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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (14 page)

BOOK: En compañía del sol
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¡Oh, Julio!, al que más recuerdo de todos los compañeros. Si algo valen mi larga fidelidad para contigo y los antiguos juramentos, estás a punto de conocer al sexagésimo cónsul, y los días que te quedan por contar son apenas unos pocos.

No aplaces bien las cosas que veas que se te pueden negar, y piensa que sólo esto, lo que fue, es tuyo.

Te están esperando las preocupaciones y los trabajos uno detrás de otro, las alegrías no se quedan, sino que desaparecen volando.

Aprópiate de éstas con ambas manos y con un abrazo total: así en muchas ocasiones también salen resbalándose desde el profundo interior.

Créeme: no es propio de un sabio decir «Viviré». La vida del mañana es demasiado tarde: vive hoy).

Estas palabras impresionaron a Francés. Venían repentinamente a su memoria las imágenes del pasado: los sufrimientos de su madre, las peripecias de la familia, las humillaciones padecidas por los nobles apellidos de sus antepasados. Le asaltaban irremediables deseos de recuperar todo aquel tiempo perdido. Era una sensación agridulce. La música despertaba en su interior la melancolía y un extraño anhelo, una sensación inexplicable que le llamaba a disfrutar de la vida a partir de ese momento. En medio de estos sentimientos tan vivos, le asaltó de repente el recuerdo de un bello momento: el día que besó a aquella bailarina en la danza de la Muerte. El rostro de la muchacha estaba muy fuertemente grabado en su memoria.

La voz del maestro le sacó de su meditar:

—¡Bien, muchachos, es hora de hacer algo bueno por nuestras pobres personas! ¡Tengamos caridad con nosotros mismos! ¡No nos pongamos tristes! Ahora seguidme, que os conduciré a un lugar donde resarcirnos de esta penosa vida.

Pagaron lo que se debía y salieron todos a la calleja oscura por donde se adentraron en el barrio Latino que cruzaron alegres, mezclándose con la rebujiña alborotada de los sábados. Se dejaban guiar por Da Silva, que iba muy decidido delante, ejerciendo de maestro en artes mundanas. Sólo Favre preguntaba de vez en cuando:

—¿Adonde vamos?

—Sígueme y lo verás.

—Llegaremos muy tarde; no se puede pasar la noche fuera del colegio.

—Se paga a Polifemo y en paz —contestó Da Silva.

Polifemo era el corrupto portero del Santa Bárbara, que se dejaba comprar por un par de monedas y permitía la entrada de los colegiales a la hora que fuera.

—¿Y si Polifemo está dormido? —repuso Pierre, preocupado, como siempre.

—Saltaremos las tapias —propuso Francés.

—¡Ja, ja, ja…! —rieron los demás, felices por transgredir las normas, amparándose en la anuencia y complicidad de su maestro.

Llegaron al arrabal de Saint-Jacques, un lugar peligroso de noche, oscuro y sucio. No lejos de la puerta de la muralla, había un gran caserón, una especie de antiguo palacio rodeado de jardines descuidados, frente a cuya puerta principal se alineaban las carretas y los caballos amarrados en las grandes argollas de hierro que pendían de la fachada. Se veían lámparas encendidas en las ventanas y faroles de aceite de brillante luz.

Entraron por un portalón que les condujo a una estancia iluminada, abarrotada de gentío que bebía y cantaba a voz en cuello.

—¡Oh —exclamó Da Silva—, vinum et música laetijicant cor! (¡Oh, el vino y la música alegran el corazón!).

Al verlos llegar, fue hacia ellos un hombre alto y grueso de espesa barba rubicunda, exclamando:

—¡Da Silva, amigo mío!

—¡Loup! —dijo Da Silva—. ¡Qué concurrida tienes hoy la casa!

—Mañana es fiesta y la gente no perdona la oportunidad de divertirse. ¡Es primavera!

—Claro —añadió el maestro—, mañana es Domingo de Ramos.

—Pero… Da Silva, amigo mío, ¿eres acaso el único de París que no lo sabe? Mañana es Domingo de Ramos, en efecto, pero es mayor fiesta aún porque a primera hora del día harán solemne entrada en París su majestad el rey de Francia con los nuevos esposos: doña Margarita de Angulema, su hermana, y el rey de Navarra, don Enrique de Albret.

Al escuchar aquello, Francés se sobresaltó. Sabía que el rey de Navarra había celebrado su matrimonio con la duquesa de Alençon en Saint-Germain-en-Laye, no lejos de París, el día 30 de enero de ese año, pero nadie conocía el paradero del real matrimonio, puesto que don Enrique de Albret había compartido prisión en España con el rey de Francia, después de ser ambos capturados en la batalla de Pavía, pero el destronado monarca navarro había escapado en aventurada fuga, yendo a esconderse.

—¡Mi señor el rey viene a París! —exclamó Francés muy exaltado—. ¡Hoy pagaré yo! Vamos, amigos, pidamos vino; esto debo celebrarlo.

—Pero… ¿quiénes son estos tiernos mocitos? —preguntó el tal Loup, que era el dueño del establecimiento.

—Son pollos recién salidos del cascarón —respondió Da Silva—. Han bebido suficiente vino como para ver la vida del color de la primavera y quieren ahora probar la miel de las mujeres. Amigo Loup, ¡llévanos adonde ellas tienen el dulce panal!

—Ya lo sabes, viejo zorro —afirmó Loup—; mi colmena está en el segundo piso, allí en las alturas.

—¡Vamos a ese sancta sanctorum! —dijo el maestro—. Y, a partir de ahora, facta, no verba.

Subieron por unas escaleras de madera que crujían a cada paso. En el segundo piso del caserón, en una gran sala decorada con pinturas de jardines en las paredes, se encontraron con una curiosa visión: había mujeres de todas las edades, más de medio centenar, sentadas en divanes unas, charlando amigablemente con algunos hombres, otras. La luz tenue, los rojos cortinajes que pendían delante de los ventanales y el aroma mezclado de los perfumes, creaban un ambiente especial, casi mágico.

—Nota bene, oh paradisum! —sentenció Da Silva, con la ávida expresión de un lobo hambriento ante un rebaño de ovejas.

Una enorme mujerona rebozada en sedas corrió a recibirles:

—¡Da Silva, cielo, tú por aquí! ¡Pasad, amigos!

—¡Ah, mi abeja reina! —exclamó el maestro, abalanzándose hacia ella para abrazarla.

Enseguida les rodearon las mujeres, simpáticas, zalameras. Les echaban a los jóvenes estudiantes el brazo por encima, les hacían caricias y les hablaban con dulzura.

Da Silva se aferró a la mujerona como si temiera que se escapara y fue a perderse con ella por detrás de una cortina, hacia las interioridades de aquel peculiar serrallo.

A Francés le tomó de la mano una muchacha morena de largos cabellos, delgada y sonriente. Hipnotizado por su belleza, el joven la siguió hacia donde ella le conducía. Se detuvieron en mitad de un pasillo, delante de una alacena, y ella cogió una botella de la que sirvió un par de copas. Bebieron un vino dulce y espeso.

—Eres muy bonita —dijo Francés con soltura, aunque estaba arrobado, casi temblando.

—Primero pagar y después amar —contestó la muchacha, sonriente.

El joven sacó una moneda de plata y se la entregó. Ella se la guardó sin decir nada. Volvió a tomarle de la mano y lo introdujo en una alcoba pequeña. Él se dio cuenta de que la bella prostituta caminaba con una mal disimulada cojera que ocultaba bajo unas largas sayas de tela verde. Llevaba el talle ceñido por una blusa anudada en la cintura y aromáticas florecillas prendidas en los largos cabellos negros. Era delicada y silenciosa, muy diferente a como él se imaginaba que serían este tipo de mujeres. Su compañía resultaba muy agradable.

—Voy a hacer esto con gran placer —observó ella sin dejar de sonreír—. Eres un joven muy apuesto. Seremos felices juntos.

Él la observaba, asombrado.

—Ven aquí, siéntate a mi lado —le rogó la joven, mientras se quitaba la falda y se dejaba caer en un mullido diván.

Francés se fijó en los pechos generosos y firmes que se adivinaban bajo la blusa, entreabierta. Le acarició el pelo tímidamente y se sentó junto a ella.

—¡He aquí! —exclamó la muchacha sacándose la saya y dejándola caer a sus pies.

Francés posó su mirada en las piernas. Estupefacto, se dio cuenta, a pesar de la penumbra, de que una de las extremidades era de madera. Muy bien hecha, desde el muslo al que estaba sujeta con una correa, hacia abajo, la rígida prótesis se extendía pintada de color rosa, con su tallado pie, en todo imitando a la otra.

—¡Ah! —exclamó él, dando un respingo.

—Eh —dijo la muchacha—, no te asustes. La pierna no es necesaria para esto. A algunos hombres incluso les gusta…

—No me lo esperaba —observó Francés, retirándose.

—Anda, ven —le llamó ella.

Él comenzó a sentir una sensación muy distinta a la que le llevó hacia aquella alcoba; una compasión y una tristeza enormes. Una sucesión de rápidos pensamientos recorrió su mente: sin su pierna, aquella pobre muchacha no servía para trabajar en el campo, ni en cualquier otra tarea. Supuso que esa deficiencia la trajo al burdel, merced a su gran belleza, a pesar del defecto.

Ella se puso en pie. La pierna de madera se soltó y cayó sonoramente al suelo. La muchacha tuvo que volver a sentarse y se puso a reír graciosamente, para quitarle importancia al incidente.

Francés la miraba muerto de pena. Se apresuró a sacar un puñado de monedas y se lo dio. Ella, sin dejar de sonreír, cogió el dinero y le dijo:

—No hay gente como tú por ahí. Dios te guardará. Llevo aquí apenas una semana…

Francés le acarició el cabello y salió a toda prisa.

—¡Eh, no te vayas! —gritaba ella desde la alcoba—. ¡Ven! ¡Vuelve!

Pero él apresuró sus pasos. Descendió a la planta baja y salió al exterior. Al aspirar el fresco aire de la madrugada, repleto de aromas primaverales, sintió como si estallasen en su interior un cúmulo de sentimientos confrontados: tristeza, angustia, rabia, amor… Vio la luna brillante, llena, en lo alto del firmamento, entre las altas ramas del jardín. Estaba eufórico por el vino, pero un nudo le atenazaba la garganta. Ante la inmensidad de la noche, se desmadejó y lloró amargamente.

Después huyó de allí. Corría sin parar por los senderos. Atravesó el arrabal y el barrio Latino, pasó ante las fachadas de las soberbias iglesias que parecían de plata a la luz de la luna y siguió por el adarve de la muralla, sin rumbo fijo. Se dejaba llevar por una especie de locura, una energía incontenible que no sabía de dónde provenía. Brotaban en su interior los pensamientos más extraños y empezó a sentir el raro deseo de escapar de sí mismo; dejarse atrás, abandonar el lastre de su cuerpo y correr sólo en espíritu, como una ráfaga de viento impetuoso.

Amanecía cuando llegó a la orilla del Sena. La luz brotaba en el horizonte como una roja llamarada. Notre-Dame resplandecía en la íle de la Cité. La catedral parecía un gran navío junto al río, con multitud de banderas de colores izadas sobre las torres. Francés se detuvo junto a la cabecera del puente y contempló admirado el espectáculo de las barcazas que navegaban siguiendo la corriente, abarrotadas de gente bulliciosa. Por todas partes acudían torrentes de personas, tropeles apresurados en medio de un gran escándalo de voces. En el tiempo que tardó en amanecer, una multitud se congregó en las proximidades de la catedral, a un lado y a otro del Sena.

De repente, apareció a lo lejos una nutrida fila de hombres a caballo llevando alabardas y estandartes.

—¡Los reyes! ¡Los reyes! —gritaba el gentío.

Francés vio llegar el impresionante cortejo real que venía a Notre-Dame para celebrar el Domingo de Ramos. Una ensordecedora fanfarria de gaitas y tambores precedía a la corte, que vestía sus mejores galas. Desde el puente, divisaba perfectamente a los monarcas que cruzaban a caballo la lie, con sus coronas doradas y sus largos mantos de armiño, y cómo eran recibidos frente a las puertas del templo por el arzobispo y por centenares de sacerdotes que portaban palmas y ramas verdes.

—¡Viva el rey de Francia! —vitoreaba la multitud enloquecida.

—¡Viva el rey de Navarra! —gritó Francés entusiasmado—. ¡Viva el único rey don Enrique de Albret!

No pudo entrar en la catedral, pues las puertas se cerraron cuando todo el cortejo hubo ocupado sus lugares. La gente se sentó en las proximidades, sobre la hierba, para esperar a la salida de los regios personajes. Pero Francés decidió regresar al colegio, pues empezaba a sentirse muy fatigado.

Cuando llegó a Santa Bárbara, encontró en el cuarto a Pierre, estudiando. Ambos se miraron. Favre tenía el rostro del color de la cera y unas moradas ojeras. Desde un abismo de tristeza, dijo:

—No he venido a París para esto. Detesto esa asquerosa vida de pecado. Por favor, Xavier, no vuelvas a pedirme que te acompañe a esas lides. Siento que no he nacido para eso.

Francés se derrumbó sobre el camastro y suspiró. Estaba tan agotado que no podía pensar. Alargó la mano y cogió el cántaro que estaba a su lado, en el suelo. Después de beber abundante agua, se quedó profundamente dormido.

Capítulo 19

París, años 1528 a 1529

Desde principios de octubre de 1528, Francisco de Xavier y Pierre Favre cursaban el tercer año de Filosofía. Oyeron explicar los libros de Aristóteles sobre el movimiento, el nacimiento y la corrupción; también los que versaban sobre los cielos y la tierra; después venían los Parva naturalia, acerca de los cinco sentidos, la vigilia y el sueño, el recuerdo, la memoria guardada, la longitud y la brevedad de la vida. Cuando dominaban la Metaphysica y la Ética, había pasado un año y medio de explicaciones y disputaciones presididas por el maestro Peña en el colegio de Santa Bárbara. Estaban preparados para enfrentarse al examen de Bachillerato en las Grandes Écoles de la Nación Francesa, ante cinco exigentes examinadores.

Eran aplicados y aprobaron ambos. Pagaron los impuestos que mandaba la ley de la Universidad y continuaron los estudios con vistas al examen de Licenciatura que tendría lugar, siguiendo el ordinario curso de las cosas, un año después de superar el de Bachillerato.

La manutención, los libros, las tasas y otros gastos suponían un considerable desembolso de dinero a medida que avanzaba la carrera. Pierre Favre se las veía y se las deseaba para salir adelante padeciendo muchas penurias. Francés, que además no escatimaba a la hora de divertirse, tenía que enviar frecuentemente cartas a su familia solicitando dinero.

Después de aprobar el examen de Bachillerato, obsequió a sus compañeros con el banquete que exigía la costumbre estudiantil. Encargó buenos embutidos, vino de calidad y dulces. Se gastó hasta la última moneda. Su condición noble y el prestigio de sus apellidos exigían no quedar mal de cara a sus amistades. Como suele suceder en estas ocasiones, recibió todo tipo de parabienes, felicitaciones y palmadas en la espalda; pero, cuando la francachela concluyó, se dispersaron los amigos y él se quedó solo frente a la realidad de su pobreza y alguna que otra deuda.

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