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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (11 page)

BOOK: En compañía del sol
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—¡Carreras pedestres! —anunció el pregonero en nombre de las autoridades que gobernaban el acontecimiento.

Los barbistas alzaron a hombros a Francés de Xavier y lo llevaron en volandas al lugar donde se celebraba la carrera, que era un camino arenoso, próximo al río.

Los contendientes se miraban de soslayo. Ahora, desde cerca, el pelirrojo del colegio Boncourt parecía mucho más fuerte. Era un mocetón de piel rosada y cuerpo firme, mucho más alto que Francés y que Charles Zonon, el favorito de todo el mundo. Los demás no tenían nada que hacer frente a estos tres rivales; así que la victoria se reñiría entre ellos.

La recia voz del pregonero dio la salida. Estalló el griterío de los espectadores mientras los atletas emprendían su carrera. Como todo el mundo suponía, no tardaron en quedarse atrás muchos de los contendientes. Pronto iban a la cabeza Francés, Zonon, el pelirrojo y un pequeño muchacho que ponía todo su empeño en pasarles. Este último, que era alumno de los Agustinos, rápido como una liebre, saltó hacia delante y se puso el primero, de manera que los otros tres, mucho mayores que él, parecían los galgos que le perseguían. «Este pequeñajo está forzando la carrera», pensó Francés.

—¡Zonon! ¡Zonon! ¡Zonon!… —se oía gritar a los del Monteagudo.

—¡Xavier! ¡Xavier! ¡Xavier!… —rugían por su parte los barbistas.

El pelirrojo Ganse, tal y como temía Francés, sacó una fortaleza repentina de su poderoso cuerpo y se puso en cabeza superando al pequeño agustino. Este se desinfló entonces y se hizo a un lado. Entonces Zonon rebasó al del Boncourt. Francés iba el tercero y tuvo que soportar el desilusionado grito de sus compañeros de colegio. «¡
Dios, tengo que hacerlo
! —se decía—
; esos dos no pueden vencerme. No, los dos no
».

En esto, percibió claramente delante de él cómo el pelirrojo perdía fuerza y enseguida le pasó. Ahora debía confiar en sus piernas y en su respiración. Quedaba una vuelta y sabía que Zonon, a pesar de su tesón, terminaría aflojando. En efecto, se puso a la altura del capetto y observó en una rápida mirada que estaba agotado; se había adelantado demasiado pronto, tal vez temiendo como él al pelirrojo del Boncourt.

Los del Santa Bárbara rugían. Al pasar junto a ellos, Francés escuchó al maestro Noix:

—¡Vamos, muchacho, la carrera es tuya!

La muchedumbre estaba apiñada en la meta y aguardaba el desenlace enfervorizada. Ambos corredores avanzaron parejos durante un momento más, pero, en un último y definitivo impulso, Francés sacó toda su fuerza y alcanzó el poste veinte pasos antes que su rival.

El gentío se abalanzó sobre él. Sintió el golpeteo de las manos de sus camaradas y la asfixiante presencia de tanta gente alrededor, precisamente cuando más aire necesitaba. Menos mal que le alzaron pronto en hombros y pudo respirar hondamente por encima de las cabezas. Desde esa altura, viendo a los profesores y compañeros pendientes de él, aclamándole como a un héroe, se sintió verdaderamente importante. Nunca antes había percibido algo igual. Era un sentimiento embriagador que le arrebataba por encima de aquella realidad bulliciosa; como si su mente se fuera a otra parte. Al verse poderoso, dueño de la situación y capaz de lograr lo que buscaba por sus propios medios, le embargó una misteriosa explosión de felicidad.

Capítulo 16

París, 1 de octubre de 1526

Las campanas de todos los conventos e iglesias del barrio Latino repicaban a fiesta muy de mañana. Había amanecido un día gris, después de una larga noche de lluvia. Las piedras de los viejos edificios exhalaban aromas de humedad y los aleros de los tejados dejaban escurrir aún las aguas llovedizas que caían en las calles embarradas. Una multitud de estudiantes envueltos en sus oscuras togas sorteaban los charcos para encaminarse hacia la amplia rué de Saint-Jacques, por donde había de discurrir la gran procesión de acción de gracias con motivo del inicio del curso. Era el día de San Remigio y toda la magnificencia de la Universidad recorrería París.

—¡Eh, Francés, Francés de Xavier! —se escuchó gritar a un joven en la rué des Chiens, delante de la fachada del colegio de Santa Bárbara—. ¡Espérame, iremos juntos!

Francés se volvió y vio venir corriendo hacia él a Pierre Favre, su nuevo compañero de cuarto.

—¡Vamos, Favre, date prisa o no llegaremos a la salida! —le apremió.

Pierre era un joven delgado, muy rubio, de angelical aspecto y dulce mirada de niño, aunque tenía ya cumplidos los veinte años, la misma edad que Francés. Ambos estudiantes habían superado juntos el temido examen de Latín e iniciaron al día siguiente el primer curso de Filosofía. La tarde antes, después de conocerse la nota, el bedel del colegio les había asignado su nueva situación, en el piso superior de la torre de Santa Bárbara, una pequeña estancia muy bien situada, cuya ventana daba a la rué des Chiens, frente al colegio de Monteagudo. Por ser una pieza soleada y alejada de las zonas más bulliciosas del colegio, a este sector se lo conocía como «el Paraíso». Los otros aposentos gozaban de menor tranquilidad; el piso medio era «el Purgatorio» y el más bajo «el Infierno», por el alboroto que reinaba a causa del constante discurrir de los colegiales por los pasillos y por la proximidad de las cocinas. Francés y Pierre Favre debían compartir su cámara del Paraíso con el maestro Peña, castellano de Sigüenza que había obtenido el grado de magíster en Filosofía y que tendría encomendada la dirección de los estudios en esa materia de sus dos jóvenes camaradas.

Francés avanzaba con grandes y decididas zancadas por las embarradas callejas. Su discípulo le seguía a unos pasos.

—¡Eh, Xavier, espérame, yo no soy campeón de carreras! —se quejaba Favre.

Francés se volvió de nuevo y le vio aproximarse muy sonriente, respirando hondamente para recuperar el resuello. Desde el primer momento, le resultaba muy simpático Pierre. Apenas habían cruzado unas cuantas palabras la noche antes, porque la presencia del maestro Peña, algo mayor que ellos y revestido además con la autoridad de su título, les impidió desenvolverse con naturalidad. Pero ambos percibieron que se caían bien.

Al torcer una esquina, se toparon de frente con un charco que se extendía delante de ellos a todo lo ancho de la calle. En medio del agua, sobresalían un par de piedras puestas allí por alguien para permitir el paso al otro lado sin mojarse el calzado. Con decisión, Francés saltó y colocó el pie sobre la primera de las piedras. Después estiró la otra pierna e intentó hacer lo mismo en un ágil movimiento, pero resbaló y cayó sentado en el charco.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —estalló Pierre en una sonora carcajada que resonó en toda la calle.

Francés se levantó como un resorte y saltó hasta el terreno seco, donde comprobó que tenía su uniforme de estudiante empapado y manchado de barro.

—¡Vaya, qué desastre! —exclamó.

Su compañero, con mayor habilidad, pasó de una piedra a otra y sorteó el charco sin mayor problema.

—¿Ves? —contestó burlón—. No es cosa de fuerza, sino de cuidado. Por ir con tanta prisa, mira cómo te ves ahora, Francés de Xavier. Tendrás que ir a cambiarte y llegarás a la procesión cuando lleve hecha la mitad del camino.

—Nada de eso —repuso Francés, mientras retorcía su toga para escurrir el agua—. No puedo acudir al día de San Remigio vestido de gentilhombre, ya que no tengo otras ropas de estudiante que éstas. Habré de recibir el premio de esta guisa.

Cuando llegaron a la rué de Saint-Jacques, se veía ya venir a lo lejos la cruz alzada, de brillante oro, que portaba un bachiller en Artes, guiado por un bedel de la facultad de Filosofía. Una larguísima fila de estudiantes de todas las disciplinas, situados de dos en dos, avanzaba detrás.

—Vamos, pongámonos en la fila.

Francés y Pierre se situaron junto al resto de los universitarios, que formaban una verdadera multitud; más de tres mil.

Detrás de ellos venían los frailes: franciscanos de hábito marrón, agustinos de negro, dominicos blanquinegros, pardos carmelitas… Los novicios portaban las cruces de las diversas órdenes y los sacerdotes las reliquias más preciadas. Les seguían los maestros con sus trajes talares negros y sus birretes de cuatro puntas.

Precedidos de elegantes bedeles vestidos de librea, que exhibían los cetros, avanzaban los diversos regentes de las facultades y los cuatro procuradores de las cuatro naciones de la Universidad. A continuación, los doctores, con sus trajes talares y amplias capas, ribeteadas de armiño. Y, por último, venía el Rector, máxima dignidad, vestido de morado, con capote de armiño y birrete con borlón de oro sobre la cabeza. A su lado iba el decano de Teología y detrás todos los dignatarios y empleados de la Universidad: procuradores, secretarios, cuestores y abogados, formando una comitiva muy vistosa por las vestimentas y gorros de diversos colores.

Todo este gentío penetró en la catedral de Notre-Dame para asistir a la misa y al sermón pronunciado por el arzobispo de París en presencia del rey de Francia, que ya había sido liberado de su prisión en España por el emperador, después de haberse firmado el tratado de Madrid que ponía paz entre las dos naciones.

Finalizado el oficio religioso, los concurrentes regresaban a sus colegios, donde participarían alegremente en el banquete que se conocía como «las minervalias»: una buena comida amenizada con canto y música en la que se hacía entrega de los premios y distinciones cosechados antes del inicio del curso por los estudiantes. En esta tradicional celebración, Francés de Xavier recibiría las cintas blancas prendidas en la toga, como premio a sus victorias en la carrera y saltos durante los juegos de San Remigio.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, la barahúnda de estudiantes era dueña del barrio Latino. Un estridente bullicio reinaba en las tabernas, saturadas de borracheras y broncas. Antes del anochecer, llovió de nuevo abundantemente. El agua se desprendía a chorros desde los canalones y crepitaba sobre las piedras.

Dentro de la taberna del Poisson, Francés de Xavier sostenía entre las manos una gran jarra de vino. Un nutrido grupo de barbistas achispados le aclamaban, aduladores, y entonaban en su honor una canción francesa que al navarro le resultaba estúpida.

Je suis d’Alemagne, je parle alleman
,

je viegne de Bretagne, bretón, bretonnan
.

J’ay perdu mon pere, ma mere
,

mes soeurs et mes freres et tous mes parents
.

Je suis d’Alemagne, je parle alleman
,

je viegne de Bretagne, bretón, bretonnan

Un joven gordito, ebrio y con sonrisa bobalicona, danzaba encima de una mesa con torpes movimientos.

—¡Vamos, Francés de Xavier —decía balbuceando—, paga otra ronda! ¡Paga más vino o dejaré de bailar!

J'ay perdu mon père, ma mère
,

mes soeurs et mes frères

et tous mes parents

Francés fue a pedir más vino. El tabernero refunfuñó y preguntó enojado quién iba a pagar todo lo que se debía.

—¡Sirve el vino! —le espetó Francés dejando unas monedas sobre el mostrador.

Con aplausos y fuertes taconazos en el suelo, los estudiantes barbistas celebraron la invitación de su compañero. Se aplicaron al vino y prosiguieron la canción:

Je viegne de Bretagne
,

breton, bretonnan

Francés no volvió a sentarse en medio de ellos. Apuró la jarra que tenía en la mano, la dejó en el mostrador y se dirigió hacia la salida del local. Recogió la toga que estaba colgada de un clavo al lado de la puerta. La prenda oscura estaba sucia, impregnada de barro, grasa y vino. Se la echó por encima de los hombros y salió al exterior. Afuera llovía intensamente.

—¡Eh, Francés, Francés de Xavier! —escuchó gritar a sus compañeros, pero no se volvió—. ¡Francés! ¿Adonde vas?…

Él hizo caso omiso de esas llamadas y se encaminó aprisa por la calle oscura donde cada casa era una taberna. La gente iba de un lado a otro, con los capotes sobre las cabezas. Se cruzaba con jóvenes alegres que aprovechaban las últimas horas de la fiesta de San Remigio.

—¡Francés, espérame! —escuchó, percibiendo que le seguían unos apresurados pasos.

Se volvió y descubrió la silueta conocida de Pierre Favre recortándose en la penumbra.

—¡Favre! —exclamó—. ¿Qué haces aquí?

—¿Adonde vas? —le preguntó a su vez el joven compañero—. Te vi salir del Poisson solo. ¿Por qué te marchaste?

—Me cansaban esos estúpidos con su necia cantinela. ¡No los soporto! Esas coplas francas me aburren, no me dicen nada.

—¡Ja, ja, ja…! —rió Favre.

—No me hace ninguna gracia. Hoy es mi día. Gané estas cintas en los juegos y no pienso terminar la fiesta de San Remigio escuchando a cuatro borrachos cantar: «Bretón, bretón, bretonnan…». Mira, yo soy navarro; en mi tierra las coplas son de otra manera. Cuando la gente se emborracha, aguza la voz y le salen del alma las más bellas canciones. ¿Comprendes?

—Sí —asintió Favre—. Mas esto no es tu tierra. Esos se divierten a su manera…

—¡Pues muy bien! Pero yo no voy a aguantarlo precisamente hoy.

—¿Adonde irás solo?

—¡Qué se yo! Por ahí, a otra parte. Ya encontraré algún lugar donde beber buen vino y escuchar música mejor que esa. Esto es París, ¿no he de hallar lo que busco?

—Has bebido demasiado, amigo —le dijo Favre poniéndole cariñosamente la mano en el hombro—. Y estás empapado. Hay mala gente por ahí. Vamos, regresemos al Poisson y terminemos la noche de buena manera.

—¡Ca! —replicó Francés, zafándose de su compañero.

—¡He dicho que no quiero estar ahí! —y, dándose media vuelta, prosiguió su camino.

Pierre se quedó de una pieza, viéndole alejarse. Temió que le sucediera algo malo y le siguió. Francés reparó en la presencia de su compañero detrás de él y, sin volverse, dijo:

—Ah, ¿vienes conmigo?

—Vamos al Poisson —insistió Favre—; es tarde y pronto deberemos regresar a Santa Bárbara. Mañana es el primer día de clase.

—Por eso quiero divertirme —repuso Francés.

—Bien, haz lo que quieras, yo regreso.

En ese momento, Francés reparó en que le agradaba la compañía tranquila y noble de su camarada. Se detuvo y se dio la vuelta. Le propuso a su camarada:

—Anda, ven conmigo. Ya que hemos de vivir en el mismo cuarto, será bueno conocernos bien. Bebamos juntos.

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