En compañía del sol (18 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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La primavera estaba encima y la salida de la flota de la India no podía ya retrasarse mucho más. Todo el mundo sabía en Lisboa que se había señalado como último plazo para levar anclas el domingo de Laetare, el tercero de la Cuaresma. Pero seguían soplando con fuerza los vientos del sur. Mientras tanto, la ciudad estaba desasosegada porque llegaban muy malas noticias del norte de África: los moros asediaban ferozmente la fortaleza de Gué y el rey de Portugal necesitaba reclutar con premura al menos dos mil soldados, para enviar el auxilio solicitado desesperadamente por el gobernador, que resistía con escasas fuerzas.

A finales de marzo, llegó un barquichuelo desde las plazas africanas portando las peores nuevas. El incesante cañoneo había destruido las murallas y el jerife de Marruecos pudo asaltar finalmente Gué y conquistarla con una aplastante mayoría de moros. Los últimos portugueses que resistían, apenas medio centenar de hombres, se arrojaron al mar y nadaron hasta los dos navíos recién llegados de Lisboa, desde donde enviaron el veloz correo que trajo la fatal noticia.

Salía el padre Francisco de Xavier del hospital de Todos los Santos, cuando se topó de repente con el sobresalto de la gente en la concurrida plaza del Rossío. Era martes, día del mercado semanal, y una agitación febril reinaba bajo los soportales donde todo el mundo comentaba a voces el suceso. Una muchedumbre soliviantada y afligida iba camino del puerto, cruzándose en el camino con los que venían ya de vuelta, enterados de todo.

—¡Ha caído! —exclamaban—. ¡Gué está en manos de moros!

—¿Qué sucede? —preguntaban desde los balcones los que aún no sabían nada.

—¡Que los moros tienen Gué! ¡Dios los maldiga!

Comprendiendo lo que había sucedido, el padre Francisco cruzó la plaza de parte a parte, en grandes zancadas, y fue hasta un severo y elegante edificio de tres plantas. En el portal, se encontró con el criado del dueño de la casa, que le dijo:

—Padre, ¿se ha enterado de lo de…?

—Sí, sí, ya lo sé —contestó él—. Gué ha caído en manos del moro. ¿Lo saben los demás padres?

—Yo mismo se lo dije —respondió el criado—. Mi amo me envió a avisarles nada más enterarse.

Aquella vivienda pertenecía a Paulo Nuno, un próspero comerciante de productos preciosos de Oriente que vendía en una tienda anexa al edificio, ébano, ricos paños, marfil, tapices y piedras preciosas. Ocupaba el mercader la amplia planta baja con su mujer, hijos y criados; pero, por mandato del mismísimo rey de Portugal, había alquilado el segundo piso a los padres de la Compañía de Jesús, que llevaban en Lisboa apenas un año, desde junio de 1540. Escogió para ellos el monarca esta casa porque no estaba lejos de su propia residencia, el palacio de los Estaos, para tenerlos cerca y porque era un lugar céntrico, frente al hospital de Todos los Santos, donde los padres podían realizar diversas tareas propias de su ministerio. Con Francisco de Xavier vivían en la comunidad los sacerdotes portugueses Simón Rodrigues, Gonzalo Medeiros y Manuel de Santa Clara, el italiano Messer Paulo y el joven Francisco Mansilhas, un mocetón portugués con algunos estudios de Latín.

Francisco de Xavier subió los escalones de dos en dos. El padre Rodrigues, que conocía perfectamente el estrépito de los pasos firmes de su compañero, corrió a abrirle la puerta. Cada uno adivinó en el rostro del otro que sabían la noticia.

—Gué ha caído —dijo a pesar de ello Xavier.

—Sí —asintió Rodrigues—. No creo que la flota tarde en zarpar más de una semana.

2 de abril de 1541

—¡Cómo me gustaría ir contigo a la India! —suspiró el padre Simón Rodrigues—. Ya lo sabes. Si no hubiera sido por causa de esas fiebres…

—Vamos, no te lamentes más —le dijo Francisco de Xavier—. Piensa que ésa ha de ser la voluntad de Nuestro Señor. Tendrá guardada él otra misión importante para ti. Aquí mismo, en Lisboa, puedes hacer mucho bien. Sabes cómo te estima el rey.

—Eso me consuela. Me anima escucharlo.

Ambos padres paseaban por el jardín del palacio de los Estaos. Aguardaban para entrar en la sala de audiencias, donde habría de recibirles el rey de Portugal. Hacía un bonito día de primavera, con cielo azul despejado de nubes, pero soplaba aún el viento del sur.

Dada la inminencia de la partida de la flota de la India, fijada para el día 7 de abril, el rey don Juan III quería despedirse personalmente de cuantos iban en su nombre a las lejanas posesiones portuguesas; el nuevo gobernador de la India, don Martim Affonso de Soussa; los cinco capitanes que gobernaban las embarcaciones reales que componían la flota; los armadores y navegantes que financiaban los negocios que se sustanciaban en tan costoso viaje; el factor de la Casa da India Joao de Barros, que ejercía de cronista real; los mandos militares que iban al frente del ejército y los dignatarios eclesiásticos. De estos últimos, el más destacado era el nuncio apostólico de su santidad el papa, que llevaba «la misión de velar por la dilatación de la fe y poner remedio a la miseria espiritual de los paganos», según el mandato del Breve dado por el papa Paulo III a sus embajadores. Recaía este encargo junto con las dignidades de nuncios apostólicos en los padres de la Compañía de Jesús Simón Rodrigues y Francisco de Xavier, los cuales habían venido de Roma a Lisboa para cumplirlo. Pero sólo Francisco se embarcaría para la India, puesto que Rodrigues, muy a su pesar, había sufrido una grave enfermedad con fiebres que le mermaron mucho las fuerzas para aventurarse a tan largo y fatigoso viaje. Alto, delgado y de piel aceitunada, parecía mucho más seco a causa de la convalecencia que le tenía debilitado.

En la larga espera, de horas, mientras el rey iba recibiendo en audiencia, uno por uno, a los responsables de la flota, ambos padres tuvieron tiempo para charlar dilatadamente acerca de muchas cosas. Faltaban apenas cinco días para la partida y sabían bien que posiblemente no volverían a verse jamás.

Ambos recordaban cómo se habían conocido allá en París, en 1533, cuando toda la ciudad vivía aterrada por la peste. La muerte había hecho presencia con una rabia inusitada y la gente se moría a millares. En consecuencia, se tuvo que inaugurar un nuevo cementerio en la plaza Grenelle, y el Parlamento dictó una durísima «Ordenanza por Peste», que los pregoneros anunciaron en todas las encrucijadas, a son de trompeta, mandando que todas las casas donde se había dado algún caso de la mortal epidemia en los últimos meses fueran señaladas con cruces de madera; debiendo llevar sus moradores un bastón blanco y sin poder tratar con los demás por espacio de cuarenta días.

—¿Te acuerdas? —preguntó Francisco, alzando la mirada a los cielos, como queriendo recuperar en su memoria las terribles imágenes de aquellos lejanos días en París—. ¡Ay, Dios bendito, cómo habían cambiado nuestras vidas!

—Sí —asintió Simón Rodrigues—. Dios nos cambió. Es un gran misterio, pero fue así.

Ambos fueron recordando con emocionada nostalgia la nueva vida que comenzó para ellos como discípulos de Íñigo de Loyola, cuando acudían las mañanas de los domingos a la Cartuja, junto a otros estudiantes y maestros universitarios de aquel París que se debatía entre sombras de muerte. Juntos oraban, meditaban profundamente en el sentido de sus vidas a la luz de la palabra de Dios, confesaban sus pecados y recibían el Cuerpo Sagrado del Señor. Una misteriosa e inexplicable energía les transformó y les llamó a olvidarse del mundo, a comenzar a sentir llenas sus almas insatisfechas y frías. La muerte les rodeaba por todas partes, pero ellos se entregaban a los enfermos y moribundos, de quien todos huían, con una valentía inusitada. Nada podía pasarles, sentían que Dios estaba con ellos.

—El tiempo aclara los misterios del corazón humano —dijo Xavier—. Ahora, pasados más de diez años, veo con claridad que no hubo casualidades, sino verdadera causalidad, sucesos encadenados, uno tras otro, movidos desde lo alto.

—Cuéntamelo, amigo, quiero conocerlo de tus propios labios —le rogó Rodrigues—, ahora que hemos de separarnos y, como bien dices, es posible que no volvamos a encontrarnos en la vida presente. ¿Qué te dijo Íñigo? ¿Cómo logró convencerte? ¿Qué sucedió en aquellos primeros momentos en el colegio de Santa Bárbara?

—Aquel año de 1529 supe que mi madre había muerto —contó Francisco—. Ahora sé que incluso en aquella triste noticia que tanta confusión sembró en mi espíritu estaba la mano de Dios. Por entonces, yo creía que me podía comer el mundo. Estaba saturado de vanidades, de ilusiones fatuas. La fantasía propia de la mocedad me llevaba a vivir falto de razón y fundamento. Me divertía. Creía que sólo importaba el presente y sacar el mayor provecho a aquel París donde todo parecía estar al alcance de la mano.

—Claro, ¿y quién no? Eso nos pasó a todos.

—Sí, pero aquella vana ilusión no se sustentaba por sí misma. Hacía falta dinero, mucho dinero. Y resultó que a mí se me había agotado el cuerno de la abundancia. Mis hermanos tenían problemas en el señorío y no estaban dispuestos a enviarme ni un real más. Acudí a mi hermana, que era monja de clausura en Levante, y supe convencerla, con enredos, de que deseaba servir a la Iglesia, para lo que necesitaba el dinero en París. Ella a su vez movió la voluntad de mis hermanos y me mandaron algunos sueldos más, pocos, pero los suficientes para ir tirando de momento. Con el vano metal llegó la triste noticia de la muerte de mi señora madre…

Después de un momento de reflexivo silencio, Francisco prosiguió su relato. Le contó a Simón cómo dieron comienzo las clases a primeros de octubre. Íñigo vivía en el mismo cuarto que él y sus compañeros Peña y Favre. Este último acudía con entusiasmo a las meditaciones que el de Loyola impartía los domingos en la Cartuja arrastrando a algunos estudiantes a sus ideas espirituales. Xavier siguió detestando al vascongado.

Tampoco el rector Diogo de Gouvea terminaba de mirarle con buenos ojos, a pesar de haberle aceptado en el colegio. No se le había olvidado lo que sucedió con el barbista Elduayen, después de que hiciera los ejercicios espirituales de Íñigo. Por eso se irritó mucho cuando se enteró de que éste volvía a las andadas, «seduciendo» a incautos estudiantes para inculcarles sus locas ideas. El maestro Peña se había quejado al rector de que veía disminuir por este motivo la asistencia de los alumnos a sus disputas dominicales. Gouvea entonces amonestó al de Loyola severamente, amenazándole con darle una salle o azotaina pública por perturbar el orden del colegio. Y, como no cejara en su empeño de entrometerse en las vidas ajenas, terminó cumpliendo su amenaza.

Ensimismado, Rodrigues escuchaba el relato de Xavier. A pesar de ser discípulo de Íñigo desde casi las mismas fechas que él, por aquel entonces no era colegial del Santa Bárbara y por lo tanto no fue testigo de aquellos acontecimientos.

—¿Y azotaron a Íñigo? —le preguntó a Francisco por saber el desenlace de tan curiosa historia.

—Déjame que te siga contando —respondió Xavier sonriente—. Resultó que todo el colegio se convocó en el patio para asistir al duro castigo. Yo estaba allí, encantado, muy divertido por poder ver cómo le daban su merecido a alguien que me resultaba tan molesto. Pierre Favre, en cambio, estaba muy apenado.

—Pobre Favre, ¡qué buena persona!

—Cierto; el corazón más puro y transparente que he conocido. Pues verás. Estábamos todos los colegiales allí, maestros y alumnos, de gorja unos, tristes otros, esperando a ver aparecer al rector y a las autoridades del colegio trayendo al reo, para que se cumpliera el castigo. Sabíamos que Íñigo estaba en el despacho de Gouvea, respondiendo de los cargos que había contra él. Pero, de repente, apareció el rector transformado, con feliz semblante y muy contento, llevando a Íñigo sujeto por el brazo, como se hace con un amigo. En su larga conversación, uno y otro habían llegado a convergir de tal manera en sus ideas, que resultaron ser de pareceres iguales en muchas cosas. Gouvea era un hombre profundamente religioso y se dio cuenta de que Íñigo era sincero, que buscaba sólo el bien de las almas, servir a Dios y ayudar a los estudiantes a apartarse de las malas costumbres para encontrarse con Cristo. Por esto, estaba dispuesto a padecer de buena gana el castigo. El rector fue conquistado totalmente por sus serenos razonamientos, le pidió perdón por haberle querido castigar y le abrazó muy conmovido.

Al escuchar la feliz solución del suceso, Rodrigues rió a carcajadas.

—¡Ah, qué Íñigo este! ¡Qué hombre de Dios tan singular!

—Sí —afirmó Francisco—. Aquello a mí me dio que pensar. Pero todavía estaba yo muy lejos de imaginar lo que Dios me tenía reservado y que, precisamente, sería Íñigo quien acabaría arrastrándome a conformarme a su divina voluntad.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo fue aquello?

—Ya te dije que por aquel entonces andaba yo sin dinero y muy contrariado por no poder llevar la vida disoluta que me apetecía. Favre, sin embargo, estaba cada vez más cerca de Íñigo. Se sentía feliz, sereno y en paz. Había logrado vencer los escrúpulos que le atormentaban gracias a él y ya no sufría por sus vacilaciones. Por eso no dejaba de insistirme para que fuera a la Cartuja los domingos. Pero yo seguía en mis trece, no terminaba de caerme bien Íñigo y recelaba mucho de él.

Prosiguió su relato Francisco contándole cómo en aquel tiempo se entregaba a una rutina vacía, en la que sólo contaban los estudios y las diversiones. En 1530, consiguió el título de licenciado y más adelante la investidura de maestro. Comenzó entonces a regentar una cátedra en el colegio de Beauvais, pasando a ser miembro de la Facultad de Artes. A pesar de estos éxitos académicos, no terminaba de sentar la cabeza y seguía despilfarrando el dinero que no le sobraba. Quería llevar el género de vida de un noble doctor y desdeñaba todo lo que sonara a pobreza. Pero su familia no le ayudaba con puntualidad y pasaba temporadas difíciles de penurias.

—Fue entonces cuando me aproximé algo más a Íñigo, de manera ruin e interesada —confesó—. El de Loyola me dio algunos dineros y me proporcionó algunos alumnos para halagarme. Ahora comprendo cómo él se daba cuenta de mi loca carrera en pos del dulce atractivo de ser más, tener más y valer más. Y yo no era consciente de que actuaba buscando sólo la honra, la gloria y el fausto. No me atraía en absoluto el estilo de vida de Íñigo y seguía riéndome del bueno de Favre, pues me parecía que gastaba su tiempo meditando y entregándose a las buenas obras. Pero…, cuando recuerdo todo aquello —dijo, con visible emoción en el rostro—, ahora que el tiempo ha purificado todo y yo he dejado atrás aquella fogosa mocedad, puedo apreciar que en el fondo de mi alma, muy en el fondo, había algo, algo inexplicable y pequeño como la más insignificante semilla, esperando a crecer para llenar el intenso vacío que constituía mi verdadera realidad.

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