Authors: Ken Follett
Harry seguía impasible.
—Kit quiere que esperemos para cobrar el dinero que nos debe, Daisy. —Se levantó y ciñó el cinturón del albornoz—. Explícale qué opinamos nosotros al respecto. Yo estoy demasiado cansado.
Harry se colocó el periódico debajo del brazo y se fue.
Daisy cogió a Kit por las solapas de su mejor traje.
—Escucha —suplicó él—, solo quiero asegurarme de que esto no sea un desastre para todos.
Daisy lo zarandeó bruscamente. Kit perdió el equilibrio y se habría caído al suelo si ella no lo hubiera impedido. Entonces lo arrojó a la piscina.
Kit se llevó un buen susto, pero si lo peor que le hacía Daisy era estropear su mejor traje, se consideraría un hombre afortunado. Entonces, justo cuando sacaba la cabeza del agua, ella saltó sobre él, golpeándole la espalda con las rodillas. Kit gritó de dolor y tragó agua mientras volvía a sumergirse en contra de su voluntad.
Estaban en la parte menos profunda de la piscina. Cuando sus pies tocaron el fondo, Kit intentó incorporarse, pero el brazo de Daisy le sujetó la cabeza y volvió a perder el equilibrio. Entonces ella lo sujetó boca abajo, obligándole a mantener la cabeza sumergida.
Kit contuvo la respiración, esperando que Daisy le asestara un puñetazo o algo similar, pero nada ocurrió. Angustiado por la falta de aire, empezó a forcejear, intentando zafarse, pero ella era más fuerte que él. Furioso, la emprendió a patadas y manotazos que no eran sino débiles aspavientos debajo del agua. Se sentía como un niño con un berrinche que se debatía impotente mientras su madre lo sujetaba.
Su necesidad de aire era ahora desesperada, y procuró no dejarse vencer por el pánico mientras reprimía el impulso de abrir la boca para respirar. Se dio cuenta de que Daisy lo sujetaba con el brazo izquierdo y se apoyaba en una rodilla, por lo que su propia cabeza apenas asomaba por encima del agua. Kit se quedó inmóvil, para que sus pies flotaran hacia abajo, pensando que quizá así Daisy creería que había perdido el conocimiento. Sus pies tocaron el fondo de la piscina, pero ella no aflojó la presión. Entonces afianzó bien los pies y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas en un desesperado intento de desplazarla. Pero Daisy apenas se movió, y se limitó a sujetarlo con más fuerza. Era como si alguien le exprimiera la cabeza con unas tenazas de acero.
Kit abrió los ojos debajo del agua. Tenía la barbilla aplastada contra las huesudas costillas de Daisy. Ladeó un poco la cabeza, abrió la boca y le hincó los dientes con todas sus fuerzas. Notó que se estremecía, y la mano que le sujetaba la cabeza aflojó un poco. Kit apretó las mandíbulas, intentando traspasar con los dientes el pliegue de piel que había aprisionado. Entonces sintió la mano enguantada de Daisy en el rostro y sus dedos presionándole los ojos. Retrocedió instintivamente, relajando las mandíbulas y soltando la presa.
El pánico se adueñó de él. No podía contener la respiración por mucho más tiempo. Su cuerpo privado de oxígeno lo obligó a abrir la boca en busca de aire, y el agua encharcó sus pulmones. Empezó a toser y a vomitar al mismo tiempo. Con cada nuevo espasmo, el agua entraba a borbotones por su garganta. Supo que no tardaría en morir.
Entonces Daisy pareció ceder un poco. Tiró con fuerza de su cabeza hasta sacarla del agua. Kit abrió la boca e inspiró una bocanada de aire, de bendito aire puro, que le hizo expulsar un chorro de agua de los pulmones. Entonces, antes de que pudiera volver a inspirar, ella le hundió de nuevo la cabeza, y en lugar de aire tragó agua.
El pánico se convirtió en algo peor. Desesperado, Kit se debatía con todas sus fuerzas. El terror le dio nuevos bríos y Daisy hubo de emplearse a fondo para sujetarlo, pero no logró sacar la cabeza del agua. Ya no intentaba mantener la boca cerrada, sino que dejaba que el agua lo inundara. Cuanto antes se ahogara, antes se acabaría aquel suplicio.
Daisy volvió a sacar su cabeza del agua.
Kit escupió agua e inspiró una preciosa bocanada de aire. Luego su cabeza volvió a sumergirse.
Gritó, pero de su boca no brotó sonido alguno. Sus forcejeos se debilitaron. Sabía que Harry no quería que Daisy lo matara, pues eso daría al traste con el plan, pero Daisy no parecía demasiado cuerda, y todo hacía pensar que se le estaba yendo la mano. Kit decidió que iba a morir. Sus ojos abiertos no veían más que un borrón verdoso. Entonces todo empezó a oscurecerse, como si anocheciera de pronto.
Y al fin perdió el conocimiento.
Ned no sabía conducir, así que Miranda se sentó al volante del Toyota Previa. Su hijo Tom iba sentado en el asiento de atrás con la Game Boy. Habían abatido la última fila de asientos para hacer sitio a una pila de regalos envueltos en papel rojo y dorado y atados con cinta verde.
Mientras se alejaban de las casas adosadas de estilo georgiano cercanas a Great Western Road donde Miranda tenía su piso, empezó a nevar ligeramente. Se había desatado una tormenta sobre el mar, hacia el norte, pero los meteorólogos aseguraban que pasaría de largo por Escocia.
Miranda se sentía satisfecha. Se dirigía a la casa paterna junto a los dos hombres de su vida para pasar la Navidad en familia. Le vino a la mente la época en que, como ahora, cogía el coche y volvía a casa desde la universidad para celebrar las fiestas soñando con la comida casera, los cuartos de baño limpios, las sabanas planchadas y el sentirse querida y cuidada.
Su primer destino era el barrio de la periferia donde vivía la ex mujer de Ned. Tenían que pasar a recoger a su hija, Sophie, antes de seguir hacia Steepfall.
La consola de Tom emitía una melodía descendente, lo que seguramente indicaba que se había estrellado con su nave espacial o que un gladiador lo había decapitado. El chico suspiró:
—He visto en una revista de coches unas pantallas superguays que se ponen en los reposacabezas para que la gente que va detrás pueda ver pelis y todo eso.
—Un accesorio realmente indispensable —ironizó Ned con una sonrisa.
—Deben de costar un ojo de la cara —apuntó Miranda.
—No creas —repuso Tom.
Miranda lo miró por el espejo retrovisor.
—¿Cuánto?
—No lo sé, es solo que no parecían demasiado caras, ya sabes.
—¿Por qué no averiguas el precio, y veremos si nos podemos permitir una pantalla de esas?
—¡Vale, genial! Y si es demasiado cara para ti, se la pediré al abuelo.
Miranda sonrió. Nada como pillar al abuelo de buenas para conseguir cualquier cosa.
Miranda siempre había albergado la esperanza de que Tom heredara el talento científico de su abuelo. Por el momento, nada permitía adivinarlo. Era buen estudiante, pero no sobresaliente. Miranda tampoco estaba segura de saber en qué consistía exactamente el talento de su padre. Era un brillante microbiólogo, por supuesto, pero había algo más. En parte la imaginación para adivinar en qué dirección avanzaría el progreso, en parte la capacidad de liderazgo para ilusionar a un grupo de científicos y animarlos a trabajar en equipo. ¿Cómo saber si un chico de once años poseía ese tipo de habilidades? Mientras tanto, nada atrapaba la atención de Tom como un nuevo juego de ordenador.
Miranda puso la radio. Había un coro cantando un villancico.
—Si vuelvo a escuchar «Away in a Manger» una vez más, me veré obligado a suicidarse empalándome a mí mismo en un árbol de Navidad —rezongó Ned. Miranda cambió de emisora y dio con John Lennon cantando «War is Over». Ned gimió y dijo:
—¿Sabías que en el infierno suenan villancicos durante todo el año? Es un hecho conocido.
Miranda soltó una carcajada. Segundos después encontró una emisora de música clásica en la que sonaba un trío de piano.
— ¿Qué te parece esto?
— Haydn. Perfecto.
Ned se comportaba como un cascarrabias ante todo lo relacionado con la cultura popular. Era algo que formaba parte de su pose de intelectual, como el hecho de no saber conducir. A Miranda le daba igual. Tampoco le gustaban la música pop, los culebrones y las reproducciones baratas de cuadros famosos. Pero sí los villancicos.
Aceptaba las rarezas de Ned, pero la conversación de aquella mañana con Olga le había dado que pensar. ¿Era Ned una persona débil? A veces desearía que se mostrara más firme y enérgico. Su ex marido, Jasper, lo era en exceso, pero a veces Miranda añoraba el tipo de relación sexual que había tenido con él. Jasper era egoísta en la cama, la poseía sin delicadeza alguna, sin pensar en otra cosa que en su propio placer; y para su vergüenza, Miranda había descubierto que eso la hacía sentirse liberada y le permitía disfrutar a sus anchas. Con el tiempo, la pasión de aquellos encuentros se había ido apagando y ella había terminado harta de su egoísmo y su nula consideración por nada que no fuera él mismo. No obstante, deseaba que Ned pudiera comportarse así de vez en cuando.
Sus pensamientos se volvieron hacia Kit. Estaba desolada por el hecho de que se hubiera echado atrás. Se había esforzado mucho para convencerlo de que se uniera al resto de la familia en Navidad. Había acabado cediendo tras negarse en un principio, así que tampoco le sorprendía demasiado que hubiera vuelto a cambiar de idea. De todas formas era un golpe duro, pues Miranda deseaba con todas sus fuerzas ver a la familia reunida, como ocurría casi siempre en Navidad hasta la muerte de la mamma. El distanciamiento entre papá y Kit la asustaba. El que hubiera ocurrido tan poco tiempo después de la muerte de su madre hacía que la familia pareciera peligrosamente frágil. Y si su familia era vulnerable, ¿de qué podía estar segura?
Tomó una calle flanqueada por pequeñas casas de piedra adosadas, construidas en la era industrial para albergar a los obreros, y aparcó delante de una vivienda algo más grande que las demás que bien podía haber pertenecido a un capataz de la época. Ned había vivido allí con Jennifer hasta que se habían separado, dos años antes. Habían reformado la casa con gran sacrificio, y Ned aún seguía pagando las obras. Cada vez que Miranda pasaba por aquella calle se enfurecía al recordar la cantidad de dinero que le pasaba a su ex mujer.
Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha. Tom y ella se quedaron en el coche mientras Ned enfilaba el camino de acceso a la casa. Miranda nunca había estado en aquella casa. Aunque Ned había abandonado el hogar conyugal antes de conocerla, Jennifer se comportaba como si ella fuera la culpable de que su matrimonio se viniera abajo. Evitaba verla, le hablaba en un tono cortante por teléfono y según su hija Sophie, que no conocía el significado de la palabra discreción, se refería a ella como «esa vaca burra» delante de sus amigas. Jennifer, por su parte, era delgada como un palillo y tenía una gran nariz aguileña.
Sophie, una adolescente de catorce años ataviada con vaqueros y un jersey ajustado, salió a abrir la puerta. Ned la besó y pasó al interior de la casa.
En la radio del coche sonaba una de las Danzas eslavas de Dvorak. En el asiento trasero, la Game Boy de Tom pitaba a intervalos irregulares. Fuera, las ráfagas de nieve azotaban el coche. Miranda subió la calefacción. Ned salió de la casa con cara de pocos amigos.
Se acercó a la ventanilla de Miranda.
—Jennifer ha salido —dijo—. Sophie ni siquiera ha empezado a preparar la maleta. ¿Puedes venir y echarle una mano?
—Francamente, Ned, no creo que deba —contestó Miranda contrariada. No le apetecía lo más mínimo entrar en la casa en ausencia de Jennifer.
Ned parecía desesperado.
—Si quieres que te diga la verdad, no estoy seguro de saber qué necesita una chica cuando se va de viaje.
Miranda no lo puso en duda. Para Ned, hacer su propia maleta era todo un reto. Nunca lo había hecho mientras vivía con Jennifer. Cuando Miranda y él estaban a punto de irse de vacaciones juntos por primera vez -una visita a los museos de Florencia- ella se había negado por principio a hacerle la maleta y él se había visto obligado a aprender. Sin embargo, en los viajes siguientes -un fin de semana en Londres, cuatro días en Viena-, ella se había encargado de revisar su equipaje, y siempre descubría que había olvidado algo importante. Hacer la maleta de otra persona era algo que estaba más allá de sus posibilidades.
Miranda suspiró y apagó el motor.
—Tom, tú también tendrás que venir.
La decoración de la casa era todo un acierto, pensó Miranda mientras entraba en el vestíbulo. Jennifer tenía buen ojo. Había combinado muebles rústicos sencillos con telas coloridas, tal como lo habría hecho cien años atrás la hacendosa esposa de un capataz. Las tarjetas de Navidad se alineaban sobre la repisa de la chimenea, pero al parecer no habían puesto árbol.
Le resultaba extraño pensar que Ned había vivido allí y que había vuelto a aquella casa día tras día al finalizar la jornada laboral, tal como ahora volvía a su propio piso. Había escuchado las noticias en la radio, se había sentado a cenar, había leído novelas rusas, se había lavado los dientes con gesto ausente y se había metido en la cama del mismo modo maquinal para estrechar a otra mujer entre sus brazos.
Sophie estaba en el salón, tumbada en un sofá delante de la televisión. Lucía un piercing de bisutería barata en el ombligo. Miranda reconoció el olor a tabaco.
—Sophie —dijo Ned—, Miranda te ayudará a hacer la maleta, ¿vale, tesoro? —Había en su voz un tono de súplica que hizo que Miranda sintiera vergüenza ajena.
—Estoy viendo una peli —replicó la joven, enfurruñada.
Miranda sabía que Sophie no reaccionaría con súplicas, sino con firmeza. Cogió el mando a distancia y apagó la televisión.
—Enséñame tu habitación, por favor —dijo en un tono que no admitía réplica.
Sophie parecía indignada.
—Date prisa, no tenemos mucho tiempo.
Sophie se levantó a regañadientes y se encaminó lentamente a la habitación. Miranda la siguió escaleras arriba hasta un dormitorio de aspecto caótico decorado con pósters de adolescentes que lucían extraños cortes de pelo y pantalones ridiculamente anchos.
—Vamos a pasar cinco días en Steepfall, así que para empezar necesitas diez bragas.
—No tengo tantas.
Miranda no se lo creía, pero le dijo:
—Entonces nos llevaremos las que tengas, y podrás ir lavándolas tú misma.
Sophie estaba de pie en medio de la habitación, y había un aire desafiante en su hermoso rostro.
—Venga —dijo Miranda—. Yo no soy tu criada. Saca unas cuantas bragas.