En compañía del sol (30 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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«
El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo lo que nace del Espíritu
».

Sentía la brisa suave en el rostro y veía agitarse con delicados movimientos las hojas de un cocotero solitario, plantado en mitad de la arena, algo alejado de la última choza. El mar lamía las arenas, en un ir y venir de pausadas olas. La limpia luz de Oriente lo envolvía todo, proporcionando aquella visión nítida de los elementos: la línea del horizonte, la silueta de los catamaranes paravas en la lejanía, los techos de palma de las cabañas, el lento deambular de las vacas sagradas, escuálidas, el vuelo de las aves, los bellos e inocentes rostros de los tres niños…

El aire que llegaba del mar, impregnado de aromas de sal y algas, penetraba en los pulmones de Francisco; inflamaba su alma y aumentaba aquella extraña dicha que le proporcionaba no ser dueño de nada, tener la sola ropa raída, descolorida y remendada sobre el cuerpo, los pies descalzos sobre la cálida arena… y el sol, aquel sol majestuoso que sentía como una caricia dorada en la piel. Y la brisa que refrescaba su frente, y que le hablaba del misterioso Espíritu referido por san Juan. Viento que sopla sin saber de dónde, y que se marcha sin saber adónde. Como una secreta inspiración, como un impulso transparente que conduce no se sabe a qué. ¿Qué elemento de la creación expresa mejor la libertad, la fuerza, la inmensidad y el misterio?

Unificándose con la presencia invisible del aire que soplaba desde el suroeste, identificándose con él, Francisco echaba a volar su alma y soñaba con otros lugares, más lejanos, hacia oriente, hacia los reinos de los confines donde decían que aún no se había pronunciado el nombre de Jesús. «Sí, iré allí. Aún no sé adonde, pero iré. Iré adonde tú me lleves».

Estando en esta meditación, saboreó el gozo súbito que por un instante hacía brillar ante su vista atónita la belleza de la creación y el sentido de su vida, como si todo fuera evidente, claro, hermoso y profundo.

Hasta que alguien le sacó de su arrobamiento:

—¡
Swámi, swámi
blanco!

Se volvió y vio venir hacia él a un brahmán joven que caminaba con la solemnidad y la dignidad propias de su casta; el torso desnudo, la barba crecida, el pelo recogido y el triple cordón sagrado en el pecho. Cuando llegó a su proximidad, Francisco se levantó y le saludó respetuosamente. El sacerdote indio imponía por su estatura y su presencia pulcra. Los niños alzaron sus ojos asombrados y se quedaron muy quietos.

El brahmán se presentó. Era miembro del templo de Tiruchendür, un veneradísimo santuario que se hallaba hacia el sur, cerca de Kayalpatnam, el lugar donde Francisco había destruido el ídolo de la diosa Kali. Venía con ánimo pacífico, en nombre de sus compañeros, los doscientos brahmanes del templo. Le enviaba en persona su maestro, el jefe de todos, el anciano sacerdote que según decía se había reencarnado ya tres veces y por eso gobernaba a los demás desde su gran sabiduría.

Francisco le escuchó atentamente y después le preguntó qué quería de él. Muy sonriente, el joven brahmán le dio a entender que su fama había llegado al gran templo de Tiruchendür. Se decían cosas muy buenas de él allí; por ejemplo, que curó a una parturienta cuya vida peligraba gravemente. Pero también habían llegado a los brahmanes noticias malas del «swámi blanco», como que destruía las sagradas imágenes de los dioses y que enseñaba a los niños paravas a burlarse de las tradiciones de sus antepasados.

—Tenían miedo —le explicó Xavier—. Los niños sufren aterrorizados a causa de esos ídolos de demonios. Sólo pretendí que perdieran sus temores. No quise ofender a nadie.

—¡Oh, swámi blanco, no comprendes! —repuso sonriente el brahmán—. Kali es la diosa de la muerte y la destrucción, pero también es la diosa de la regeneración. Es la diosa terrible y sanguinaria, a la vez que la mujer que da la vida a costa de su sacrificio. Ella tiene la energía pura femenina. La vieja leyenda cuenta que un ejército de demonios comandado por el gigante Raktavija atacó a los dioses. Pero la gran madre, la diosa Durga, tomó la imagen feroz y la fuerza de una diosa negra. Es a esta a quien llamamos «Kali». Luchó encarnizadamente contra los demonios durante largo tiempo. Cada vez que hería al gigante, caían de él gotas de sangre de las que surgían mil demonios más tan poderosos como él. Entonces la diosa se desdobló en la forma llamada Chandi. Mientras Kali se bebía la sangre del demonio, Chandi pudo dar muerte al monstruo. Por esta razón la representamos como una mujer de cuatro u ocho brazos. Sujeta en una de las manos una espada, en otra la cabeza del gigante al que ha dado muerte y con las otras dos anima a sus fieles. Luce dos cadáveres como pendientes y un collar de calaveras. Como único vestido, lleva una faja hecha con las manos de demonios muertos, y su lengua cuelga. Sus ojos son rojos, como los de alguien borracho, pues está ebria de sangre. Ésa es la gran sabiduría ancestral, digna de toda veneración.

Después de escuchar este relato, Francisco respondió al brahmán:

—Quiero apreciar esa sabiduría. Mas me parece algo espantoso. Ahora comprendo aún mejor que los niños sientan horror ante el ídolo de esa Kali. Sólo hay sangre y destrucción en esa historia.

—A ver —dijo el brahmán—, ¿tienes ahí una imagen del Dios cristiano?

Francisco entró en la cabaña y sacó el crucifijo que siempre llevaba con él: una bonita pieza de media vara de alto donde estaba representado Cristo con gran realismo, expirando en la cruz a cuyo pie había una calavera.

—¿Ves? —explicó el brahmán—. Ahí también hay sangre, dolor, muerte, destrucción y soledad.

—Cierto es —asintió Xavier—. Pero asimismo hay amor, todo el amor. Los cristianos sabemos bien el porqué de esta cruz. Dios el Hijo se hizo hombre, murió muerte sacrificial sobre la cruz, haciendo posible un verdadero perdón de los pecados contra Dios para aquellos que depositan una confianza completa en Jesús. No nos espantamos frente a la imagen de Cristo; antes bien, nos sentimos redimidos, amados, comprendidos, perdonados… ¡Y resucitados! Él resucitó de entre los muertos y está sentado a la derecha del Dios Padre.

Pensativo, el brahmán asentía con la cabeza. Preguntó:

—¿Cuántos dioses adoráis? Tengo entendido que sólo tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo…

—No, no, no, amigo. Sólo un Dios tenemos, el verdadero; tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en un solo y único Dios.

—Humm… ¿uno solo? Innumerables dioses se veneran en la India, dioses y hombres no son sino emanaciones de Brahma. ¡Todo es Brahma!

Brahma es el creador, señor de las criaturas y omnipotente. Pero el dios supremo ve levantarse ante sí la fuerza que destruye y lo que hace renacer y conservar: Shiva. Y está el tercero, Vishnu, el conservador. El sol, los cielos, la tierra, los hombres y los dioses, los propios Shiva, Vishnu y el mismísimo Brahma no son sino emanaciones temporales del gran espíritu, destinadas a regresar un día a su seno.

Hablaron todo ese día Francisco y el joven brahmán acerca de las religiones de ambos. Explicaban sus respectivas ideas de Dios, de la Creación, del alma de los hombres, de la vida y de la muerte. Xavier se enteró de muchas de las creencias de los brahmanes, de los venerados templos y de las devociones de las gentes de la India.

Le explicó el brahmán la doctrina del karma, según la cual creían que cada pensamiento o acción da como resultado ciertas consecuencias en el futuro. Aseguraba él que todo sufrimiento se debía a las propias acciones del pasado. Por eso creían en la reencarnación, dado que es imposible que todo el karma de una persona sea experimentado en una vida. Las escrituras de los brahmanes decían que después de la muerte las almas individuales «renacen», en este mundo, en otro cuerpo humano o no. El tipo de renacimiento está representado por el karma resultante de las acciones pasadas.

Precisamente por esto había castas entre los indios, cada una de las cuales tenía sus propias reglas, privilegios y obligaciones.

Arriba del todo estaban los brahmanes o sacerdotes. Los segundos en la jerarquía eran los guerreros y los gobernantes. En tercer lugar venían los comerciantes y agricultores. Por debajo de éstos estaban los trabajadores. La salvación sólo es posible para las castas superiores, las de los llamados «nacidos dos veces». Los últimos eran los parias o intocables. La casta está determinada al nacer por el propio karma personal.

En su larga conversación, Francisco y el brahmán llegaban a algunos acuerdos. Coincidían en su reconocimiento de que no todo está bien en el mundo y en la existencia humana en esta vida. También en que el remedio último para el dilema humano es espiritual en su naturaleza. Pero, más allá de esto, poco en común encontraban.

Por eso Francisco, haciendo uso de sus conocimientos de lógica, sacaba a la luz las divergencias entre ambas religiones. Primeramente, observaba que la fe de los brahmanes carecía de una comprensión del por qué creó Dios el mundo; no se apreciaba el propósito bueno del Dios de los cristianos. Además, faltaba el concepto de Dios como infinitamente santo y justo.

Para el brahmán el hombre era divino en el núcleo de su ser. Decía que es uno con Dios, con Brahma, aunque lo desconoce. Engañados, los hombres se dedican al mundo material y temporal, enredándose en acciones que resultan de un karma malo, y que les aprisionan en el ciclo de la reencarnación.

Francisco le explicaba a su vez cómo en la Biblia la fuente del alejamiento de Dios y el mal subsiguiente no provienen del desconocimiento de la divinidad, sino de la rebelión del hombre contra Dios y su plan sobre nuestras vidas.

A pesar de este desconcierto de ideas, ambos coincidían en afirmar que el hombre debe ser salvado.

El brahmán encontraba la solución a la salida del ciclo de la reencarnación mediante las buenas obras, los esfuerzos, la meditación o la devoción a la divinidad. Francisco le explicaba la salvación de Cristo, su sacrificio, la liberación del pecado y la restauración de la vida bajo el cuidado de Dios.

Estando en esta discusión, llegó la mujer a recoger a sus nietos. Al ver al brahmán, hizo muchas reverencias y fue corriendo a buscar algunos alimentos para ofrecérselos. El joven sacerdote indio se puso en pie y empezó a recitar un mantram:


Om Srí Naráyana namah! Om Srí Naráyana namah
!…

—¿Qué significa eso? —le preguntó Francisco, lleno de curiosidad, por tratarse de unas palabras desconocidas para él.

—He alabado al dios con el secreto nombre del Ser Supremo, en el nombre de Vishnu, que descansa en el mar, pidiendo su ayuda y su gracia para siempre.

Dicho esto, el joven brahmán se despidió y se marchó por donde había venido. Francisco le vio alejarse, muy digno, con sus pasos solemnes y sus manos juntas, como meditando.

Esa noche Xavier no podía dormir. Le asaltaban, como ráfagas raros pensamientos y una maraña de ideas entrelazadas copaba su mente sin que hallara tranquilidad. Afuera de la cabaña reinaba un gran silencio.

Se levantó, salió al exterior y anduvo por la arena en dirección al mar. Una delgada media luna parecía mecerse por encima de las crestas de las olas, dejando un tenue reflejo de plata sobre las sucesivas líneas de espuma. La bóveda del firmamento infinito se veía poblada de brillantes estrellas.

Repentinamente, le vino a la memoria la misteriosa frase del brahmán que le había visitado: Om Srí Naráyana namah! La repitió varias veces en su interior. No le causaba repulsión como invocación pagana. Por el contrario, parecía cobrar sentido en el fondo de su alma. «De Dios es toda la tierra y cuanto la llena —se decía—; todas las palabras le pertenecen, pues él es el verbo supremo, él es la palabra». Aquello volvía a sonarle bien: Orn Srí Naráyana namah. Se arrodilló mirando hacia la inmensidad del mar. La brisa le acariciaba con suavidad amable, como cuando despertó esa misma mañana. Recitó en voz alta el mantram:

—Om Srí Naráyana namah! —y lo tradujo a su lengua materna—. ¡Adorote, Dios, con tu gracia y ayuda para siempre! ¡Dime qué he de hacer! ¿Adonde he de ir? ¿Adonde me envías? ¿Hasta cuándo?

LIBRO III

De la noticia que llevaron a Roma desde Lisboa y de la fe que todo lo puede.

EN COMPAÑÍA DEL DIOS
(
DOCE AÑOS DESPUÉS
)

Capítulo 40

Roma, 21 de febrero de 1555

Bajo la esplendorosa luz de la primera hora de la tarde, Roma reposaba en calma. Apenas había gente en las calles. Hacía frío, aunque brillaba el sol. Las chimeneas desprendían hilillos de humo gris que la brisa deshacía en el limpio cielo, intensamente azul. Dos clérigos, muy envueltos en sus negras capas, se detuvieron delante de la pequeña iglesia de Santa Maria della Strada. Entraron y estuvieron orando durante un rato. En el campanario, un breve y débil repiqueteo anunció la hora sexta.

Frente a la iglesia, en el caserón que servía de residencia a la Compañía de Jesús, reinaban la limpieza y el silencio. El padre Juan Alonso de Polanco, el secretario permanente de la orden, ordenaba en su despacho en ese momento las cartas. No se daba descanso ni siquiera a esa hora que seguía al almuerzo. Al sentir el tañido de la campana, se detuvo en su minuciosa labor y echó mano mecánicamente al breviario que estaba sobre la mesa. Se levantó de la silla y salió para dirigirse a la capilla con la intención de rezar. Pero se topó en el corredor con el portero, que venía a avisarle de que dos padres acababan de llegar en ese momento desde Portugal y pedían ver, cuanto antes mejor, a Ignacio de Loyola.

—Yo los atenderé —contestó Polanco.

Los dos recién llegados aguardaban sentados en el banco del recibidor. Por su aspecto, se comprendía enseguida que acababan de llegar de un largo viaje. Eran ambos jóvenes, uno más que el otro; flacos, morenos de rostro y de oscuras barbas algo crecidas. Al ver aparecer al secretario, se levantaron y se apresuraron a besarle la mano.

—¡Ah, carísimo padre Ignacio! —exclamó el que parecía ser el mayor de los dos—. ¡Es una merced grandísima de Dios poder conocer a vuestra caridad en persona! Gratia Dei!

El padre Polanco se estiró y sonrió. Era ya un hombre maduro, de cabello encanecido, delgado, alto y pálido, pero en nada se parecía físicamente a Ignacio de Loyola, bastante mayor que él. Por eso se extrañó por esta confusión. Y contestó adusto:

—Oh, no, no, hermanos, no soy el padre Ignacio. ¡Ya quisiera parecerme a él lo más mínimo! Soy sencillamente el secretario de la Compañía.

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