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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (12 page)

BOOK: En compañía del sol
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—No tengo dinero.

—Yo invito.

—No puedo permitirlo. Has pagado todas las rondas del Poisson. No me gusta aprovecharme. Te acompañaré, pero yo no voy a beber más.

—¡Vamos, amigo Favre —exclamó Francés afable—, divirtámonos! Descubramos juntos los misterios del barrio Latino.

Alegremente, se encaminaron por una vieja calleja donde se oía música. Pasaron por delante de media docena de tabernas y llegaron al fondo de un corralón, donde se veía una estancia bien iluminada, con algunos caballeros distinguidos que charlaban amigablemente. Era un lugar limpio y ordenado, con buenas mesas y finos vasos de vidrio azul para el vino.

—Aquí estaremos bien —observó Francés—. Esto es un sitio como Dios manda, y no el asqueroso Poisson ese.

Al verles entrar, un tabernero ataviado con un pulcro delantal de tela les salió al paso.

—Lo siento, amigos —dijo—, mi amo no quiere estudiantes en su establecimiento.

—¡Qué! —replicó Francés—. ¡Soy un señor! Dile a tu amo que salga.

—El vino es caro aquí —advirtió el tabernero.

Francés sacó su bolsa, introdujo la mano y le mostró al empleado un puñado de monedas de plata.

—Señores, pasen —otorgó ahora el tabernero, muy sonriente—; tengo al fondo una mesa donde estarán a gusto.

Accedieron al interior. En un rincón ardía un grueso tronco dentro de la chimenea y el ambiente estaba caldeado. Se sentaron en la mesa que les indicó el empleado. No había demasiados clientes y reinaba una gran tranquilidad en comparación con la bulliciosa taberna de donde provenían. Sin preguntarles qué deseaban, un muchacho les sirvió enseguida un pedazo de carne asada. También dejó en la mesa una botella de cristal labrado y dos delicados vasos muy limpios.

—Si desean los señores algo —dijo doblándose en una reverencia—, no duden en solicitarlo.

Los dos jóvenes, que estaban hambrientos, compartieron la comida con avidez y bebieron el delicioso vino.

—¡Ah! —suspiró Francés—. ¡Esto es vida, amigo Favre!

—Sí. Nos esperan días de muy duros estudios en el nuevo curso de Filosofía.

—¡Bah! No me hables ahora de eso. Mañana será otro día. Hoy disfrutemos de esto. ¡Brindemos!

Brindaron y Favre tomó sólo un pequeño sorbo. Francés le recriminó:

—¿Ése es el aprecio que haces a mi invitación? ¡Vamos, bebe!

—Hemos bebido demasiado… Nos emborracharemos…

—¿Y qué? ¿Hay algo malo en ello?

—Esa gente de ahí —dijo Pierre, señalando discretamente a los caballeros que charlaban animadamente a unos metros de ellos—, al vernos con estas ropas, pueden pensar que somos unos estudiantes sinvergüenzas que gastamos alegremente el dinero que nuestros padres nos dieron para dedicarlo a los libros.

Francés se le quedó mirando con extrañeza y después esbozó una sonrisa burlona.

—¿Sabes, Favre? —dijo—. Eres demasiado melindroso. ¿De verdad te preocupan esos caballeros? ¿No ves que están a lo suyo? ¡Vamos, bebe!

Pierre apuró el vaso hasta el final. Sus sinceros ojos azules se fueron poniendo brillantes y sus mejillas enrojecieron.

—Así está mejor —afirmó Francés—. Debemos conocernos. En mi tierra hay un sabio refrán que dice: «
Más descubren tres cuartillos de vino que diez años de amigo
».

—No lo comprendo —observó Pierre con sinceridad.

A Francés le hacía gracia la nobleza y la ingenuidad de su compañero.

—Ay, Favre, Pierre Favre —le dijo—, in vino veritas, ¿comprendes? ¿No bebías vino en tu tierra?

—Poco. ¿Y tú en Navarra?

—Tampoco mucho, amigo. No todo el que hubiera deseado beber. Por eso ahora me aprovecho… ¡Ja, ja, ja…! ¡Brindemos! —llenó de nuevo los vasos.

—No, no, Xavier —negó Favre—, temo perder el sentido. Noto algo raro en la cabeza.

—Ah, buena cosa eso, compañero. El vino obra en tu cuerpo. Vamos, bebe algo más.

—Mañana es el primer día de clase…

—¡No me recuerdes eso, te he dicho! ¿No vas a aceptar mi invitación? ¡Hoy cumplo años!

—¡Ah, entonces la cosa cambia! —exclamó Pierre—. ¡Brindemos!

Bebieron y brindaron varias veces. La bebida hizo su efecto y se les despertó el deseo de hablar. Cada uno contó su historia personal; sus orígenes, las cosas de su tierra, los problemas de su familia… Francés se sinceró y le narró a su compañero las peripecias del señorío de Xavier: la muerte del padre, los disgustos de doña María de Azpilcueta, las guerras de los hermanos y el porqué de su venida a estudiar a la universidad de París. Recordando estas cosas, se entristeció. Se le quebró la voz y se le escapó alguna lágrima, que enseguida se enjugó para no mostrarse débil ante su nuevo amigo.

—Es duro todo eso —comentó Pierre—. Mas no te apures, Dios ha de ayudar a la gente de tu casa. ¡Brindemos! —propuso alegremente—. Hoy cumples años y no debes estar triste.

Pidieron un par de botellas más durante el tiempo que duró la conversación. Las horas se estiraban en el agradable ambiente de aquel selecto lugar. También Favre contó su historia, que era muy diferente a la de Francés de Xavier. Era él un joven piadoso de modestos orígenes, del ducado de Saboya, allá en los Alpes suizos, donde se había criado en las montañas. De pequeño fue pastor y llevaba el rebaño a los prados. Cuando cumplió los diez años, un clérigo de su aldea descubrió que era más sensible a las enseñanzas de la Iglesia que el resto de los niños de su edad. Le propuso ir a estudiar a Thónes, la ciudad más próxima, a la escuela que regentaba un sabio sacerdote. Allí aprendió a leer y escribir y lo más elemental del latín. Entonces le entró un vehemente deseo de proseguir los estudios. Convenció a sus padres y fue a La Roche, donde inició la Teología. Con la ayuda de su familia, que hizo un gran esfuerzo para conseguir algo de dinero, pudo venir a París. Estaba plenamente decidido a ser clérigo.

—¿Por qué quieres ser sacerdote? —le preguntó Francés.

—Es difícil de explicar —respondió Favre—. ¿Por qué quieres serlo tú? ¿Podrías explicarlo?

—Yo no he dicho que quiera ser sacerdote.

—Entonces…, ¿qué haces aquí?

—Quiero estudiar. Eso lo tengo completamente claro. Mi señor padre era doctor. El hizo su carrera en la Universidad de Bolonia y eso le propició ser un hombre importante que hizo mucho bien por el reino de Navarra. Ya ves, él no era clérigo y sin embargo tenía estudios. No hay que ser clérigo para obtener un título.

—Pero tú me dijiste que tu madre quería para ti el estado eclesiástico…

—Sí, eso es lo que ella quiere y no voy a contradecirla de momento. Pero no descarto nada en este mundo. Si deseo firmemente estudiar es para regresar un día a mi patria y poner muy alto el nombre de los de Xavier. Nuestra casa ha padecido mucho y me siento obligado a devolverle la honra que se merece el apellido de mi señor padre. Si eso ha de ser como clérigo, Dios lo dirá. Pero quisiera tener hijos, como los tuvo mi señor padre, y enseñarles a servir a la causa de Navarra.

—Son intenciones nobles —sentenció Favre—. Mi caso no es ése. Yo he venido porque quiero servir a Dios.

—¡Ah, amigo mío, qué diferentes somos! —exclamó Francés—. Veo que nos llevaremos bien. ¡Brindemos una vez más!

—Es tarde.

—Un último vaso. Aquí se está muy bien.

Hacía tiempo que se escuchaba cantar a alguien desde el fondo de algún recoveco de la taberna, acompañándose con un instrumento musical de dulce melodía.

—Eso sí es bello —observó Francés.

Estuvieron atentos durante un momento a la letra de la canción:

O rosa bella, o dolce anima mia
,

non mi lassar moriré in cortesía
.

Ay lasso me do lente devo finiré

per ben servire et lealmente amare
?

A Pierre Favre se le cerraban los ojos. Se veía que no estaba acostumbrado a aquel género de vida. Francés se conmovió ante la bondad del joven suizo, ante sus piadosas razones y sus convicciones religiosas firmes.

—¿Sabes una cosa, Favre? —le dijo—. Te he mentido. Hoy no es mi cumpleaños.

—¿Eh? Pero…

—Perdóname, amigo. Sólo quería que nos conociéramos mejor. Y no me arrepiento de haberte mantenido aquí con esa trampa. Ahora sé que he tenido suerte al tenerte de compañero. Albergas en tu interior un alma noble y eres transparente.

—Entonces —preguntó Pierre—, ¿cuándo cumples los años?

—El siete de abril. Tengo aún diecinueve años. ¿Y tú?

—¡Oh, casualidad! —exclamó Favre, muy sonriente—. Yo también nací en abril del mismo año, el día trece. Soy por tanto sólo seis días más joven que tú.

—¡Eso hay que celebrarlo! Pediré más vino.

—No, Xavier, te lo ruego. Si quieres, lo celebramos en abril, aquí mismo. Yo juntaré el dinero necesario y me corresponderá pagar. Hoy es tarde. Recuerda que mañana…

—Sí, ya lo sé. Es el dichoso primer día de clase.

—Entonces, ¿nos marchamos ya?

Francés se puso en pie y fue al mostrador para pagar al tabernero lo que se debía. Luego salieron ambos jóvenes a la calle. Había dejado de llover y una gran luna llena brillaba en el firmamento.

—Es muy tarde —comentó Pierre—. Pero lo he pasado muy bien. Tenías razón, amigo Xavier. De vez en cuando hay que beber y hablar. Me siento feliz.

—Me alegro. En abril regresaremos, como bien has propuesto. Este lugar es caro, pero merece la pena de vez en cuando obrar como un señor. ¿O no?

—Tú entiendes más de esas cosas…

Con esta conversación, se adentraron en el laberinto de callejuelas, en dirección a Santa Bárbara. Aún resonaba el murmullo de los estudiantes en las calles, aunque era más de medianoche. El tenue sonido de una campana llamó a la oración del paso del día. Una lechuza emitía una especie de pausados suspiros desde su hueco entre las piedras de una pared cercana y parecía llamar al silencio.

Capítulo 17

París, 4 de marzo de 1527

Avanzaba el curso para los estudiantes parisinos durante aquel invierno lluvioso. A finales de febrero nevó abundantemente y toda la hermosa ciudad permaneció cubierta por un manto blanco hasta los primeros días de marzo. Francés de Xavier y Pierre Favre se aplicaban diariamente a las áridas lecciones de Lógica pura a través de las Summulae de Petrus Hispanus, cuyos seis primeros capítulos reproducían el contenido del Organum de Aristóteles. Los dos jóvenes, además de las largas horas de clase, debían luego aprender y repetir con el maestro Peña en el cuarto las difíciles materias: axiomas, predicamentos, universales, silogismos y sofismas. Un verdadero quebradero de cabeza diario que les dejaba agotados a última hora de la jornada.

El jueves 4 de marzo amaneció luminoso, con un brillante sol sobre los tejados de París. Como siempre, después de la misa en la capilla del colegio, los estudiantes fueron a desayunar su panecillo y el tazón de vino aguado antes de reiniciar las clases en las que debían seguir las fatigosas preguntas, disputas y repeticiones de aquellas enseñanzas ásperas. Pero ese día los jóvenes barbistas se encontraron con la sorpresa de que la jornada lectiva quedaba interrumpida por orden del rector del colegio, que a su vez obedecía al mandato del Parlamento. Un acontecimiento de singular trascendencia iba a tener lugar y, por considerarse ejemplar y aleccionador, se recomendaba que los universitarios estuvieran presentes: la Justicia iba a quemar vivo a un luterano en el mercado de los Cerdos, delante del portón de Saint-Honoré, donde solían ejecutarse tan macabras sentencias.

Eran tiempos de herejes y la Universidad de París no se había visto libre de las ideas de Lutero, el cual había atacado duramente a su Facultad de Teología llamándola «enferma leprosa que infectaba sus errores virulentos a toda la Cristiandad» y «pública ramera que arrastraba a todos al infierno». También Melanchthon compuso una apología de su maestro titulada Contra el loco decreto de los teologastros de París, en la cual se comparaba al papa con el Anticristo y a los doctores de la Sorbona con los idólatras sacerdotes de Baal. Aunque el Parlamento parisino había condenado ese libro y prohibido su impresión y difusión, se vendió en el barrio Latino y muchos maestros y estudiantes se hicieron con él.

Pronto empezaron las sospechas, los registros por sorpresa, las delaciones y las cacerías de herejes. Ya habían sido quemados vivos algunos luteranos en el mercado de los Cerdos con anterioridad: en 1523, un eremita por haber negado el nacimiento virginal de Cristo; en febrero de ese mismo año, el cabecilla de una banda de ladrones por blasfemar contra Dios y la Virgen María; en enero de 1526, el célebre magíster Hubert, como luterano y blasfemo contra Dios, Santa Genoveva y otros santos del cielo, y en agosto a un estudiante, Pauvant, por delitos semejantes.

Ahora la condena recaía nada menos que en el protonotario de la Universidad Lucas Daillon, a pesar de ser beneficiario de numerosas prebendas, tener trato con la corte del rey de Francia y haber sido en Roma minutante de Clemente VII. Era un escándalo sin precedentes. Por eso, el Parlamento había decretado que la ejemplar hoguera se encendiese en presencia de todo el estudiantado parisino, como advertencia y público escarmiento para otros posibles herejes ocultos.

Una muchedumbre enfervorizada acudió desde muy temprano para coger un buen lugar desde donde poder contemplar el portón de Saint-Honoré, en el popular mercado de los Cerdos. Además de la multitud de estudiantes, todo París estaba allí; campesinos, mercaderes, soldados, clérigos y niños desde las más tiernas edades. Nadie quería perderse el espectáculo de ver arder vivo a un hereje; máxime cuando no se trataba de un desgraciado, sino de alguien importante que había servido al mismísimo papa.

Francés pagó una moneda de plata a un comerciante que alquilaba su carreta bien situada. Desde lo alto, él y Favre tenían una visión completa del mercado y del patíbulo, aunque algo alejada. La muchedumbre se encaramaba donde podía, en las ventanas, en los tejadillos de las casas y en cualquier saliente de las fachadas. Se formaban discusiones y peleas. El ambiente general era de gorja, como si se tratara de una fiesta. Incluso había por todas partes mercachifles que ofrecían sus productos: agua almizclada, golosinas, vino dulce… Los pregones se mezclaban con los piadosos gritos en defensa de la fe. La gente hacía comentarios jocosos. Era una ocasión más para divertirse.

—Tardará en freírse —observaba el comerciante dueño de la carreta—. Los haces de leña están mojados y hay ramas verdes. Es posible que el humo que se formará nos impida ver cómo se quema el cuerpo. Esa hoguera está muy mal compuesta.

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