La India, Goa, 8 de mayo de 1542
Francisco despertó envuelto en un raro estado de placidez. Había dormido con tal profundidad, que parecía regresar de la nada, como si hubiera desaparecido de la existencia durante aquella larga noche de reparador descanso. Por un breve instante, no supo dónde se hallaba. Abrió los ojos y le cegó una intensa luz que provenía de una ventana que se abría a un cielo transparente y azul. Sentía el cuerpo muy pesado, hundido en el blando colchón del camastro. Estaba bañado en sudor. Inspiró profundamente y percibió el aire cálido y vaporoso que le hizo recordar el lugar donde amanecía. Estaba en Goa; al fin había llegado a su destino. Invadido por una gran felicidad, se levantó y anduvo torpemente, como mareado, hacia la ventana para mirar al exterior.
Un curioso panorama se extendía ante sus ojos. Las altas murallas de adobe, coronadas por almenas, separaban la ciudad de la ribera del río. Las puertas de la fortaleza estaban abiertas de par en par y un río de gente transitaba frente a los muros componiendo un colorido espectáculo: caballeros portugueses con sus criados que les protegían del sol sosteniendo sombrillas; soldados a caballo; esclavos y esclavas portando todo tipo de objetos, fardos, telas, haces de leña, racimos de dátiles, gallinas…; pastores conduciendo rebaños de cabras; hombres con turbante a lomos de elefantes; bueyes vagando libres por los alrededores; moros subidos en carretas tiradas por asnos; pacíficos santones de blancos hábitos y barbas luengas; mercachifles de todo género y una chiquillería bulliciosa que correteaba de un lado para otro.
Dentro de las murallas se veían buenos edificios, con bonitas fachadas encaladas, balcones, chimeneas y tejados bien compuestos. Destacaban la fortaleza, con su gran caserón y sus torres, la catedral y la bella iglesia de San Francisco. Próximo a la ventana a la que se asomaba Xavier, se alzaba el hospital del Rey. La vista alcanzaba hasta la verde colina sobre la cual resplandecía la ermita de Nuestra Señora del Rosario. Por las laderas crecía un abigarrado suburbio de casas pobres de adobe techadas con hojas de palma, y una infinidad de cabañas que se adentraban en los tupidos bosques de cocoteros. El río Mandovi discurría caudaloso, inmenso, frente a la ciudad de los portugueses, limitado en su otra orilla por una lejana franja de tierra saturada de vegetación.
Desde la llamada Porta do Cais, que daba al río, se extendía la Ribeira, con el astillero, los arsenales y los talleres donde se reparaban y aparejaban las naos. El galeón Coulam descansaba anclado en el muelle con las velas recogidas y parecía enorme, en medio de multitud de embarcaciones de todos los tamaños.
Francisco disfrutó durante un buen rato del maravilloso espectáculo, recreándose en la exótica mezcla de personas y atavíos tan diferentes que pululaban al pie de las murallas. Nunca supuso que Goa estuviera tan concurrida. Bajo el brillo del intenso sol asiático, permanecía absorto contemplando aquella delirante explosión de vida, abrumado por el vocerío entremezclado, la música de las lánguidas chirimías de los encantadores de serpientes, el golpeteo de los panderos, el incesante estrépito de las pezuñas de los animales, el griterío de la chiquillería y los estridentes cantos de las aves tropicales.
Hasta que alguien le llamó desde alguna parte:
—¡Padre! ¡Padre Francisco! ¡Buenos días os dé Dios!
Se volvió y vio a un hombre de mediana estatura entrando en la pequeña alcoba.
—Buenos días —contestó Francisco casi mecánicamente.
—El señor proveedor del hospital me envía para que os atienda en vuestras necesidades. ¿Deseáis tomar un baño?
—No me vendría mal —respondió Francisco—; he sudado mucho durante la noche.
—¡El padre tomará un baño! —gritó aquel hombre.
Enseguida aparecieron unos esclavos portando un gran recipiente metálico, una especie de pila. Trajeron también unos cántaros y paños de algodón, estropajos de fibra de coco y jabón. Uno de ellos se fue hacia Francisco haciendo ademán de quitarle el camisón de dormir.
—¡Oh, no, muchas gracias! —le dijo él, sujetándose la ropa—. Yo lo haré, pueden marcharse, gracias.
Los tres hombres se miraron con expresiva perplejidad.
—Disculpe, padre, debemos lavarle nosotros —replicó con suma humildad el que parecía ser el jefe de los otros dos—. Es nuestro oficio.
—Sí, sí, lo comprendo; mas suelo lavarme solo.
Los tres criados, no demasiado conformes con esta negativa, hicieron una reverencia y finalmente se marcharon.
Aseado y vestido con ropa limpia, Xavier salió de la casa y fue al vecino hospital, donde se encontró con el mayordomo, a quien dio las gracias por el alojamiento y por el baño.
—Ya os advertí que era un hospedaje modesto —dijo el mayordomo.
—Es justo lo que necesito —le contestó Francés—. No deseo causar ninguna molestia. Y, por favor, os ruego que no me enviéis criado alguno, ni personas para mi servicio. Yo me ocuparé de todo.
El mayordomo sonrió y luego dijo:
—Pues, esta vez, deberéis conformaros, puesto que mandé a los esclavos que os laven la ropa. Pero, si no os parece bien, podemos ensuciarla de nuevo…
—De acuerdo, sea por esta vez —asintió Francés, entre risas, divertido por aquella broma.
Aceptó el desayuno que le ofreció el mayordomo en el refectorio del hospital y, mientras comía, preguntó por la casa del obispo.
—Está ahí mismo, dos calles más arriba, junto a la Sé (catedral) —explicó el proveedor—. Yo mismo os acompañaré.
Había obras en la catedral. Los andamios se elevaban hasta una considerable altura para permitir que los obreros fueran dando forma a la infinidad de adornos y molduras que exigía la decoración al estilo portugués.
—Ya ve, padre —comentó el mayordomo—, aquí los trabajos nunca terminan.
También la residencia del obispo parecía estar en obras. Era un edificio de adobe, alto y destartalado, que presentaba un zócalo de una vara de alto a base de toscas filigranas dibujadas en el mismo barro. Un sirviente les atendió en la puerta:
Avisa al secretario del señor obispo —le dijo el mayordomo—. El señor nuncio del papa viene a visitarle.
Una vez hecho el aviso, enseguida salió un sacerdote viejo y enjuto que preguntó con gran nerviosismo:
—¿Cuándo llegará su excelencia, el señor nuncio? El señor obispo guarda cama a causa de sus males. Necesitará algo de tiempo para prepararse.
—El nuncio ya está aquí —dijo Francisco con naturalidad.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el sacerdote—. Y… ¿dónde?… ¿Dónde está?
—Aquí —respondió Francisco, llevándose la mano al pecho—. Servidor es el nuncio del papa.
—¡Ah! —dijo con cara de sobresalto el secretario—. ¿Vos? ¿Vos mismo? —le miró de arriba a abajo—. Qué… ¡qué joven!
Francisco sonrió. Por un momento, todos permanecieron inmóviles, mirándose. El mayordomo adivinó cierta suspicacia en el secretario del obispo y dijo:
—Que sí, don Liborio, que es su excelencia el nuncio en persona. Vamos, dejadle pasar de una vez.
—Adelante, adelante, excelencia. Avisaré al señor obispo —dijo el sacerdote, deshaciéndose en reverencias.
Francisco tuvo que aguardar durante un rato en el recibidor que precedía a las dependencias privadas del obispo. Nada allí denotaba lujo, ni estaba dispuesto para impresionar, a diferencia de lo que era frecuente en las estancias de otros dignatarios eclesiásticos. El caserón del obispo de Goa tenía los techos altos y los ventanales elegantes, pero el mobiliario era austero y las paredes estaban decoradas con escasos cuadros, poco valiosos en general.
Delante del recio banco donde aguardaba sentado, había un ancho portón de doble hoja. Pensó que sería la entrada al despacho. Pero, de repente, se abrió una pequeña puerta a su lado y apareció el secretario llevando del brazo al prelado.
Francés se puso en pie. El obispo de Goa era un anciano de barbas largas, completamente grises, que caminaba trabajosamente apoyándose en un bastón. Vestía el tosco hábito de los frailes llamados «capuchos» y sólo podía reconocerse su dignidad episcopal por la birreta morada, el pectoral de plata y el anillo. Miró a Xavier con ojos confundidos y luego preguntó:
—¿Sois vos en verdad el nuncio del santo papa de Roma?
—Para servir a Dios y a vos, muy ilustre señor obispo de Goa —contestó Francisco, arrodillándose.
El anciano obispo se sobresaltó y, con gran trabajo, se hincó también de rodillas delante de él mientras exclamaba:
—¡Yo he de serviros a vos, reverendísimo señor! ¡He aquí al pobre fraile de San Francisco Juan de Alburquerque, indigno siervo de la santa Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo!
Ambos intentaban besarse la mano el uno al otro. Forcejearon durante un momento. El obispo estuvo a punto de caer de bruces. De repente, se miraron fijamente a los ojos. Se dieron cuenta de que estaban en una actitud muy ridícula, ante la mirada atónita del secretario.
—¡Santísimo Dios, qué suerte de tontería es ésta! —suspiró el anciano prelado prorrumpiendo en un ataque de risa.
Francisco le ayudó a levantarse, desmadejado también a causa de la cómica situación.
—No sabía que era vuestra reverencia padre capucho, señor obispo —dijo.
—¡Ah, ni yo esperaba que el nuncio del papa viniese con tan pobre indumentaria!
Rieron de nuevo. Desde ese momento no hubo reverencias, ni protocolo; dejaron a un lado los tratamientos y comenzaron a charlar amigablemente, como si se conociesen de toda la vida.
El obispo de Goa, fray Juan de Alburquerque, era español de origen, nacido en Extremadura de padres de condición humilde, sencillos campesinos. Entró en los franciscanos recoletos que protegía el duque de Braganza en Portugal, conocidos popularmente como «capuchos», que vivían en monasterios pequeños, en suma pobreza, lejos de las ciudades. Fray Juan le contó a Francisco algo de su vida en aquella primera conversación. Se sentía únicamente fraile, sin otras aspiraciones. Pero el rey de Portugal se había fijado en él, después de que ejerciera como confesor suyo, y le había elegido para la recién erigida sede episcopal de Goa en 1537.
—Y aquí estoy —le explicó, con gesto de conformidad, entrelazando los dedos de sus temblorosas manos—. Al rey le pareció bien que yo gobernase las almas de este territorio. Creía que, ¡pobre y miserable de mí!, sería capaz de enderezar las costumbres depravadas de los cristianos de la India y llevarles a la verdadera fe. Estoy aquí desde 1538, ¡cinco años!, en los que poco he podido hacer, excepto rezar mucho y confiarme en quien todo lo puede, Dios Nuestro Señor.
Francisco escuchaba atento el relato de aquel hombre tan humilde, alejado de toda grandeza a pesar de la importancia de su cargo. La extensión de su obispado comprendía todas las tierras al este del cabo de Buena Esperanza; pero eran territorios vastísimos sin evangelizar aún. Contaba sólo con trece parroquias en la diócesis, las cuales no podía visitar a causa de su avanzada edad y por padecer un mal de piedra que le obligaba a guardar cama de vez en cuando. Pero procuraba mantener dignamente el culto en la catedral y cuidaba con sumo cariño de los fieles de Goa. No había dejado de ser el fraile modesto y de costumbres austeras que exigía la regla de San Francisco. Repartía constantemente los beneficios de sus rentas entre los pobres y vestía con sencillez el hábito de su orden, excepto en la solemnidad del culto divino, que le exigía usar la vestimenta litúrgica del pontifical.
Francisco se dio cuenta enseguida de que estaba delante de un hombre sincero y piadoso, apreciado por todos en Goa y querido entre los cristianos como un padre por su gran virtud. Regía al clero con paciencia y nunca quería parecer duro.
—Procuro que nadie se aparte por causa mía de Dios —decía afligido—. ¡Bastante se alejan ya de la fe a causa de los malos ejemplos!
Con tristeza, se quejó a Francisco de que el clero en la India dejaba mucho que desear. Los sacerdotes vivían de manera corrompida, con dejadez de su oficio, dedicados a los negocios, a ganar dinero y rodearse de servidumbre para no hacer nada. Muchos hombres casados en Portugal tenían aquí otras mujeres, incluso varias concubinas, hijos y abundantes esclavos y esclavas a su servicio. Los frailes vivían fuera de los monasterios, dando mal ejemplo, buscando enriquecerse y rodeados de placeres. Algunos de ellos se comportaban incluso de peor manera que los laicos. A causa de esto, disminuía la religiosidad de las gentes y los indígenas desconfiaban mucho de la Iglesia.
—También habrá hombres de Dios —repuso Francisco—. ¡Hay gente buena en todas partes!
—Sí, sí, claro que sí. Son pocos, pero los hay. También cuento con algunos sacerdotes que me ayudan mucho y frailes muy buenos ahí mismo, en el convento de San Francisco. Entre todos hacemos lo que podemos.
—Confiemos en Dios —sentenció Francisco, apretando cariñosamente la mano del anciano obispo—. El buen grano crece en medio de la cizaña.
—Sí, sí, sí —asintió fray Juan—. ¡Bien dicho! No hay que desesperanzarse. ¡Dios Nuestro Señor sabrá sacar algo en claro de todo esto! Nosotros sólo somos pobres y humildes instrumentos.
Francisco pasó todo el día con aquel hombre bondadoso, cuya conversación estaba impregnada de fe y buenas obras. Ambos se entendieron bien desde el primer momento. Tenían ideales semejantes.
—Padre Xavier —le dijo el obispo—, vuestra reverencia es joven y tiene muchas ganas de luchar por la causa del Señor. Pero temo que aquí choque como contra un muro. El apostolado es difícil en Goa. Las supersticiones de los indígenas tienen mucha fuerza entre el pueblo y, tristemente, los cristianos no obramos con la caridad suficiente para seducirles y llevarles a nuestras creencias. ¿Qué piensa hacef?
Francisco le contestó entregándole las cartas que el papa Paulo III y el rey de Portugal le habían dado como nuncio apostólico, con el mandato expreso de instruir a los recién convertidos y dedicarse a predicar a los infieles.
Al ver los documentos, el obispo exclamó circunspecto:
—¡Son grandes poderes! Con estas autorizaciones y mandatos, Goa está en vuestras manos.
—No haré sino lo que mande vuestra ilustre reverencia —dijo Francisco besando amorosamente la mano del prelado—. He venido a obedecer a la Iglesia, la cual representa aquí el señor obispo de Goa.
Conmovido ante este gesto de humildad, el anciano fray Juan derramó algunas lágrimas y después abrazó con gran cariño a su visitante.