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Authors: Ken Follett

En el blanco (10 page)

BOOK: En el blanco
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—Un momento, por favor —dijo por el auricular. Luego presionó un botón y se dirigió a Stanley—: Es el primer ministro escocés —anunció—. En persona —añadió, a todas luces impresionada—. Quiere hablar con usted.

—Baja tú al vestíbulo y entretenlos —dijo Stanley a Toni—. Iré tan pronto como pueda.

Dicho lo cual, volvió a entrar en su despacho.

09.30

Kit Oxenford llevaba más de una hora esperando a Harry McGarry.

McGarry, más conocido por todos como Harry Mac, había nacido en Govan, un barrio obrero de la ciudad de Glasgow, y se había criado en un humilde bloque de viviendas cercano a Ibrox Park, cuna de los Rangers, el equipo de fútbol protestante de la ciudad. Con los beneficios que extraía del tráfico de drogas, el juego ilegal, el robo y la prostitución, había logrado mudarse a Dumbreck, al otro lado de Paisley Road. Físicamente, seguía a poco más de un kilómetro de su antiguo barrio, pero el cambio suponía un gran salto en la escala social. Ahora vivía en un amplio chalet de nueva planta con todas las comodidades, incluida piscina.

La casa estaba decorada como un hotel de lujo, con réplicas de muebles de época y litografías enmarcadas en las paredes, pero sin ningún toque personal: ni fotos de familiares, ni objetos de adorno, ni flores, ni mascotas. Kit esperaba nervioso en el amplio vestíbulo, los ojos puestos en el papel pintado a rayas amarillas o las afiladas patas de alguna mesa, observado de cerca por un guardaespaldas sobrado de carnes que lucía un traje negro de mala calidad.

El imperio de Harry Mac abarcaba todo el territorio escocés y el norte de Inglaterra. Trabajaba con su hija, Diana, a la que siempre llamaba Daisy,
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lo que no dejaba de ser irónico, teniendo en cuenta que era todo un ejemplo de violencia y sadismo.

Harry era el propietario del casino ilegal en el que Kit solía jugar. En Gran Bretaña, los establecimientos de juego autorizados estaban sometidos a una serie de medidas restrictivas que limitaban sus beneficios: no podían cargar un porcentaje sobre las apuestas ni cobrar una tarifa fija por el uso de las mesas de juego, no se admitían propinas, no se podía beber alcohol en las mesas de juego y había que ser socio del casino desde hacía por lo menos veinticuatro horas para poder jugar. Harry hacía caso omiso de las leyes, y a Kit le gustaba el ambiente clandestino del juego ilegal.

Kit estaba convencido de que la mayor parte de los jugadores eran estúpidos. Y la gente que controlaba los casinos no era mucho más brillante. Un jugador inteligente tenía todas las de ganar. En el caso del blackjack había una forma correcta de jugar todas las manos -el denominado «sistema básico»- que él dominaba a la perfección. Luego, mejoraba sus probabilidades memorizando las cartas que iban saliendo del juego de seis barajas. Empezando de cero, sumaba un punto por cada carta baja -el dos, el tres, el cuatro, el cinco y el seis- y lo restaba por cada carta alta: el diez, la jota, la reina, el rey y el as. No contaba el siete, el ocho ni el nueve. Cuando el número resultante era positivo, significaba que la pila de naipes restante contenía más cartas altas que bajas, así que tenía bastantes posibilidades de sacar un diez. Un número negativo le permitía albergar esperanzas de sacar una carta baja. Conociendo las probabilidades, sabía cuándo apostar fuerte y cuándo no.

Pero Kit había tenido una mala racha más prolongada de lo habitual, y cuando su deuda alcanzó las cincuenta mil libras, Harry quiso cobrar.

Kit había acudido a su padre y, en lo que sin duda habría sido para él una experiencia humillante, le había suplicado que saldara su deuda. Poco antes, cuando Stanley lo había despedido, Kit lo había acusado de no preocuparse por él, pero entonces se había visto obligado a reconocer la verdad: su padre sí lo quería. De hecho, estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa por él, y Kit lo sabía perfectamente. Su farsa había quedado al descubierto, dejándolo a la altura del betún, pero había valido la pena. Stanley había pagado.

Kit había prometido no volver a las andadas y lo había dicho en serio, pero la tentación pudo más que él. Era una locura, una enfermedad, era vergonzoso y humillante, pero era lo más excitante del mundo, y no podía resistirse.

Cuando su deuda volvió a alcanzar las cincuenta mil libras, recurrió de nuevo a su padre, pero esta vez Stanley se negó a hacerse cargo de la deuda.

—No tengo tanto dinero —le había dicho—. A lo mejor podría pedirlo prestado, pero ¿de qué serviría? Lo perderías y acabarías volviendo a por más hasta arruinarnos a los dos.

Kit lo había acusado de no tener corazón, de ser un avaricioso. Lo llamó usurero, tacaño y judío de mierda, juró que nunca volvería a dirigirle la palabra. Sus palabras habían hecho mella -siempre podía herir a su padre, eso lo sabía-, pero Stanley se había mantenido firme.

Llegados a este punto, Kit habría hecho bien en abandonar el país.

Soñaba con marcharse a Italia e instalarse en la ciudad natal de su madre, Lucca. La familia la había visitado varias veces durante su infancia, antes de que los abuelos se murieran. Era una hermosa ciudad amurallada, antigua y pacífica, con pequeñas plazas en las que se podía tomar un exprés a la sombra. Kit chapurreaba el italiano, pues
mamma
Marta se dirigía a sus hijos en esta lengua cuando eran pequeños. Podía alquilar una habitación en una de aquellas antiguas casas señoriales y trabajar ayudando a la gente con sus problemas informáticos, algo que para él era como coser y cantar. Creía que podía ser muy feliz llevando una vida así.

Pero en lugar de marcharse a Italia había intentado recuperar jugando el dinero que debía. Con eso, su deuda se había elevado a un cuarto de millón.

Por esa cantidad de dinero, Harry Mac lo habría perseguido hasta el fin del mundo. Pensó en suicidarse, y llegó incluso a estudiar los rascacielos del centro de Glasgow, preguntándose si podría llegar hasta la azotea de uno de ellos para lanzarse al vacío.

Tres semanas atrás, lo habían citado en aquella casa. Había sentido un pánico atroz. Estaba seguro de que iban a darle una paliza. Cuando lo guiaron hasta el salón, con sus sofás de seda amarilla, se había preguntado cómo se las arreglarían para impedir que la sangre manchara las tapicerías.

—Tengo aquí a un caballero que desea hacerte una pregunta —le había dicho Harry. Kit no podía imaginar qué clase de pregunta podría querer hacerle ninguno de los amigos de Harry, a no ser «¿Dónde está el puto dinero?».

El caballero en cuestión era Nigel Buchanan, un tipo de cuarenta y pocos años y aspecto reservado que lucía ropa informal de aspecto caro: chaqueta de cachemira, pantalones de sport oscuros y camisa con el cuello desabrochado.

—¿Puedes colarme en el Nivel Cuatro de Oxenford Medical?

Había otras dos personas en el salón amarillo en aquel momento. Una de ellas era Daisy, una chica musculosa de unos veinticinco años con la nariz rota, piel acneica y un piercing en el labio inferior. Llevaba puestos unos guantes de piel. La otra persona era Elton, un apuesto hombre negro más o menos de la misma edad que Daisy, al parecer compañero de Nigel.

Kit se sintió tan aliviado de saber que no le iban a pegar una paliza que habría accedido a cualquier cosa.

Nigel le ofreció una recompensa de trescientas mil libras por el trabajo de una noche.

Kit no podía creer que tuviera tanta suerte. Aquella cantidad sería suficiente para pagar sus deudas y más. Podía abandonar el país. Podía irse a Lucca y convertir su sueño en realidad. Se sentía exultante. Todos sus problemas se habían resuelto como por arte de magia.

Más tarde, Harry le había hablado de Nigel en tono encomiástico. Al parecer, era un ladrón profesional que solo robaba por encargo y tras haber acordado el precio.

—Es el mejor —dijo Harry—. ¿Que quieres comprar un cuadro de Miguel Ángel? Ningún problema. ¿Una ojiva nuclear? Él te la consigue, siempre que puedas permitírtelo. ¿Te acuerdas de Shergar, el caballo de carreras al que secuestraron? Ahí estaba Nigel. —Y añadió—: Vive en Licchtenstein —como si Licchtenstein fuera un lugar de residencia más exótico que Marte.

Kit había pasado las siguientes tres semanas planeando el robo del fármaco antiviral. Había sentido alguna que otra punzada de culpa mientras perfeccionaba el plan para robar a su padre, pero por encima de todo experimentaba un profundo regocijo ante la oportunidad de vengarse de papá, que primero lo había despedido y luego se había negado a salvarlo de las garras de los matones. Y de paso le metería el dedo en el ojo a Toni Gallo.

Nigel había repasado el plan con él punto por punto, cuestionándolo todo. A veces consultaba a Elton, que estaba a cargo del equipo logístico, en especial de los vehículos. Kit tenía la impresión de que era un valioso experto en cuestiones técnicas que había trabajado con Nigel en ocasiones anteriores. Daisy se uniría a ellos en el momento de la incursión, en teoría para asegurar un plus de fuerza bruta en caso de necesidad, aunque Kit sospechaba que su verdadero propósito era arrebatarle las 250.000 libras que debía a su padre en cuanto cobrara de Nigel.

Kit había propuesto que se dieran cita en un aeródromo abandonado cerca del Kremlin. Nigel miró a Elton.

Eso está bien —aprobó este. Hablaba con un marcado acento londinense—. Podríamos quedar allí con el comprador más tarde. Puede que quiera venir en avión.

Al final, para alegría de Kit, Nigel había declarado que su plan era brillante.

Ahora, se veía en el penoso deber de decirle a Harry que tenían que cancelarlo todo. Estaba destrozado. En su interior se mezclaban la decepción, el abatimiento y el miedo.

Finalmente lo llevaron hasta Harry. Nervioso, siguió los pasos del guardaespaldas y cruzó el cuarto de la lavadora, situado en la parte trasera de la casa, hasta salir al exterior. Desde allí, el guardaespaldas lo guió hasta el pabellón de la piscina, construido a imagen y semejanza de un invernadero eduardiano, con azulejos vidriados en tonos oscuros y mortecinos. La propia piscina era de un desagradable verde oscuro. Algún interiorista había aconsejado aquello, adivinó Kit, y Harry le había dado su aprobación sin ni siquiera mirar los planos.

Harry era un hombre bajo y fornido de cincuenta años, con la piel grisácea de un fumador empedernido. Estaba sentado a una mesa de hierro forjado, envuelto en un albornoz púrpura de rizo americano, tomando café solo en una pequeña taza de porcelana y leyendo el
Sun
. El diario estaba abierto por la página de los horóscopos. Daisy estaba en el agua, nadando infatigablemente de un lado a otro de la piscina. Kit se sobresaltó al ver que iba completamente desnuda, a no ser por los guantes de submarinista. Siempre llevaba guantes.

—No necesito verte, chaval —dijo Harry—. No quiero verte. No sé nada de ti ni de lo que vas a hacer esta noche. Y nunca he conocido a nadie llamado Nigel Buchanan. ¿Vas pillando la indirecta?

No ofreció a Kit una taza de café.

El ambiente era bochornoso. Kit lucía su mejor traje de lana de mohair en tono azul de Prusia sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado. Le costaba trabajo respirar y notaba una incómoda sensación de humedad en la piel. Se dio cuenta de que había roto alguna regla sagrada del protocolo criminal al acudir a Harry el mismo día del robo, pero no tenía alternativa.

—Necesitaba hablar contigo —dijo—. ¿No has visto las noticias?

—¿Y qué si lo he hecho?

Kit reprimió un gesto de irritación. Los hombres como Harry jamás reconocían que ignoraban algo, por insignificante que fuera.

—Se ha montado una buena en Oxenford Medical —le informó Kit—. Uno de los técnicos de laboratorio se ha muerto de un virus.

—¿Y qué quieres que haga yo, enviarle un ramo de flores?

—Habrán extremado las medidas de seguridad. Hoy es el peor día imaginable para entrar a robar en el laboratorio. En condiciones normales ya es bastante difícil. Tienen un sistema de alarmas supercomplicado y la tía que han puesto al frente de la seguridad es un hueso duro de roer.

—Pero qué quejica eres.

Harry no lo había invitado a tomar asiento, así que Kit se apoyó en el respaldo de una silla, sintiéndose fuera de lugar.

—Hay que cancelar el golpe.

—Deja que te explique algo. —Harry sacó un cigarrillo de un paquete que descansaba sobre la mesa y lo encendió con un mechero de oro. A la primera calada tuvo un ataque de tos, una tos cavernosa que parecía brotarle del fondo de los pulmones. Cuando se le pasó, escupió en la piscina y le dio un sorbo al café antes de proseguir—: Para empezar, yo he dado mi palabra de que el plan se llevará a cabo. Puede que eso no signifique nada para ti, siendo como eres un hijo de papá, pero cuando un hombre hecho y derecho dice que algo va a ocurrir y luego no ocurre, queda como un perfecto imbécil.

—Sí, pero...

—Ni se te ocurra interrumpirme.

Kit enmudeció.

—En segundo lugar, Nigel Buchanan no es un colgado cualquiera que decide entrar a robar en el Woolworth’s de la esquina. Es una leyenda viva, y más importante aún, se relaciona con gente muy respetada en Londres. Cuando tratas con gente de ese nivel, lo último que quieres es quedar como un imbécil.

Hizo una pausa, como retando a Kit a llevarle la contraria.

Este no abrió la boca. ¿Cómo había llegado a involucrarse con semejante gentuza? Se había metido en la boca del lobo y ahora estaba completamente paralizado, esperando a que la jauría se cebara con él.

—Y en tercer lugar, me debes un cuarto de millón. Nadie me ha debido tanto dinero durante tanto tiempo sin tener que comprarse unas muletas. No sé si me explico.

Kit asintió en silencio. Estaba tan asustado que creía que iba a vomitar.

—Así que no me vengas con que hay que cancelar el golpe.

Harry cogió el
Sun
, dando por finalizada la conversación.

Kit se obligó a romper su mutismo.

—Quería decir posponer, no cancelar —aventuró—. Podemos hacerlo otro día, cuando haya pasado todo este follón.

Harry no apartó la mirada del diario.

—A las diez de la mañana del día de Navidad, eso es lo que dijo Nigel. Y yo quiero mi dinero.

—¡Es absurdo hacerlo sabiendo que nos van a coger! —replicó Kit, desesperado. Harry no respondió—. Todos podemos esperar un poquito, ¿no? —Era como hablarle a una pared—. Más vale tarde que nunca.

Harry miró fugazmente hacia la piscina, haciendo una seña. Daisy debía de estar atenta a todos sus gestos, pues salió del agua al instante. No se quitó los guantes. Tenía hombros y brazos fornidos. Sus senos rasos apenas se movían mientras caminaba. Kit se fijó en que tenía un tatuaje en un pecho y un piercing en el pezón del otro. Cuando se acercó más, se dio cuenta de que iba afeitada de la cabeza a los pies. Tenía el vientre plano, los muslos delgados y el pubis prominente. Cada detalle de su cuerpo estaba expuesto a la vista, no solo de Kit, sino también de su padre, si es que este se molestaba en mirar. Kit se sintió incómodo.

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