En compañía del sol (21 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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Mientras desgranaban estos recuerdos, los padres Rodrigues y Xavier fueron asistiendo a las labores del embarque, que se prolongaron por espacio de tres horas. Finalmente, parecía que casi todo el mundo estaba a bordo y se procedía a distribuir a los pasajeros y soldados en el interior de las naos. Las tripulaciones tenían todavía un arduo trabajo: había que acomodar a centenares de personas en un reducido espacio.

Como había hecho varias veces ya en los días precedentes, Rodrigues le preguntó a Xavier, poniéndole amistosamente la mano en el antebrazo que reposaba en la baranda:

—¿Sientes temor? Se avecina la partida. ¿Tienes miedo, amigo mío?

Francisco sonrió mordiéndose el labio inferior.

—Sé que esto no va a ser fácil —confesó—. ¿Sabes una cosa, Simón? Anoche, no sé si en mis sueños o despierto, Dios lo sabe, veía los grandísimos trabajos, fatigas y aflicciones que por hambre, sed, fríos, viajes, naufragios, traiciones, persecuciones y peligros se me ofrecían en lo que ha de venir en mi vida por amor del Señor…

—¿Y?

—Pues que estoy confiado en la divina bondad y ya tengo aceptada serenamente la voluntad de Dios. Sea lo que Él quiera.

En esto, resonó el estampido de un cañonazo en la Santiago que les sobresaltó. Era la señal de partida.

—¡Desembarquen los que han de quedar en tierra! —gritó una recia voz experta en dar órdenes.

—¡Llegó el momento! —exclamó Rodrigues con tristeza—. ¡Dios te ampare, hermano mío!

—Encomiéndame —le pidió Xavier.

—No dudes de que rezaré constantemente por vos.

El padre se despidió de los cuatro con abrazos. Estaban muy emocionados, pues sabían que posiblemente no volverían a verse.

—¡Hoy mismo escribiré a Íñigo! —gritó mientras descendía a la chalupa que debía llevarle de vuelta a tierra.

Le vieron alejarse moviendo las manos y lanzando bendiciones. Temieron que, tan alto y delgado, perdiera pie y se cayera al agua, pues la embarcación se movía de lado a lado y él no tenía la precaución de sujetarse, por despedirse con expresivos gestos.

—¡Dios os bendiga! —gritaba—. ¡Dios os guarde! ¡La Santísima Virgen cuide de vos!

Dos salvas más de cañón dieron la orden definitiva de partida. El viento desplegó las enormes velas mientras eran sacadas del agua las pesadas anclas. En el puerto, la multitud rugió y se agitó. Miles de pañuelos y manos se alzaban desde los muelles y las cubiertas en señal de despedida. Las cinco naos comenzaron a deslizarse por el Tejo en dirección al mar abierto, dejando blancas estelas de espuma en las aguas azules. Detrás, se iba haciendo pequeña la ciudad, la bella torre de Belém y la ribera con su gentío.

Capítulo 26

Mar de las Yeguas, abril de 1541

Partió la flota de la India con viento muy favorable. Al abandonar el litoral portugués, las cinco naves salieron por mar abierto. Francisco de Xavier percibió entonces ese raro encanto de lo ilimitado. Las velas blancas iban hinchadas, como mágicas alas que volaban hacia el infinito. Las aguas, teñidas de azul grisáceo, estaban sembradas de olas que se deshacían en blancas crestas de espuma. Iba en cabeza la Santiago, con el estandarte real bien alto, izado en el palo mayor; la seguían las otras cuatro naves, que pertenecían a empresas particulares. A pesar de los vientos a favor, la flota navegaba lenta, pues las bodegas iban repletas.

Esta primera parte de la singladura discurría por el llamado mar de las Yeguas y debía concluir en la isla de Porto Santo. La distancia se cubría en cuatro días. Un barco ligero podría hacerla en solitario en poco más de dos jornadas de navegación si las condiciones eran buenas. Pero los viajes de la pesada flota de la India debían transcurrir armados de paciencia; pues, dada la longitud de la travesía, debía llevarse mucha comida y bebida para los pasajeros, tripulantes y animales que iban a bordo.

Estos primeros días de navegación se hicieron muy duros. A los temores inherentes a la falta de costumbre y a la visión del mar inmenso e inquietante se sumaba el mareo, a causa de que en aquellos mares las aguas solían encresparse, con revueltas olas que sacudían las naves. Fuera de los experimentados marinos, casi todo el mundo a bordo padecía ansias violentas y sofocantes, vómitos y abatimiento. Francisco sufrió este suplicio, como el resto de los viajeros.

A bordo las horas transcurrían sin otra distracción que la lectura o los oficios religiosos, todo en medio de una gran desgana. Al principio, la rutina de la vida de los marineros constituía un espectáculo que ayudaba a matar el tiempo. Resultaba entretenido verlos cuidar el barco como se cuida la propia casa. Izaban las velas o las reparaban cuando era preciso, trepaban con agilidad los palos, arreglaban, recogían y ataban cabos hábilmente, remendaban redes, fregaban las cubiertas y revisaban la disposición de la carga. Una nao tan enorme como la Santiago necesitaba una tripulación de un centenar de personas. Se contaba además con una docena de artilleros encargados de los cañones a las órdenes del condestable y trescientos soldados. Todo este personal, además de los viajeros, juntaba un total de quinientas almas a bordo. Para mantener en orden la vida diaria, había un sistema de turnos de cuatro horas que los oficiales, marineros y grumetes conocían a la perfección. Lo cual no evitaba que de vez en cuando se organizaran sonoras peleas en las que se escuchaban los más feroces insultos y las más escandalosas blasfemias. Entonces se aplicaban severos castigos: restricción en las raciones de comida, trabajos extras e incluso azotes que se propinaban públicamente en la cubierta.

La comida era todavía muy aceptable en esta primera etapa. Se repetía dos veces al día y la composición de los platos que preparaban los cocineros era a base de carnes, embutidos, verduras y frutos que se conservaban aún frescos desde la salida de tierra firme. Pero los más veteranos se encargaban de advertir de lo que aguardaba más adelante, a medida que avanzaran las semanas: tasajos rancios, bizcocho enmohecido, ciruelas secas, castañas y poco más; para beber, agua maloliente.

Sin otro entretenimiento que las lecturas, para Francisco las horas transcurrían interminables, contadas una a una por el grumete encargado de dar la vuelta al reloj de arena, añadiendo la cantinela correspondiente. Hasta que, reinando la oscuridad, se escuchaba tañer la campana del alcázar de popa y el muchacho cantaba la última de las oraciones con el melódico tono de la lengua portuguesa:

Deus bendird a nossa noite, e fará-nos murrer em a sua graga
.

Boa noite! Boa viagem! Boa passagem, senhor capitán y maestre, senhores passageirus, cavalleirus, timonel disperto esté-voces. Amén
.

Después de lo cual rezaba el capellán de la nave un padrenuestro, un avemaría y un gloria que todo el mundo secundaba, interrumpiéndose cualquier tarea que se estuviera realizando.

A partir de ese momento, algunos se retiraban a dormir. Pero muchos hombres permanecían durante un largo rato en cubierta, alumbrados con faroles, conversando, jugando a los naipes y bebiendo el vino que abundaba, tanto o más que el agua. Los marineros estaban a esa hora más relajados. Se formaban corrillos en los que los veteranos contaban sus historias de otras travesías, exagerando, o tenían lugar animadas discusiones sobre asuntos de navegación o sobre si aquella o esta feria portuaria resultaba más o menos animada. Otros más solitarios se entretenían tallando figuras de madera, cosiendo prendas de cuero o componiendo cestos de mimbre. Había quienes sacaban una flauta, dulzaina o laúd, con los que animaban al auditorio; o se entonaban canciones tristes, de amores, que encendían la nostalgia en los corazones.

Desde Madeira, se navegaba hasta las islas Canarias, pertenecientes a España. En tres días de viento favorable alcanzaron a ver las montañas insulares, con el pico del Teide, blanco de nieve, encumbrado sobre las brumas. De todos los puertos naturales de Tenerife, el de Santa Cruz era el único que permitía a la flota portuguesa un acceso relativamente fácil y rápido a la ciudad principal de la isla: La Laguna. Pronto se fueron alineando las cinco naos, con sus velas recogidas, en la amplia rada santacruceña. Enseguida se aproximaron a ellas decenas de esquifes desde tierra, de los muchos que se ganaban la vida pescando, para aprovechar la llegada de los portugueses sacándose un dinero extra trasportando viajeros al puerto y vendiendo todo tipo de cosas.

Después de una breve escala para hacer la aguada, se levaban anclas y se timoneaba hacia el suroeste. Atardecía cuando la flota navegaba muy junta, plácidamente, alejándose de la isla. Una vez rodeada la Punta de Anaga, soplaba una suave brisa y el cielo estaba despejado, quedándose los nublados asidos a la costa. Con un tiempo bueno y soleado, la flota avanzaba hacia las ascuas de poniente, sin perder de vista a popa el pico del Teide, que se quedaba atrás como una visión inolvidable, levantándose sobre el verdor montañoso, con su escarpada cumbre cubierta de nieve pura, que se iba tornando de un tono rosado al ser bañada por la luz de la puesta del sol.

Debía celebrarse la Semana Santa a bordo, en la inmensidad solemne de alta mar. Una por una, fueron sucediéndose las ceremonias sobre la cubierta, con todo el mundo dispuesto en orden según sus cargos y categorías, vistiendo las mejores galas: oficios de Jueves Santo, adoración de la cruz el Viernes Santo, confesiones, comuniones, rezos y sahumerios que esparcían el aroma del incienso en las brisas del océano. El Domingo de Pascua, el 17 de abril, el comandante de la flota obsequió con vino, pasas y peladillas de almendra a los tripulantes y viajeros, y se hizo mucha fiesta en las naos hasta la última hora de la tarde.

Pocos días después arribaron a la isla de Cabo Verde. La travesía seguía ahora a lo largo de la tierra firme de África, hacia el sur, por toda la costa de Guinea que se veía lejanísima, o desaparecía, sintiéndose la proximidad del continente sólo por el vuelo de las muchas aves, por los palos y las hojas que arrastraba el oleaje mar adentro y por las ráfagas de aire cálido que trasportaban el fragante olor de la vegetación.

La velocidad fue buena mientras sopló aquel recio viento de popa. Pero al sur de Cabo Verde, cuando los marineros olisqueaban la tierra firme africana, sabían que comenzaba la temida zona de las calmas, una región sin vientos anunciada en las cartas de marear, en que la flota a veces se quedaba durante semanas inmóvil.

Las cinco naos tuvieron que depender primeramente de unas brisas que soplaban obligándoles a navegar en zigzag, porque frecuentemente venían de cara. Después sobrevino una calma desesperante. En medio del calor, bajo un cielo plomizo, las velas caían estáticas y las naves permanecían detenidas, muy próximas las unas a las otras. Los pilotos se gritaban desde el entrepuente sus opiniones, temiéndose lo peor; que la calma les retrasase, corrompiéndose los alimentos y mermando las provisiones.

Capítulo 27

Océano Atlántico, aguas calmas de Guinea, 25 de mayo de 1541

Más de un mes llevaban las naos como clavadas en las temidas «calmas de Guinea», sin un soplo de aire en las velas. En medio del calor sofocante del trópico, la mar permanecía quieta, lisa como la superficie de un espejo. El cielo se cubría de vez en cuando de densos nubarrones, en una atmósfera tórrida e inmóvil. De repente se agitaba un viento ardiente, tan violento que había que arriar las velas para que no se hicieran trizas. Estallaba la tormenta y caía un chaparrón entre feroces relámpagos; pero duraba poco, y enseguida retornaba aquella quietud desesperante. Volvían los marineros a izar el velamen, que caía lacio, sin atrapar el más leve hálito de brisa. No se avanzaba, sólo con mucho trabajo se bogaba para alejarse del continente intentando huir de la calma, pero las corrientes devolvían de nuevo las naves, como obedeciendo a una maldición sin tregua, al punto de partida.

El vaho ardiente que exhalaban las maderas hacía que se corrompieran los alimentos. Todo fermentaba. Las bodegas eran un horno del que se elevaba el hedor de la putridez. El agua potable contenida en los barriles se mantenía constantemente tibia, merced a lo cual iba adquiriendo un tono amarillo verdoso; se tornaba nauseabunda, de manera que había que bebería tapándose la nariz o colada por un paño para separarla de gusanos y repugnantes materias. Galletas, bizcochos y otras provisiones estaban tan echados a perder que amargaban como la hiel. El vino era vinagre; la carne se salaba tanto para evitar su deterioro, que abrasaba las secas gargantas de quienes se atrevían a probar algún bocado.

Mantecas, sebos, ceras, brea y pez se derretían haciéndose líquidos como aceites. Las lonas y paños se deshacían. El óxido corroía los metales y las maderas se resquebrajaban, obligando a los marineros a mojarlas constantemente, con lo que el vapor aumentaba, empeorando las cosas.

En medio de tantas calamidades, los desgraciados viajeros componían un espectáculo lamentable. Flacos como esqueletos, requemados por el implacable sol, casi desnudos o con las ropas hechas jirones, malvivían en las cubiertas entre los animales sacados de las bodegas para que no se asfixiasen, comidos de chinches, pulgas y piojos, empapados en sudor, cubiertos de llagas y pústulas supurantes, deshechos por los vómitos y diarreas. Los que no podían moverse ya a causa de sus males, yacían sobre sus propios excrementos. Las heridas infectadas no se curaban y se corrompían llenas de gusanos. Un hedor indescriptible se extendía por toda la nave.

Para colmo de males y a consecuencia de ellos, sobrevino en las naos una epidemia de fiebres que empezó declarándose entre los más débiles para extenderse más tarde al resto de los hombres. Comenzaba la enfermedad con cansancio y decaimiento, desapareciendo casi repentinamente el color del rostro, que se tornaba amarillento, macilento, ojeroso y de amoratados labios. El infeliz que caía infectado perdía todas las fuerzas y se veía cubierto de manchas, la carne hinchada y todo el cuerpo pesado como el plomo. Al cabo de una semana desde que apareció la epidemia, empezaron a morirse los primeros hombres, que eran arrojados al mar envueltos en pedazos de velas desechadas.

Las cubiertas estaban saturadas de enfermos, moribundos muchos de ellos, que gemían suplicando aunque fuera un poco de agua que les calmase el ardor de la fiebre, la cual no se les podía dar, una vez distribuida la ración diaria que estrictamente correspondía a cada uno. Los cuatro enfermeros de la Santiago no daban abasto tratando de humedecer y limpiar con agua de mar los cuerpos sudorosos de tanta gente como había tumbada, sin poder valerse.

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