Se escuchó el lejano redoble de los tambores.
—¡Ya vienen! ¡Ya están aquí! —exclamaba el gentío.
Apareció la justicia por un callejón, los guardias y la larga fila de inquisidores. También los miembros del Parlamento que ocuparon las sillas que tenían dispuestas en un estrado. Por último, fue traído el reo a lomos de un asno, vestido con hábito de penitente y con las barbas y los cabellos rapados.
—¡A la hoguera! ¡Hereje! ¡Quemadlo! —rugía la chusma.
Los jueces leyeron los cargos y la sentencia. La condena a la hoguera ya no tenía marcha atrás. Un fraile le acercó a Lucas Daillon la cruz y éste la besó. Estaba como atolondrado, mirando en derredor con ojos perdidos. Pero cuando los oficiales le agarraron por todas partes para conducirlo al patíbulo, pareció despertar y empezó a convulsionarse violentamente, profiriendo alaridos.
—¡A la hoguera! ¡A la hoguera! —clamaba la cruel concurrencia.
Fue amarrado Daillon al poste y rodeado de haces de ramas y maderas. El verdugo aproximó una antorcha y, tal y como predijo el carretero, se formó una gran humareda que ascendía desde los pies del reo.
—¡No se ve nada! —protestaron los curiosos espectadores—. ¡Vaya chasco!
Tardó en prender el fuego con fuerza y la macabra escena se prolongó durante un largo rato. Finalmente, se vio retorcerse sobre sí mismo el cuerpo del infortunado reo, que pronto perdió el sentido y se fue abrasando entre feroces llamas. La gente entonces aplaudió satisfecha.
—Vámonos de aquí —dijo Francés—. ¡Qué lamentable visión!
París, 12 de abril de 1527
Había pasado ya el calor del mediodía, y las torres de París resaltaban, doradas, contra el cielo azul. El Sena brillaba abajo, y la pradera del pré aux Clercs se extendía con un suave manto verde. Era uno de esos frescos días de la primavera en que Francés sentía que podría correr eternamente. Descalzo, notaba el mullido contacto de la húmeda hierba en la planta de los pies y percibía cómo se tensaban sus tendones en el continuado esfuerzo de su ágil cuerpo. La respiración, agitada por el ejercicio, pero pausada y constante, iba impregnando de armonía su interior. El sudor se liberaba por los poros abiertos de la piel y sentía un calor vivificante, como una energía que le hacía dejar atrás la hastiosa rutina de los estudios de la Lógica, los silogismos, los predicamentos, los axiomas… La naturaleza viva, el fluir del río tan próximo, el vuelo de los pájaros, el cielo limpio, le insertaban en la realidad tangible, terrenal, pero a la vez en un misterioso estado de placidez espiritual. Se hallaba feliz, libre como la brisa, dejándose llevar por la potencia de sus piernas, en una carrera larga y de ritmo permanente, que le reconciliaba con su ser interior. Hasta que alguien le sacó de ese mágico estado.
—¡Francés! ¡Francés de Jassu!
Era Pierre Favre, que venía caminando por el serpenteante camino de la abadía de Saint-Germain.
—No puedo pararme —le comentó Francés—. He de completar un par de vueltas más al prado. ¡Vamos, ponte a correr conmigo!
Favre se desprendió de la toga, se descalzó y, dejando el jubón sobre la hierba, empezó a correr, tratando de dar alcance a su amigo. Aunque no estaba tan entrenado como Francés, se había ido acostumbrando a acompañarle frecuentemente al prado.
—No pensaba correr hoy —dijo poniéndose a su altura.
—Te sentará bien un poco de ejercicio —observó Francés.
Avanzaban por medio del umbrío bosque que crecía al otro lado de la pradera, por una vereda que más adelante giraba a la izquierda y regresaba junto a los muros de la abadía. Bandadas de pájaros chillones alzaban el vuelo a su paso. Había flores de todos los colores y un verdor exultante.
—¡Qué precioso día! —exclamó Pierre.
—¡Vive Dios! —añadió Francés—. Hoy correría sin parar hasta la noche. Lo necesitaba. Esa dichosa Lógica me va a volver loco.
—¿Sabes por qué he venido a buscarte? —le preguntó Favre.
—¿Por qué? Me dices que no pensabas correr hoy…
—Mañana es mi cumpleaños.
—¡Ah, claro, trece de abril!
—¿Recuerdas lo que te prometí? —dijo Pierre jadeando por el esfuerzo.
—No.
—¡Cómo ibas a recordarlo, si estabas medio borracho!
—Ah, sí lo recuerdo. Fue en aquella taberna, la noche de San Remigio. Prometiste que pagarías allí una cena el día de tu cumpleaños.
—Tengo el dinero —aseguró Favre muy sonriente—. Mañana iremos allí. Hice unos trabajos, unas copias y unas cuantas cartas que me pagaron bien. Podemos ir a esa taberna, amigo mío.
—¡Fantástico! —exclamó Francés deteniéndose.
Ambos estuvieron caminando, mientras recuperaban el resuello, hacia el lugar donde habían ocultado las ropas y el calzado. Después se acercaron a la orilla del río para refrescarse y sacarse de encima el sudor que llevaban pegado al cuerpo.
—Ya han pasado más de seis meses de curso —comentó Francés, mientras introducía los pies en el agua fría del Sena.
—Sí, y no nos ha ido mal —añadió Pierre—. Hemos trabajado duro y hay que celebrarlo.
—¡Mañana voy a beberme todo el vino de París! —exclamó Francés alzando las manos al cielo.
Ante esta ocurrencia de su amigo, Favre rió con ganas. Le llenaba de asombro la vitalidad arrolladora de Francés, su fortaleza física y ese espíritu soñador siempre en movimiento. Pero al mismo tiempo no podía evitar cierto temor ante su ser intrépido y le desconcertaba lo poco piadoso que era.
—Pero…, antes de ir a divertirnos —repuso Pierre—, rezaremos en Notre-Dame…
—Sí, sí, rezaremos —asintió con desgana Francés—. Hay tiempo para todo: primero lo divino y luego lo profano.
13 de abril de 1527
No habían vuelto a aquella taberna desde el día de San Remigio. Esta vez les pareció incluso mejor que entonces. Todo estaba limpio y en orden. Los caballeros, nobles y gentilhombres distinguidos, ocupaban las mesas próximas al mostrador. Al fondo, la leña ardía bajo la chimenea. El joven tabernero servía exquisito vino en preciosas botellas de vidrio labrado y distribuía suculentos pedazos de cerdo asado en bandejas de fina porcelana. Todo allí resultaba agradable, familiarmente acogedor.
Francés y Pierre se sentaron en el mismo lugar que aquel día lluvioso de octubre. Esta vez nadie les puso ninguna pega, porque no iban vestidos de estudiantes, sino con ropas de paisano; calzones acuchillados, jubón de tafetán y capa.
—Aún no me veo con estas prendas —observó Favre, que vestía el traje de gentilhombre que le había prestado su compañero.
—Despreocúpate ya de eso y procura disfrutar del momento —le dijo Francés—. ¡Basta de remordimientos! Me prometiste que hoy se harían las cosas a mi manera.
—No sé… —balbuceó Pierre—. Lo de las mujeres…
—¡Favre, somos jóvenes! Hemos de conocer lo que hay en el mundo. Hoy hay que buscar mujeres. ¡No se hable más del asunto!
Comieron y bebieron. Pronto estaban henchidos de felicidad en el seno amable de la taberna. Hablaban de sus cosas, de los problemas cotidianos; recordaban sucesos jocosos del colegio y reían muy a gusto.
—¡Eh, mira quién está allá, junto al mostrador! —exclamó de repente Pierre.
—¿Dónde?
—Allí, allí, ¿no lo ves?
—¡Es el maestro Maximilieu da Silva! —exclamó Francés.
Se quedaron atónitos. Al final del mostrador, junto a una ventana, se veía a varios jóvenes sentados en torno a una mesa, bebiendo y conversando animadamente. Uno de ellos, el que parecía ser de mayor edad, era el regente Da Silva, un conocido maestro que enseñaba Latín y Filosofía. Era un hombre joven, que tendría un agradable semblante si no fuera por las repugnantes pústulas que marcaban su frente, los venéreos signos del temido mal que padecía por causa de los vicios: la sífilis, conocida en París como maladie espagnole y más allá de los Pirineos como «mal francés», aunque también lo llamaban «mal napolitano». Difícilmente se curaba esta enfermedad que delataba a los que la padecían con los visibles apostemas en la piel, que los médicos trataban con mercuriales. En algunos hospitales, después de la cura, se propinaba al enfermo una tunda de palos para castigar la carne pecadora.
Francés y Favre conocían bien al célebre magíster Da Silva, porque era muy popular entre los estudiantes. Su vida licenciosa, su afición a la bebida y a las juergas, en vez de desprestigiarle le habían creado un interesante halo de misterio, de hombre de mundo entendido en placeres. Era un buen profesor; pero, terminada su jornada lectiva, se despreocupaba de toda obligación u ordenanza y se lanzaba a las calles del barrio Latino para frecuentar las casas de juego, las tabernas de peor fama y los prostíbulos que abundaban en el arrabal.
—¿Has visto? —observó Favre—. Va vestido de seglar, como nosotros.
Se fijaron en sus ropas. Parecía un noble caballero que no se distinguía de los gentilhombres que solían estar en aquella taberna. Llevaba buenas calzas de seda, zapatos claveteados, hebillas de bronce pulido y espada al cinto. Tenía la barba y los bigotes atusados, en punta, al estilo de los franceses de postín. Se movía con arrogancia, hablaba y manoteaba presuntuosamente y su mirada tenía un algo extraño, avieso y a la vez atrayente. Quizás por eso andaba siempre rodeado de estudiantes poco aplicados, a los que arrastraba a sus depravadas costumbres.
—Dicen que sabe más de putas que de Latín —comentó Francés.
—De ahí le viene el mal asqueroso que padece —dijo Favre.
En esto, repentinamente miró Da Silva hacia ellos, como si desde tan lejos adivinara su conversación, pues no podía oírles. Tal vez les había visto con anterioridad y ahora volvía a reparar en ellos.
—¡Nos ha visto! —exclamó Francés al tiempo que ambos miraban hacia otro lado, haciéndose los desentendidos.
—No, no creo. De esta guisa no nos reconocería.
—Y, si nos reconoce, qué. ¿No va él como un cortesano?
—No mires, no mires… —susurró entre dientes Pierre.
Sin volverse, escucharon unos pasos acercarse. Temían que fuese el enigmático maestro. Pero era el tabernero.
—Señores —les dijo—, aquel caballero de allí, el señor Da Silva, les invita a compartir su mesa.
Se sobresaltaron. Hablaron entre ellos en latín para que el muchacho no comprendiese lo que decían:
—¿Qué hacemos? —preguntó Pierre.
—¿Qué, sino ir? Vamos, no le temo a Da Silva. Beberemos con él. ¿Qué mal puede causarnos?
Se acercaron tímidamente a la mesa que compartía el profesor con otros estudiantes barbistas, conocidos suyos.
—¡Ah, señor Da Silva, qué sorpresa! —exclamó Francés con soltura, fingiendo un encuentro inesperado.
—Vaya, vaya —dijo el maestro—, de manera que conocéis este sacrosanto templo, muchachos. ¿Quién lo iba a pensar?
Dos deportistas como vosotros, dados al vino y vestidos de hombres de mundo, hic et nunc.
—Han sido unos largos meses de duro estudio —explicó Francés—. Hace mucho tiempo que no salíamos del colegio y necesitábamos relajarnos un poco…
—No te excuses —le dijo el maestro—, no necesitas hacerlo. Porque… ya sabéis: Excusatio nonpetita, accusatio manifesta…
Los jóvenes que acompañaban a Da Silva celebraron con jocosas carcajadas la ocurrencia.
—¡Vamos, muchachos, sentaos con nosotros! —les invitó el maestro—. Bebamos juntos el maravilloso vino de esta taberna.
Llenaron los vasos y bebieron. Da Silva observaba a los dos jóvenes recién incorporados al grupo con inquietante mirada, como si quisiera adivinar sus pensamientos.
—Y ahora, decidme —les preguntó—, ¿cómo conocisteis este prodigioso lugar? No dejan venir aquí a los estudiantes.
—Estábamos cansados de las sucias tabernas como el Poisson —respondió Francés—, donde sólo hay mugre y vino agriado. Aunque esto es mucho más caro, de vez en cuando merece la pena.
—¡Ah, zorros! —exclamó el maestro—. Auream quisquís mediocritatem diligit, tutes caret obsoleti sordibus tecti, caret invidenda sobrius aula (Cualquiera que ama la mediocridad dorada, en la que está seguro y no tiene las suciedades de una casa vulgar y es moderado en sus aficiones, carece también de un palacio que despierta la envidia) —sentenció—, dice Horacio en su oda segunda.
Se expresaba Da Silva con tal conocimiento y elocuencia, que se quedaban boquiabiertos. Era el maestro uno de esos hombres que se pasaban la vida estudiando la manera de impresionar a los demás; un verdadero especialista en darse importancia. Contaba todo tipo de divertidas anécdotas, resultaba entretenido, interesante y perspicaz. Mientras hablaba, aguzaba sus hipnóticos ojos verdosos y enarcaba una ceja con tal arte, que parecía estar narrando los secretos últimos de la existencia. Embobados, los jóvenes estudiantes no perdían ripio de sus palabras, reían, se emocionaban; vibraban ante el embrujo con que manejaba las sentencias filosóficas latinas en la conversación más trivial.
Así fue avanzando la noche, impregnada de vino, en amena charla, hasta que todos estuvieron bastante achispados. Entonces, Da Silva se sirvió del estado de euforia de sus atentos oyentes para hablarles de la fugacidad de la vida, arengándoles a que sacaran el máximo partido a su juventud. Con profunda voz y ojos perdidos en el vacío, les decía, parafraseando a Horacio:
—Mientras estamos hablando, he aquí que el tiempo, envidioso, se nos escapa. No podemos modificar el pasado, pues ya no existe; no sabemos si podremos disfrutar del mañana. Ni siquiera podemos saber el número de nuestros días; quizás mañana sea el último. Mas el presente, el hoy, sí existe; estamos aquí y ahora, apreciando este maravilloso vino, endulzando nuestras almas con el sabor de la juventud… Pero todo es tan fugaz…
Como si actuara en la escena de un teatro, el inteligente maestro parecía tener preparado el papel y obraba con una magnificencia y un arte espectaculares. Con meditado histrionismo, se puso en pie e hizo una señal al muchacho que solía estar esperando con el rabel a que solicitasen su música. Da Silva le lanzó una moneda y el músico inició una melodía triste.
Encandilados por las palabras que acababa de decir el maestro, los estudiantes permanecieron en silencio escuchando la música. Da Silva volvió entonces a la carga con un nuevo discurso de su poeta favorito:
O mihi post nullos, Iuli, memorande sodales, si quid longa fides canaque iura ualent, bis iampaene tibi cónsul tricensimus instat, et numerat paucos uix tua uita dies. Non bene distuleris uideas quae posse negari, et solum hoc ducas, quod fuit, esse tuum
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Exspectant curaeque catenatique labores, gaudia non remanent, sedfugitiua uolant
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Haec utraque manu conplexuque adsere toto: saepe fluunt imo sic quoque lapsa sinu
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Non est, crede mihi, sapientis dicere «Viuam» sera nimis uita est crastina: uiue hodie
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