llevado de mi mano, a tiempo que me daba una lección que creía aprendida por mí desde siempre. Era, en cierta forma, como volver al arcano diálogo con los oráculos. Cada día que pasaba crecía mi asombro ante la innata certeza con la que Jamil establecía su dominio sobre lo que iba descubriendo. Mi refugio se fue llenando de los objetos más inesperados que, una vez escogidos y guardados por Jamil, adquirían un cariz evocador y mágico. Caracoles de todas las formas y tamaños, botellas y trozos de madera abandonados por el mar en la playa, esqueletos de aves y peces descubiertos en las cavidades de los acantilados, trozos de cuerda y retazos de velamen, objetos metálicos imposibles de reconocer y hasta letras clavadas en tablas descoloridas. Cada uno de esos objetos servía a Jamil para construir una historia que les daba presencia y validez indiscutibles. De noche, a la luz de la Coleman que alumbraba nuestro albergue, el muchacho pasaba revista a sus tesoros y me repetía la historia de algunos de ellos, cada vez enriquecida con variaciones sorprendentes. Una de esas noches, mostrándome un trozo de cable teñido de púrpura, me explicó:
»—Con esta cuerda ahorcaron a un pirata que mató a todas las personas de una isla que luego hizo suya. No perdonó ni a los niños. Cuando lo apresaron los barcos de guerra que fueron a buscarlo, fue colgado del palo más alto de la nave almirante. ¿Sabes cómo se llamaba?
El Leopardo Furioso
.
»Me aventuré a preguntarle de dónde había sacado tanto detalle y qué sabía él de piratas y naves almirantes. Me contestó que en varias ocasiones me había escuchado hablar de piratas con mossèn Ferran y de una isla que se llamaba Cecilia. "Sicilia", le corregí. Fue así como caí en la cuenta de que Jamil había asimilado a su manera mis charlas con mossèn Ferran sobre las incursiones de los Almogávares y había hojeado también varios de los libros sobre el tema que solía prestarme nuestro amigo y en cuyas láminas, de seguro, se inspiraba para crear sus historias.
»Ninguno de los objetos rescatados del mar por Jamil podía cambiarse de lugar. Cuando intenté hacerlo en un momento de distracción, recibí una severa reprimenda. La razón expuesta por Jamil me dejó un tanto en la luna:
»—Si los cambias de sitio no van a saber en dónde estaban. Los separas de sus amigos y los mandas a vivir entre extraños.
»Pasado el tiempo ya no me intrigaban esas secretas leyes que rigen el mundo de la infancia. Es más, en ocasiones me sorprendí acatándolas entusiasta. Mi complicidad llegó a ser absoluta —al igual que lo fue con su padre— y llegamos pronto a no necesitar explicar la razón de nuestros actos emprendidos siempre de consuno dentro de un ámbito sólo por nosotros conocido. A menudo tenía que hacer un esfuerzo mental para darme cuenta de que se trataba de un niño que iba a cumplir cinco años y no de un adulto de casi cuarenta, que era la edad de Abdul cuando nos conocimos en El Cairo. El paralelismo se acentuaba por obra de algunos gestos de Jamil que, como les dije, recordaban a los de su padre. Una forma de levantar el brazo y mantenerlo en alto mientras inicial a una frase que deseaba subrayar, los movimientos de las manos en desacuerdo con las palabras que pronunciaba, hasta dar la impresión de que alguien, allá escondido dentro de ellos, ordenaba esos gestos con un propósito oculto y, finalmente, el hábito de dejar ciertas frases sin concluir y quedarse un momento callado. Los días transcurrían en una tranquilidad sin sobresaltos y Jamil fue adquiriendo un aspecto mucho más saludable y robusto que cuando lo conocí en Port Vendres.