Estando en este momento tan intenso de la conversación, sentados en un banco de piedra junto a un altísimo ciprés, se aproximó a ellos uno de los chambelanes reales, vestido con la librea propia de las recepciones: casaca verde de tafetán con bordados de hilo de oro, medias inmaculadamente blancas, puñetas y cuello de valona almidonados, blondas y puntillas en la pechera y gesto hieráticamente solemne.
—Señores, acompáñenme —les pidió—. Su majestad el rey les recibirá en breve.
Siguieron al mayordomo por un amplio paseo entre floridos rosales y setos de intenso verdor. El sol levantaba de los jardines un vaho denso, saturado de aromas florales. El sobrio palacio real se alzaba resplandeciente y vistoso, al fondo.
El rey don Juan III les atendió sin grandes ceremonias. Ya se conocían. En el año que los padres jesuitas llevaban en Lisboa habían tenido ocasión de ser recibidos en audiencia varias veces. La reina doña Catalina, hermana del emperador Carlos V, también estaba presente, alta, fuerte, bella y majestuosa. El rey portugués era hombre de mediana estatura, ancho de espaldas, de cuello corto y poblada barba muy negra. Era alegre, risueño y de aire bondadoso. No ocultó su felicidad al ver a los padres y les trató con cariño y suma amabilidad, como solía.
Le entregó a Francisco cuatro Breves en los que le concedía facultades para ejercer su misión, recomendándole al rey David de Etiopía y a los demás príncipes de Oriente. Se estamparon los sellos reales, las firmas y las rúbricas. Como despedida, los reyes pidieron humildemente la bendición a los padres y prometieron encargar misas en el reino y mandar orar a los súbditos para rogar a Dios por el buen fin de la empresa.
—Id con Dios, padres benditos —dijo finalmente el piadoso monarca—. Eso es lo que la cristiandad necesita: varones apostólicos como vos.
Lisboa, 4 de abril de 1541
En medio del río Tejo, resplandecía la blanca torre de Belém, una verdadera joya de piedra mandada construir por el rey Manuel I entre 1515 y 1521, como punto de embarque para los navegantes que partían a descubrir nuevas rutas marítimas. Maravillados, los padres Simón Rodrigues y Francisco de Xavier contemplaban la decoración tan rica de aquella preciosa obra: las piedras talladas imitando cordajes, los balcones abiertos, las arquerías, las atalayas moriscas y las almenas en forma de escudos. Muy cerca de allí, se alzaba el imponente monasterio de los Jerónimos, fundado por el mismo rey en acción de gracias por la vuelta feliz de la flota de Vasco da Gama, que zarpó de ese lugar en 1497 para descubrir el camino de la India.
También fijaban la mirada los padres en los cinco poderosos navíos que componían la flota de la India, con bellos castillos de proa y popa, altos mástiles y blancas velas recogidas, que estaban anclados frente al muelle de Belém.
Aquella tarde de primeros de abril, al caer el sol, después de un luminoso día de primavera, el puerto de Lisboa se veía más animado que de ordinario. Estaban terminando de embarcarse los enseres destinados a la India en las bodegas de las naves, y ya se palpaba en el ambiente que la orden definitiva de partida de la flota llegaría de un momento a otro. Las aguas estaban de un azul oscuro profundo, y el cielo nítido y transparente. La tarde era tranquila, sosegada; el sol de poniente iluminaba la tierra y Lisboa centelleaba en sus tejados rojizos y amarillentos. Los palos y las vergas de los navíos parecían un bosque que deseaba lanzarse hacia el Atlántico, aunque reinaba una calma expectante. A sus espaldas, la ciudad refulgía como ascuas, y saltaban destellos de las vidrieras del imponente monasterio de los Jerónimos y de los azulejos de los palacios bañados por la luz de color violeta.
Bandadas de gaviotas surcaban el aire, acercándose gritonas a las lanchas que iban y venían entre la flota y los muelles. Los carpinteros claveteaban, aserraban y distribuían pez; los calafateadores culminaban ya su trabajo. Mozos de piel oscura cargaban sobre sus espaldas pesados fardos formando una fila que, desde los almacenes, se alargaba hasta el puerto. Escribientes y contables, muy serios, hacían las anotaciones, revisaban los cargamentos, echaban números y daban graves indicaciones a los sobrecargos. Los maestres de navegación y los expertos marineros hablaban entre ellos, opinaban nerviosos, discutían acerca del tiempo. Los sabios pilotos daban sus explicaciones sobre las corrientes y los vientos.
Los últimos días fueron muy ajetreados. No se dio abasto desde que se conoció la orden de aparejar las naves. Había que subir a bordo infinidad de pertrechos. Primeramente, la artillería: culebrinas, falcones, bombardas y pasamuras. Los instrumentos náuticos: cartas de marear, cuadrantes, compases, astrolabios y relojes de arena. La impedimenta defensiva del ejército: armas, pólvora y municiones. Lo último en embarcarse eran los productos alimenticios: galletas, tasajos, legumbres secas, bizcochos, aceitunas, queso y castañas. Y el agua, lo más esencial, en barriles, toneles y odres; iguales que los que transportaban vino, casi en la misma abundancia. Cuando todo esto fue bien distribuido a bordo, los pajes y grumetes subían las pertenencias de los viajeros, según hubieran satisfecho los derechos de carga. Entonces comenzaba a tener lugar el pintoresco espectáculo que constituían interminables filas llevando a las bodegas cajas, sacos, fardos, animales y los más variados objetos y mercancías para ser vendidos en la India. Llamaba la atención observar con cuánto ingenio se resolvía la manera de colocar los caballos, asnos y muías en los espacios que les correspondían, cargados por la panza mediante fajas que pendían de los techos de las bodegas, para que no se rompiesen las patas en caso de intenso movimiento del barco o se encabritasen perjudicando el resto de la carga.
—Ya ves, compañero —comentó el padre Rodrigues—, los trabajos de aparejar las naves concluyen y apenas faltan tres jornadas para que parta la flota. ¿Estás nervioso?
—Humm… —respondió Francisco—. Siento un no sé qué por dentro…
—¿Miedo tal vez?
—Oh, no, confío en Dios. Pero… resulta que nunca he montado en barco. Mis experiencias de navegación se reducen a algún paseo en barca con los pescadores del río Aragón, allá en mi tierra.
—¡Ja, ja, ja…! —exclamó Rodrigues—. ¡Ay, Dios bendito! Piensa que te espera un largo viaje con mareos e incomodidades sin cuento.
—Vaya ánimos me das.
—Bueno, no quiero que la cosa te coja desprevenido.
—Que sea lo que Dios quiera. Como comprenderás, no voy a echarme atrás ahora.
—No, no, querido Xavier, ¡eso ya lo sé! —dijo el padre Rodrigues poniéndole la mano en el hombro—. Y, ahora que volvemos a estar a solas, sin mejor cosa por hacer, con todo listo y tu viaje preparado, ¿por qué no terminas de contarme lo que ayer dejaste a medias? Sabes, compañero, que me hará mucho bien saber cómo Íñigo de Loyola consiguió al fin vencer tu resistencia.
—Es largo de contar —observó Xavier—. Sucedieron muchas cosas por entonces, acontecimientos que, narrados de uno en uno, no te parecerá que tuvieran trascendencia; pero que en el conjunto de mi vida de entonces prepararon el camino a lo que finalmente fue mi conversión y mi radical deseo de cambiar de vida.
—Vamos, cuéntamelo, tenemos tiempo —le rogó Rodrigues con ansiedad.
Francisco prosiguió con el relato que tuvo que interrumpir el día anterior. Le contó que, en junio de 1533, su compañero Pierre Favre tuvo que marcharse por un largo periodo de tiempo a su tierra, a poner en orden algunos asuntos de su familia, pues su padre era ya muy anciano. Cuando ambos amigos se despidieron, eran conscientes de que habían madurado en todo aquel tiempo. Tenían ya cumplidos los veintisiete años. Favre sabía muy bien lo que quería. Xavier, en cambio, estaba hecho un mar de dudas; comenzaba a brotar dentro de su alma una misteriosa inquietud que ni él mismo sabía explicarse.
Por entonces supo que había muerto en Gandía su hermana monja. Le invadió una gran tristeza. No llegó a conocerla nunca en esta vida. Sólo la había tratado por carta. Pero esta noticia le hizo sentirse más solo que nunca. En la misma misiva que le anunciaba la pérdida de la hermana, sus familiares le decían que Magdalena había vivido santamente; que brilló en su convento por su espíritu de oración y caridad, que cuidaba de las monjas enfermas y ancianas, trabajando constantemente, a pesar de su pequeña estatura y débil naturaleza.
En la carta iba también una confesión personal de Magdalena que impresionó mucho a Francisco: al parecer, cuando ella supo que sus hermanos Miguel y Juan tenían decidido no sostener por más tiempo los estudios del pequeño de los de Jassu en París y mandarle regresar, les escribió enseguida una carta pidiéndoles que, a pesar de todas las dificultades, sostuviesen a Francisco todavía en su carrera, porque ella presentía que sería un gran servidor de Dios y columna de la Iglesia.
Al recordar aquello, Xavier no pudo evitar las lágrimas. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó durante un momento.
—Vamos, vamos, amigo —le dijo Rodrigues cariñosamente—. Son los misteriosos caminos de Dios. Alégrate, hombre, el Señor supo sacar provecho de aquellos males.
—En efecto —asintió Francisco—. ¡Él
hizo maravillas
! A pesar de mi tozudez y mi soberbia, supo ablandarme hábilmente el corazón.
—Cuenta, cuenta —le rogó impaciente su compañero—. ¿Cómo fue aquello?
Emocionado al sentir que retornaban tan intensos recuerdos a medida que iba desgranando su relato, Xavier le contó detalladamente a su compañero cómo inició las conversaciones con Íñigo:
«Anduve durante algunos días confundido. No me aparté definitivamente de las compañías que había tenido hasta ese momento, pero las frecuentaba menos. Era como si todo a mi alrededor comenzase a desvanecerse a un tiempo. Me asaltó entonces una rara sensación de indiferencia. Me desenvolvía en mis trabajos, mis lecturas y mis diversiones por pura rutina; percibía cómo pasaban los días y los meses, iguales unos a otros, como si la vida fluyera absurdamente hacia un destino hueco, vacío. Mis pensamientos trataban de huir de aquella realidad insulsa. Recuerdo que perdí el interés por muchas cosas que antes consideraba importantes. Más que nada, me sentía solo y triste.
»Más adelante empecé a dormir mal. Me despertaba en plena noche desasosegado, envuelto en mi desconsuelo y agitado por extrañas ansiedades. Como era verano, las estrellas llenaban la oscura bóveda del firmamento y aquella visión me estremecía. Ante tanta grandeza, me sentía la más insignificante de las criaturas. Sobrecogido, prorrumpía en un llanto incontrolable, me retorcía sobre mí mismo y caía de rodillas, arrobado, sin comprender el porqué.
»Otras veces tenía pesadillas y confusos sueños. Me veía solo frente a una pared vacía en la que se me hacía presente una nada espesa e infinita que pugnaba por atraerme y engullirme. En otras ocasiones me perseguía un ser inmundo, diabólico e iracundo, del cual era incapaz de huir; corría, pero mis pesadas piernas no me conducían a parte alguna. Entonces me daba la vuelta y hacía frente a aquel demonio negro que ocultaba su rostro. Oraba con todas mis fuerzas; en el sueño repetía el padrenuestro, gritándoselo a la cara, el credo, el avemaría… Entonces esa presencia inquietante se disipaba. Algunas veces me parecía regresar al pasado más lejano. Veía con nitidez los paisajes de mi tierra, el castillo de mi familia, el hogar…, a mi madre. En aquellas largas noches, en el delgado límite que se extiende entre la vigilia y el sueño, me sentí algunas veces tomando parte en el efluvio del universo, como si vagara de manera dolorosa y consciente por un sendero sin final. O me expandía llegando a ser igual al todo, a la unidad y la multiplicidad de cuanto hay.
»Muy conmovido, en alguna ocasión me desperté en medio de un gran silencio, con la nostalgia muy presente de haber sido visitado por quien todo lo puede, que buscaba humildemente mi compañía y se complacía en hacerme partícipe del más delicado extremo de su misterio insondable. Entonces, deseaba conservar viva la impresión de esa proximidad amorosa, pero el recuerdo enseguida se hacía vago e impreciso, no tardando en disiparse.
»Bebí en aquella época. Sí, bebí demasiado. El vino me proporcionaba euforia y me transportaba a un mundo engañoso en el que parecía dilatarse mi juventud. Pero, con la resaca, cada día regresaba mi verdad. La mocedad quedaba ya atrás; mis intereses eran otros, aunque no lograba dar con ellos.
»Una de aquellas noches de verano desperté tiritando, después de haber sudado mucho. Sobre París arreciaba una violenta tormenta. El viento ululaba en los tejados, tronaba furiosamente y los cárdenos relámpagos resplandecían en la ventana».
Íñigo estaba sentado en el borde de su camastro, tal vez rezando. Sería más de medianoche. Al verme salir del sueño, se aproximó y me habló con voz suave:
—¿Te sucede algo, Francisco?
—No es nada —respondí—. Era sólo una pesadilla.
—Delirabas —dijo él—. ¿Estás enfermo?
—He pasado mucho calor.
Fue hacia donde teníamos el jarro y me trajo un poco de agua en un vaso.
—Bebe. Te serenará.
Sentía que el corazón me palpitaba con fuerza. Me ardía el estómago y el sudor se había vuelto helado en mi espalda.
—Si tienes algún problema —dijo Íñigo—, puedes contármelo. Quisiera ayudarte.
Me levanté. Por primera vez, la proximidad de Íñigo me confortó. Me embargaba tal soledad que cualquier presencia humana resultaba un alivio, después de salir de mis amargos sueños. Entonces deseé hablar. Creo que le conté mi pesadilla. Él hizo una oración y dijo algo sobre los sombríos pensamientos que enturbiaban la paz del alma. Aquellas sencillas palabras me tranquilizaron. Y debí de encontrarme bien, porque expresé espontáneamente mis sentimientos.
—Últimamente siento cosas que me confunden —dije.
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
—Sé que hay algo en mí que es diferente. Lo siento aquí, muy adentro, mas no sé explicar el porqué.
—Habla, trata de contármelo, te hará bien.
—Me siento diferente, sólo eso puedo decir. Noto que no soy el de antes.
En la penumbra, percibí su sonrisa. Me di cuenta de que estaba sumamente agradecido porque al fin yo hiciera un esfuerzo para comunicarme con él. Se puso en pie y juntó las manos entrelazando los dedos, en un natural gesto de satisfacción.
—Veo, amigo Xavier, que hay algo singular en ti. Verdaderamente, eres alguien especial. Pero no alcanzo a distinguir el provecho que eso ha de tener. Sólo Dios Nuestro Señor lo sabrá.