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Authors: Ken Follett

En el blanco (26 page)

BOOK: En el blanco
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Desde su posición alcanzaba a ver lo que ocurría en el interior de la furgoneta, cuyos ocupantes discutían entre sí. Daisy hacía aspavientos. Al cabo de un minuto, Nigel salió de la furgoneta y sostuvo la puerta. Daisy seguía protestando. Entonces, Nigel rodeó la furgoneta por detrás, abrió las puertas posteriores y volvió a la parte delantera.

Por fin, Daisy accedió a bajar del vehículo. Se quedó allí de pie como un pasmarote, fulminando a Kit con la mirada. Nigel volvió a hablarle, y solo entonces se subió a la parte de atrás de la furgoneta y cerró las puertas con violencia.

Kit volvió a la furgoneta y se sentó delante. Elton arrancó salió del garaje y se detuvo. Nigel cerró la gran puerta del hangar y volvió a subirse a la furgoneta.

—Solo espero que los del tiempo no se hayan equivocado —rezongó Elton—. Esto parece el puto polo norte.

Poco después, franquearon la verja del aeródromo.

Fue entonces cuando el móvil de Kit empezó a sonar. Levantó la tapa de su portátil. En la pantalla ponía: «Toni llamando al Kremlin».

23.30

La señora Gallo se quedó dormida tan pronto como salieron de la gasolinera. Toni detuvo el coche, reclinó el asiento del acompañante hacia atrás e improvisó una almohada con su bufanda. La anciana dormía como un bebé. Le resultaba extraño, cuidar de su madre como si fuera una niña. Le hacía sentirse mayor.

Pero nada podría deprimirla después de su conversación con Stanley. Con el estilo sobrio y comedido que lo caracterizaba, se le había declarado. Toni acariciaba esa certeza para sus adentros mientras se dirigía a Inverburn circulando sobre la nieve con una lentitud desesperante.

Su madre seguía profundamente dormida cuando alcanzaron las afueras de la ciudad. Aún había algún que otro juerguista en la calle. El tráfico impedía que la nieve se acumulara en la calzada, lo que le permitía conducir sin la incómoda sensación de que el coche podía írsele de las manos en cualquier momento. Aprovechó para llamar al Kremlin, solo para comprobar qué tal iba todo.

Steve Tremlett cogió el teléfono.

—Oxenford Medical.

—Soy Toni. ¿Cómo va todo?

—Hola, Toni. Ha habido un pequeño problema, pero estamos en ello.

Toni sintió un escalofrío.

—¿Qué problema?

—La mayoría de los teléfonos no funciona. El único que da señal es este, el de recepción.

—¿Qué ha pasado?

—Ni idea. La nieve, supongo.

Toni movió la cabeza en señal de negación, perpleja.

—Esa instalación telefónica costó cientos de miles de libras No debería venirse abajo por culpa del mal tiempo. ¿Podemos arreglarlo?

—Sí. He llamado a los de Hibernian Telecom y han enviado a un equipo de mantenimiento. Deben de estar a punto de llegar.

—¿Y qué pasa con las alarmas?

—No sé si están funcionando.

—Maldita sea. ¿Has hablado con la policía?

—Sí. Antes ha venido por aquí un coche patrulla. Se han dado una vuelta por las instalaciones pero no han visto nada fuera de lo común. Se han ido hace un ratito, para empezar a detener borrachos.

Un hombre cruzó la calle con paso tambaleante y Toni se vio obligada a pegar un volantazo para esquivarlo.

—Trabajo no les va a faltar, desde luego.

Hubo una pausa.

—¿Dónde estás?

—En Inverburn.

—Creía que te ibas a pasar la Navidad a un balneario.

—Yo también, pero ha surgido un imprevisto. Mantenrne informada de lo que digan los de mantenimiento, ¿vale? Mejor llámame al móvil.

—Claro.

Toni colgó.

«Joder —se dijo—. Primero lo de mi madre, y ahora esto.»

Se abrió paso por las intrincadas calles de su barrio, encaramado a la falda de la montaña, de cara al puerto. Cuando llego a su edificio aparcó el coche pero no salió.

Tenía que ir al Kremlin.

Si hubiera estado en el balneario, ni se le habría ocurrido volver, pero seguía en Inverburn. Tardaría un buen rato en llegar allí debido al mal tiempo -una hora, como mínimo, en lugar de los habituales diez o quince minutos-, pero nada le impedía hacerlo. El único problema era su madre.

Toni cerró los ojos. ¿De veras tenía que ir hasta el Kremlin? Incluso en el supuesto de que Michael Ross estuviera compinchado con los activistas de Amigos de los Animales, era poco probable que estos estuvieran detrás del fallo de la instalación telefónica. Sabotearla no era tarea fácil. Claro que, si se lo hubieran preguntado un día antes, habría dicho que era imposible sacar un conejo a escondidas del NBS4.

Suspiró, resignada. Solo podía hacer una cosa. En última instancia, la seguridad del laboratorio era responsabilidad suya, y no podía quedarse en casa e irse a dormir tranquila sabiendo que algo raro estaba pasando en Oxenford Medical.

Sin embargo, no podía dejar a su madre sola, y a aquellas horas tampoco podía pedirle a ningún vecino que se hiciera cargo de ella durante un rato. No le quedaba más remedio que llevarla consigo.

Mientras ponía la primera, un hombre se apeó de un Jaguar de color claro que estaba estacionado junto al bordillo, unos coches más allá del suyo. Había algo familiar en él, pensó Toni, resistiéndose a arrancar. El hombre avanzaba por la acera en su dirección. A juzgar por su forma de caminar, estaba ligeramente ebrio. El hombre se acercó a su ventanilla, y fue entonces cuando Toni reconoció a Carl Osborne, el presentador de televisión. Llevaba un pequeño bulto en la mano.

Toni volvió a poner el coche en punto muerto y bajó la ventanilla.

—Hola, Carl —saludó—. ¿Qué haces aquí?

—Te estaba esperando, aunque a punto de darme por vencido.

Justo entonces, la madre de Toni se despertó y dijo:

—Hola, ¿es tu novio?

—Mamá, te presento a Carl Osborne. Y no, no es mi novio.

Con su habitual perspicacia y su no menos habitual falta de tacto, la anciana replicó:

—Pero a lo mejor le gustaría serlo.

Toni se volvió hacia Carl, que sonreía abiertamente.

—Te presento a mi madre, Kathleen Gallo.

—Es un placer conocerla, señora Gallo.

—¿Por qué me estabas esperando? —le preguntó Toni.

—Te he comprado un regalo —dijo él, enseñándole lo que llevaba en la mano. Era un cachorro—. Feliz Navidad —añadió, y lo dejó caer sobre su regazo.

—¡Carl, por el amor de Dios, no seas ridículo! —Toni cogió el bulto peludo y trató de devolvérselo, pero él se apartó del coche al tiempo que levantaba los brazos.

—¡Ahora es tuyo!

El cachorro era suave y cálido al tacto, y una parte de ella deseaba estrecharlo contra su pecho, pero sabía que tenía que deshacerse de él. Se apeó del coche.

—No quiero una mascota —dijo con firmeza—. Soy una mujer soltera en un puesto de mucha responsabilidad y tengo a una anciana a mi cargo, así que no puedo darle a un perro la atención que necesita.

—Seguro que te las arreglarás. ¿Cómo lo vas a llamar? Carl es un nombre bonito.

Toni miró al cachorro. Era un pastor inglés, blanco con manchas grises, de unas ocho semanas. Podía sostenerlo con una sola mano, aunque saltaba a la vista que no podría hacerlo por mucho tiempo. El cachorro la lamió con su lengua áspera y la miró con ojos suplicantes. Toni sacó fuerzas de flaqueza.

Se acercó al coche de Carl Osborne y depositó al cachorro suavemente en el asiento delantero.

—El nombre se lo pones tú —le dijo—. Yo ya tengo demasiadas responsabilidades.

—Al menos piénsatelo —suplicó él. Parecía decepcionado—. Me lo quedo esta noche y mañana te llamo.

Toni volvió a subirse a su coche.

—Hazme un favor, no me llames.

Puso la primera.

—Eres una mujer despiadada —le espetó mientras Toni arrancaba.

Por algún motivo, aquel comentario le llegó al alma. «No soy una mujer despiadada», pensó. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas. «He tenido que hacer frente a la muerte de Michael Ross y a una horda de periodistas rabiosos, Kit Oxenford me ha llamado zorra, mi hermana me ha dejado en la estacada y he tenido que cancelar las vacaciones que tanta ilusión me hacían. Me hago responsable de mí misma, de mi madre y del Kremlin, pero no puedo cargar también con un cachorro, y punto.»

Entonces se acordó de Stanley y se dio cuenta de que le daba absolutamente igual lo que dijera Carl Osborne.

Se secó los ojos con el dorso de la mano y miró hacia delante, esforzándose por ver algo entre la nieve que caía formando remolinos. Tras abandonar su calle, se dirigió a la principal vía de salida de la ciudad.

—Carl parece un buen hombre —comentó la señora Gallo.

—Las apariencias engañan, madre. En realidad, es bastante superficial y mentiroso.

—Nadie es perfecto. A tu edad no debe de ser fácil encontrar un buen partido.

—Por no decir imposible.

—Y no querrás acabar sola.

Toni sonrió para sus adentros.

—Algo me dice que no lo haré.

El tráfico se iba haciendo menos intenso a medida que se del centro de la ciudad, y había una gruesa capa de nieve sobre la calzada. Mientras bordeaba con cautela una serie de rotondas,Toni se dio cuenta de que un coche la seguía de cerca. Al mirar por el espejo retrovisor, reconoció al Jaguar de color claro.

Era Carl Osborne.

Se detuvo en el arcén y él hizo lo propio.

Toni se apeó del coche y se acercó a su ventanilla

—¿Qué pasa ahora?

—Soy periodista, Toni —contestó él—. Son casi las doce, es Nochebuena y tienes que ocuparte de tu anciana madre, pero aun así te has puesto al volante y pareces dirigirte al Kremlin. Aquí tiene que haber una buena historia.

—Mierda —masculló Toni.

NAVIDAD
00.00

El Kremlin parecía sacado de un cuento de hadas, cubierto por el manto de nieve que seguía cayendo copiosamente sobre sus torres y tejados iluminados. Mientras la furgoneta con el rótulo de Hibernian Telecom impreso en un costado se acercaba a la entrada del complejo, Kit se imaginó por un momento como un valeroso caballero que se disponía a sitiar el castillo enemigo.

Sintió alivio al llegar. La tormenta se estaba convirtiendo en una ventisca en toda regla pese a lo que habían previsto los meteorólogos, y llegar hasta allí desde el aeródromo les había llevado más tiempo del previsto. El retraso lo inquietaba. Cada minuto que pasaba crecían las probabilidades de que surgiera algún obstáculo capaz de poner en peligro su elaborado plan.

La llamada de Toni Gallo lo inquietaba. Le había dejado hablar con Steve Tremlett por temor a que decidiera presentarse en el Kremlin para averiguar qué estaba pasando si le ponía un mensaje anunciando la avería en las líneas. Pero tras escuchar la conversación entre ambos llegó a la conclusión de que era muy posible que lo hiciera de todos modos. Lástima que estuviera en Inverburn y no en un balneario a ochenta kilómetros de distancia.

La primera barrera de seguridad se levantó y Elton avanzó hasta quedarse a la altura de la garita. Había dos guardias en su interior, tal como Kit esperaba. Elton bajó la ventanilla. Uno de los guardias sacó la cabeza y dijo:

—Qué alegría veros, chicos.

Kit no conocía a aquel hombre pero, recordando su conversación con Hamish, se dijo que solo podía ser William Crawford. Detrás de este estaba el propio Hamish.

—Es un detalle que hayáis venido en plena Nochebuena —comentó Willie.

—Gajes del oficio —contestó Elton.

—Sois tres, ¿verdad?

—Cuatro. Falta Ricitos de Oro, que va detrás.

Se oyó un gruñido en la parte de atrás de la furgoneta.

—Cuidado con lo que dices, capullo.

Kit reprimió una maldición. ¿Cómo podían ponerse a discutir en un momento tan crucial?

—Dejadlo ya —murmuró Nigel.

Willie no parecía haber oído nada.

—Necesito que os identifiquéis, por favor.

Todos sacaron sus falsas tarjetas de identificación. Elton las había reproducido a partir del recuerdo visual de Kit. Rara vez había averías en las líneas telefónicas, así que Kit había dado por sentado que ningún guardia recordaría con exactitud qué aspecto tenían las tarjetas de identificación de Hibernian Telecom, pero ahora, mientras aquel hombre escrutaba las tarjetas como si fueran billetes de cincuenta libras con aspecto sospechoso, contuvo la respiración.

Willie apuntó los nombres que figuraban en cada una de las tarjetas y luego las devolvió sin hacer ningún comentario. Kit apartó la mirada y se permitió volver a inspirar.

—Seguid hasta la entrada principal —indicó Willie—. Os podéis guiar por las farolas. —La carretera de acceso había quedado completamente sepultada bajo la nieve—. En recepción encontraréis al señor Tremlett. Él os dirá dónde tenéis que ir.

La segunda barrera se elevó y Elton arrancó de nuevo.

Ya estaban dentro.

Kit estaba aterrado. Había infringido la ley antes, para poner en marcha el chanchullo que le había costado el puesto, pero entonces no había tenido la sensación de estar cometiendo un delito, sino más bien de estar haciendo trampas en el mego, algo que hacía desde los once años. Pero aquello era un robo material en toda regla, y podía acabar en la cárcel. Tragó saliva e intentó concentrarse. Pensó en la enorme cantidad de dinero que debía a Harry Mac. Recordó el pánico atroz que había sentido aquella mañana, cuando Daisy le había sujetado la cabeza bajo el agua y se había dado por muerto. Tenía que hacerlo, no le quedaba otra.

—No le busques las pulgas a Daisy —ordenó Nigel a Elton.

—Solo era una broma —se excusó el interpelado.

—Carece de sentido del humor.

Si Daisy lo escuchó, no quiso replicar.

Elton aparcó la furgoneta frente a la puerta principal y todos se apearon del vehículo. Kit llevaba su portátil consigo. Nigel y Daisy sacaron varias cajas de herramientas de la parte trasera de la furgoneta. Elton portaba un maletín de piel de aspecto lujoso, muy delgado y con un cierre de latón. «Muy propio de él —pensó Kit—, aunque un poco exótico para un técnico de mantenimiento.»

Pasaron entre los leones de piedra del soportal y entraron en el vestíbulo principal, sutilmente iluminado por una serie de focos de baja intensidad que acentuaban el aire litúrgico de la arquitectura victoriana, resaltando las ventanas con parteluces, los arcos apuntados y las intrincadas vigas del techo. La penumbra reinante no mermaba en absoluto el desempeño de las cámaras de seguridad que, como Kit sabía de sobra, funcionaban con infrarrojos.

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