Authors: Ken Follett
—Lori, será mejor que vayas a echarle una mano a Luke.
El ama de llaves lo miró sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño.
—Sí, profesor Oxenford.
Stanley miró a Kit.
—¿Qué necesidad tenías de ser tan cruel? —La voz le temblaba de ira.
—No, si ahora va a resultar que la culpa es mía —replicó Kit enfurruñado—. No fui yo quien se acostó con Hugo.
Tiró la servilleta sobre la mesa y se fue.
Ned no sabía dónde meterse.
—Eh... perdonad —dijo, y salió de la habitación.
Miranda se quedó a solas con su padre. Stanley se levantó, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.
—Ya se les pasará, antes o después —dijo—. No será fácil, pero las aguas volverán a su cauce.
Miranda se volvió hacia él y apretó el rostro contra el suave tweed de su chaleco.
—Lo siento mucho, papá —dijo, y rompió a llorar.
El tiempo empeoraba por momentos. Toni había tardado más de lo previsto en llegar a la residencia geriátrica, pero el viaje de regreso estaba siendo más lento todavía. Una fina capa de nieve cubría la carretera, nieve trillada por los neumáticos y demasiado cuajada para derretirse. Los conductores más aprensivos avanzaban a paso de tortuga, retrasando a todos los demás. El Porsche Boxster de Toni era el coche perfecto para adelantarlos, pero no daba lo mejor de sí sobre el asfalto resbaladizo, así que no podía hacer gran cosa para acortar el viaje.
La señora Gallo iba sentada en el asiento del acompañante, con su abrigo de lana verde y un sombrero de fieltro. No estaba enfadada con Bella ni mucho menos, algo que a Toni le había sentado como una jarro de agua fría, por más que le avergonzara admitirlo. En el fondo, deseaba que su madre se enfureciera con Bella, tal como había hecho ella. Eso le habría hecho sentirse un poco mejor. Pero la señora Gallo parecía creer que era culpa suya el que hubiera pasado tanto tiempo esperando, y Toni le había dicho en tono irritado:
—Sabes que era Bella la que tenía que venir a recogerte hace horas, ¿verdad?
—Sí, cariño, pero tu hermana tiene una familia a la que atender.
—Y yo tengo un trabajo de mucha responsabilidad.
—Lo sé, así sustituyes a los hijos.
—Así que Bella puede dejarte tirada, pero yo no.
—Así es, cariño.
Toni intentó seguir el ejemplo de su madre y mostrarse magnánima, pero no podía dejar de pensar en sus amigos, que estarían en el balneario, dándose un baño en el jacuzzi, haciendo el tonto o tomando café frente a una gran chimenea encendida. Con el paso de las horas, Charles y Damien se irían relajando y darían rienda suelta a su hilarante amaneramiento; Michael contaría anécdotas de su visceral madre irlandesa, toda una leyenda en su pueblo natal de Liverpool, y Bonnie recordaría los tiempos de la universidad y los líos en los que Toni y ella se habían metido cuando eran las únicas mujeres entre trescientos estudiantes de ingeniería. Se lo estarían pasando en grande mientras ella conducía por la nieve con su madre.
Se dijo a sí misma que no podía seguir autocompadeciéndose. «Soy una mujer adulta —pensó—, y los adultos tienen responsabilidades. Además, puede que mamá no viva muchos más años, así que debería disfrutar de su compañía mientras pueda.»
Le resultó más difícil ser positiva cuando pensó en Stanley. Aquella mañana se había sentido más cercana a él que nunca, pero de pronto había un abismo insalvable entre ambos. Se preguntó si no lo habría presionado más de la cuenta. ¿Lo había obligado a elegir entre su familia y ella? Si se hubiera mordido la lengua, tal vez él no se hubiera sentido obligado a tomar una decisión. Pero Toni tampoco se había abalanzado sobre él, y a veces una mujer tenía que darle un empujoncito al hombre o se arriesgaba a que este nunca diera el primer paso.
No tenía sentido lamentarse, se dijo a sí misma. Lo había perdido y punto.
Avistó en la distancia las luces de una gasolinera.
—¿Tienes que ir al baño, mamá? —preguntó.
—Sí, por favor.
Toni aminoró la marcha y detuvo el coche frente al surtidor. Llenó el depósito y luego acompañó a su madre hasta la tienda de la gasolinera. Mientras ella pagaba, la anciana se fue al lavabo. Cuando volvía al coche, su móvil empezó a sonar, pensando que quizá fuera una llamada del Kremlin, lo cogió apresuradamente.
—Toni Gallo al habla.
—Soy Stanley Oxenford.
—Ah. —Se quedó sin palabras. Aquello sí que no se lo esperaba.
—¿Te llamo en mal momento, quizá? —preguntó educadamente.
—No, no, qué va —se apresuró a contestar, sentándose al volante—. Pensé que quizá llamaban del Kremlin, y me preocupaba que algo pudiera ir mal.
Cerró la puerta del coche.
—Todo va perfectamente, al menos que yo sepa. ¿Qué tal el balneario?
—Al final no me he ido.
Le explicó lo que había pasado.
—Qué mala pata —comentó él.
El corazón de Toni latía aceleradamente sin que supiera muy bien por qué.
—¿Y tú qué tal? ¿Va todo bien por ahí? —Se preguntaba a qué se debía aquella llamada mientras observaba la tienda fuertemente iluminada de la gasolinera. Su madre tardaría un buen rato en salir del lavabo.
—La cena familiar ha acabado como el rosario de la aurora. No es la primera vez. A veces se encienden los ánimos.
—¿Qué ha pasado?
—Seguramente no debería contártelo.
«¿Entonces por qué me has llamado?», pensó. No era propio de Stanley llamar sin un buen motivo. Por lo general parecía tan centrado que daba la impresión de tener una lista mental de los asuntos que necesitaba resolver.
—Resumiendo, Kit ha sacado a la luz que Miranda se acostó con Hugo, el marido de su hermana.
—¡Madre mía! —Toni se imaginó la escena: el apuesto y malicioso Kit, la rellenita y atractiva Miranda, un galán de tres al cuarto que atendía al nombre de Hugo y la temible Olga. Era como para echarse a temblar, pero lo que más la sorprendía era que Stanley se lo estuviera contando precisamente a ella. Una vez más, la trataba como si fueran amigos íntimos, pero Toni desconfió de esta impresión. Si se permitía el lujo de hacerse ilusiones, él podía volver a echarlas por tierra en cualquier momento. No obstante, se resistía a poner fin a la conversación.
—¿Y tú qué tal te lo has tomado?
—Hombre, Hugo siempre ha sido un poco mujeriego. Olga tendría que conocerlo de sobra después de casi veinte años casados. Se siente humillada y se ha puesto hecha una furia. De hecho, oigo sus gritos ahora mismo. Pero creo que acabará perdonándole. Miranda me ha explicado las circunstancias. No es que tuviera una aventura con Hugo; solo se acostó con él una vez, cuando estaba deprimida por su divorcio, y desde entonces no ha dejado de lamentarlo. Creo que, a la larga, Olga también acabará perdonándola. El que me preocupa es Kit. —Había una gran tristeza en su voz—. Siempre quise que mi hijo fuera valiente, que tuviera principios, que se convirtiera en un hombre de bien al que todos pudieran respetar. Pero es débil y malvado.
Como en una revelación, Toni comprendió de pronto que Stanley hablaba con ella como lo habría hecho con Marta. Después de una bronca como aquella, se habrían ido los dos a su habitación y, ya en la cama, habrían comentado el comportamiento de cada uno de sus hijos. Stanley echaba de menos a su esposa y trataba a Toni como una sustituta, pero eso ya no le hacía ilusión, sino todo lo contrario. Estaba resentida. Stanley no tenía ningún derecho a utilizarla de aquella manera. Se sintió explotada. Además, iba siendo hora de que fuera a ver si su madre estaba bien.
Estaba a punto de decírselo cuando Stanley se le adelantó: —Pero no debería agobiarte con todo esto. Te llamaba por otra cosa.
Eso era más propio de Stanley, pensó Toni. Su madre podía esperar unos minutos más.
Stanley prosiguió:
—Cuando hayan pasado las navidades, ¿querrás salir a cenar conmigo algún día?
«¿Y ahora, a qué viene esto?», pensó.
—Claro —contestó. ¿Adonde quería ir a parar Stanley?
—Ya sabes lo que pienso de los jefes que se insinúan a sus subordinadas. Creo que las ponen en una situación muy delicada, temiendo que si lo rechazan puedan sufrir represalias.
—Yo no tengo ese problema —dijo Toni, en un tono algo brusco. ¿Trataba Stanley de decirle que aquella invitación no presuponía ningún interés personal por su parte para que no se sintiera incómoda? Tenía un nudo en la garganta, pero aun así se esforzó por sonar absolutamente normal:
—Me encantaría cenar contigo.
—He estado pensando en nuestra charla de esta mañana, en el acantilado.
«Yo también», pensó ella.
—Te dije algo que no he dejado de lamentar desde entonces.
—¿Qué...? —Apenas podía respirar—. ¿Qué dijiste?
—Que nunca podría formar otra familia.
—¿No lo decías en serio?
—Lo dije porque... tenía miedo. ¿Qué raro, verdad, que me acobarde a estas alturas de mi vida?
—¿Miedo de qué?
Tras una larga pausa, Stanley dijo:
—De mis propios sentimientos.
Toni estuvo a punto de dejar caer el teléfono. Sintió que la sangre se le agolpaba en el rostro.
—Tus sentimientos... —repitió.
—Si esta conversación te está resultando terriblemente incómoda, debes decírmelo ahora mismo, y no volveré a mencionarla jamás.
—Sigue.
—Cuando me dijiste que Osborne te había invitado a salir, me di cuenta de que no vas a estar libre toda la vida, y que probablemente no tardarás en encontrar a alguien. Si estoy haciendo un ridículo espantoso, te suplico que me lo digas cuanto antes y pongas fin a mi sufrimiento.
—No. —Toni tragó en seco. Se dio cuenta de lo difícil que aquello le estaría resultando. Habrían pasado por lo menos cuarenta años desde la última vez que le había hablado así a una mujer. Tenía que echarle una mano. Debía dejar claro que no se sentía ofendida—. No estás haciendo un ridículo espantoso ni mucho menos.
—Esta mañana me dio la impresión de que quizá sintieras algo por mí, y eso es lo que me dio miedo. ¿Hago bien en decirte todo esto? Ojalá pudiera verte la cara.
—Me alegro mucho de que lo hayas hecho —repuso ella con un hilo de voz—. Me haces muy feliz.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Cuándo podemos vernos? Quiero seguir hablando de esto.
—Verás, ahora mismo estoy con mi madre. Nos hemos parado en una gasolinera y acaba de salir del lavabo. La estoy viendo. —Toni salió del coche, todavía con el teléfono pegado al oído—. Hablemos mañana por la mañana.
—No cuelgues todavía. Tenemos tanto de qué hablar...
Toni llamó a su madre por señas y gritó:
—¡Estoy aquí!
La anciana la vio y cambió el rumbo de sus pasos. Toni abrió la puerta del acompañante y la ayudó a acomodarse en el asiento mientras le decía:
—Termino esta llamada y nos vamos.
—¿Dónde estás? —preguntó Stanley.
Toni cerró la puerta del lado de su madre.
—A unos quince kilómetros de Inverburn, pero hay unas retenciones tremendas en la carretera.
—Quedemos mañana. Ya sé que ambos tenemos obligaciones familiares, pero también tenemos derecho a sacar un poco de tiempo para nosotros mismos.
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Toni, al tiempo que abría la puerta del conductor—. Tengo que irme, mamá está empezando a coger frío.
—Hasta mañana —se despidió él—. Llámame cuando te apetezca, sea la hora que sea.
—Hasta mañana.
Toni cerró la solapa del teléfono y se metió en el coche.
—Vaya sonrisa —observó su madre—. Te veo mucho más animada. ¿Con quién hablabas, alguien especial?
—Sí —contestó Toni—. Alguien muy especial.
Kit esperaba en su habitación, impaciente porque todos se acostaran de una vez. Necesitaba salir cuanto antes, pero si alguien lo oía estaba perdido, así que permaneció a la espera.
Se sentó al viejo escritorio del cuarto trastero. Su portátil seguía enchufado a la corriente, para ahorrar batería. La necesitaría aquella misma noche. El móvil estaba en su bolsillo.
Había atendido tres llamadas, dos de entrada y una de salida. Las primeras eran inofensivas llamadas personales a los guardias de seguridad y las pasó sin más. La tercera era una llamada del Kremlin a Steepfall. Kit supuso que, al no poder ponerse en contacto con Toni Gallo, Steve Tremlett debió llamar a Stanley para informarle del problema en las líneas telefónicas. Kit le puso un mensaje grabado que advertía de un fallo en la línea. Mientras aguardaba, permanecía atento a los ruidos de la casa. En la habitación de al lado, Olga y Hugo discutían acaloradamente. Ella le lanzaba preguntas y acusaciones como una ametralladora y él reaccionaba mostrándose, por este orden, arrepentido, suplicante, persuasivo, bromista y arrepentido de nuevo. Abajo, Luke y Lori habían estado trajinando en la cocina durante media hora, y luego la puerta principal se había cerrado sonoramente. Se habrían ido a su casa, que quedaba a poco más de un kilómetro de distancia. Los chicos estaban en el granero, y Kit suponía que Miranda y Ned se habrían ido al chalet de invitados. Stanley había sido el último en irse a la cama. Antes, se había encerrado en el estudio y había hecho una llamada. Era fácil saber si alguien más estaba usando el teléfono en la casa, porque había un indicador luminoso que se encendía en todas las extensiones. Al cabo de un rato, Kit lo oyó subir las escaleras y cerrar la puerta de su habitación. Olga y Hugo entraron juntos al cuarto de baño, y después ya no hicieron más ruido. O bien habían hecho las paces o bien estaban exhaustos. La perra, Nellie, estaría en la cocina, acostada junto al horno, en el rincón más caliente de la casa.
Kit esperó un poco más, con la esperanza de que todos se durmieran.
La bronca de antes lo redimía, en cierto sentido. El desliz de Miranda demostraba que él no era el único pecador de la familia. Lo habían reprendido por revelar un secreto, pero ciertas cosas había que sacarlas a la luz. ¿Por qué sus transgresiones tenían que magnificarse hasta sacarlas completamente de madre y en cambio las de los demás podían esconderse bajo la alfombra? Que se enfadaran. Él había disfrutado viendo cómo Olga le zurraba a Hugo. «Mi hermana mayor es de armas tomar», pensó divertido.
Se preguntó si habría llegado el momento de marcharse. Estaba listo. Se había quitado su anillo de sello y había reemplazado su elegante reloj de Armani por un Swatch del montón. Llevaba pantalones vaqueros y un jersey negro abrigado. Bajaría descalzo y se pondría las botas antes de salir.