Read En el blanco Online

Authors: Ken Follett

En el blanco (34 page)

BOOK: En el blanco
13.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es por aquí —anunció, con más seguridad de la que sentía.

La nieve derretida que le había empapado los vaqueros y los calcetines empezó a cuajar de nuevo, así que ahora tenía una capa de hielo pegada a la piel. Llevaban media hora caminando y Kit tenía la sensación de que avanzaban en círculos. Había perdido el sentido de la orientación. En una noche normal, las farolas de la casa se habrían visto desde lejos, pero la tormenta de nieve impedía el paso de cualquier haz de luz. Tampoco veía ni olía el mar. Era como si estuviera a cien kilómetros de distancia. Kit cayó en la cuenta de que podían morir de frío si se perdían, y sintió verdadero pánico.

Los demás lo seguían en un silencio que era fruto del agotamiento. Hasta Daisy había dejado de refunfuñar. Resoplaban temblaban de la cabeza a los pies. No les quedaban fuerzas para protestar.

Finalmente, Kit percibió una oscuridad más intensa a su alrededor. La tormenta parecía haber amainado ligeramente. De pronto, tropezó con algo. Había estado a punto de darse de bruces con el grueso tronco de un gran árbol. Eso significaba que habían alcanzado el bosque cercano a la casa. Se sintió tan aliviado que tuvo ganas de arrodillarse y dar las gracias. A partir de allí, podría llegar al garaje sin problemas.

Mientras seguía el sendero que serpenteaba entre los árboles, oyó un sonoro castañeteo de dientes a su espalda. Deseó que fuera Daisy.

Había perdido toda la sensibilidad en los dedos de las manos y los pies, pero aún podía mover las piernas. La capa de nieve no era tan gruesa allí, bajo las copas de los árboles, por lo que podía avanzar más deprisa. Un débil resplandor le indicó que se acercaba a la casa. Por fin abandonó la arboleda y, siguiendo la luz, llegó al garaje.

Las grandes puertas automáticas estaban cerradas, pero había una puerta lateral que siempre se dejaba abierta. Kit la encontró y entró en el garaje. Los otros tres siguieron sus pasos.

—Gracias a Dios —dijo Elton en tono sombrío—. Creía que iba a palmarla en el puto páramo escocés.

Kit encendió la linterna. Allí estaba el Ferrari azul de su padre, con su voluptuosa silueta, arrimado a la pared. A su lado estaba el Ford Mondeo blanco de Luke, lo que no era nada habitual. Este solía volver a casa con Lori en su coche al final de la jornada. ¿Se habrían quedado a pasar la noche o...?

Apuntó con la linterna hacia el otro extremo del garaje, donde su padre solía dejar el Toyota Land Cruiser Amazon.

La plaza de aparcamiento estaba vacía.

Kit sintió ganas de llorar.

Enseguida comprendió lo ocurrido. Luke y Lori vivían en un pequeño chalet a unos dos kilómetros de allí. En vista del tiempo, Stanley les habría dado permiso para coger el todoterreno y dejar allí el Ford Mondeo, que no era mejor que el Opel Astra para circular por la nieve.

—Me cago en todo —masculló Kit.

—¿Dónde está el Toyota? —inquirió Nigel.

—Se lo han llevado —contestó Kit—. Maldita sea, ahora sí que la hemos cagado.

03.30

Carl Osborne hablaba por el móvil.

—¿Hay alguien en la redacción? Bien, pues pásame.

Toni cruzó el vestíbulo principal y se acercó a él.

—Espera, por favor.

Carl tapó el auricular con la mano.

—¿Qué pasa?

—Por favor, cuelga y escúchame un segundo.

Carl se volvió hacia el auricular.

—Prepárate para grabar mi voz, te volveré a llamar en un par de minutos.

Pulsó el botón de fin de llamada y la miró con gesto expectante.

Toni estaba desesperada. Carl podía hacer mucho daño a la empresa con un enfoque alarmista de lo ocurrido. Odiaba suplicar, pero tenía que impedírselo.

—Esto podría ser mi ruina —empezó—. Dejé que Michael Ross robara un conejo infectado, y ahora he consentido que una cuadrilla de ladrones se haga con varias muestras del virus.

—Lo siento, Toni, pero es ley de vida.

—También podría ser el fin de la empresa —insistió. Estaba siendo más franca de lo que hubiera deseado, pero no le quedaba otro remedio—. La mala publicidad podría ahuyentar a nuestros... inversores.

—Los americanos, quieres decir. —Carl no le dejaba pasar ni una.

—¿Y eso qué más da? Lo importante es que la empresa se iría al garete. —Y con ella Stanley, pensó, aunque se abstuvo de decirlo. Intentaba sonar razonable y objetiva, pero la voz estaba a punto de rompérsele—. ¡No se lo merecen!

—Querrás decir que tu querido profesor Oxenford no se lo merece.

—¡Lo único que intenta es encontrar una cura para enfermedades que matan a la gente, por el amor de Dios!

—Y de paso amasar una fortuna.

—Igual que tú, cuando llevas la verdad a los telespectadores escoceses.

Osborne se la quedó mirando fijamente, tratando de averiguar si había sarcasmo en sus palabras. Luego negó con la cabeza.

—Una noticia es una noticia. Además, antes o después saldrá a la luz. Si no lo hago yo, lo hará otro.

—Lo sé. —Toni volvió la mirada hacia las ventanas del vestíbulo principal. La tormenta no parecía querer amainar. En el mejor de los casos, el tiempo se estabilizaría un poco con la llegada del alba—. Dame solo tres horas —le pidió—. Espérate hasta las siete para hacer esa llamada.

—¿Qué diferencia hay?

Quizá ninguna, pensó Toni, pero aquella era su única esperanza.

—Para entonces tal vez podamos anunciar que la policía ha detenido a los ladrones, o por lo menos que están sobre su pista y esperan detenerlos en cualquier momento.

Quizá la empresa, y con ella Stanley, pudieran sobrevivir a la crisis si esta se zanjaba deprisa.

—Ni hablar. Mientras tanto, alguien podría pisarme la noticia. En cuanto se entere la policía, será un secreto a voces. No puedo arriesgarme.

Dicho lo cual, empezó a marcar un número en su móvil. Toni se lo quedó mirando fijamente. La verdad ya era bastante terrible, pero vista a través de la lente deformadora del periodismo sensacionalista podía tener consecuencias catastróficas.

—Graba lo que voy a decir —ordenó Carl a su interlocutor— Podéis pasarlo con una foto mía hablando por teléfono. ¿Listos?

Toni sintió ganas de estrangularlo.

—Les hablo desde los laboratorios Oxenford Medical. En tan solo dos días, esta empresa farmacéutica escocesa ha vivido dos graves incidentes de seguridad biológica.

¿Podía detenerlo? Tenía que intentarlo. Miró a su alrededor. Steve estaba detrás del mostrador. Susan seguía acostada y estaba muy pálida, pero Don seguía de pie. Su madre dormía, al igual que el cachorro. Tenía dos hombres de su parte. 

—Perdona —le dijo a Carl.

El periodista se hizo el sordo. —Varias muestras de un virus mortal conocido como Madoba-2...

Toni puso la mano sobre el teléfono.

—Lo siento, pero no puede hablar aquí dentro.

Osborne se apartó e intentó proseguir. —Muestras de un virus...

Toni lo interrumpió de nuevo, y esta vez puso la mano entre el teléfono y la boca de Osborne.

—¡Steve, Don! ¡Venid aquí, rápido!

—Intentan impedir que dé la noticia —alcanzó a añadir Carl—, ¿sigues grabando?

—Los teléfonos móviles pueden alterar el funcionamiento de los aparatos electrónicos existentes en el laboratorio —dijo Toni, lo bastante alto para que se la escuchara al otro lado de la línea—, por lo que su uso está prohibido. —Lo que acababa de decir no era cierto, pero serviría como pretexto—. Haga el favor de desconectarlo.

Carl Osborne se apartó de Toni y exclamó a voz en grito:

—¡Déjame en paz!

Toni hizo una seña a Steve, que le arrebató el aparato de las manos y lo apagó.

—¡No puedes hacerme esto! —protestó Carl.

—Por supuesto que puedo. Eres un invitado, y yo estoy al frente de la seguridad.

—Y una mierda. La seguridad no tiene nada que ver con esto.

—Piensa lo que quieras, pero aquí las reglas las dicto yo.

—Me iré afuera a hablar por teléfono.

—Te morirás de frío.

—No puedes impedir que me vaya.

Toni se encogió de hombros.

—En eso tienes razón. Pero no pienso devolverte el móvil.

—Me lo robas.

—Lo confisco por motivos de seguridad. Te lo enviaremos por correo.

—Encontraré una cabina.

—Que tengas suerte.

No había ningún teléfono público en diez kilómetros a la redonda.

Carl se puso el abrigo y salió. Toni y Steve lo observaban por las ventanas. Se metió en el coche y arrancó el motor. Luego volvió a salir y barrió con las manos la capa de varios centímetros de nieve que cubría el parabrisas. Los limpiaparabrisas empezaron a funcionar. Carl se subió al coche y arrancó.

—Se ha olvidado del perro —observó Steve.

La ventisca había remitido ligeramente. Toni masculló una maldición. No podía creer que el tiempo fuera a mejorar justo cuando no debía hacerlo.

A medida que el Jaguar remontaba la cuesta, la pila de nieve que iba arrastrando le dificultaba el avance. Se detuvo a unos cien metros de la verja.

Steve sonrió.

—Ya decía yo que no podía llegar muy lejos.

La luz de la cabina se incendió frunció el ceño, preocupada.

—A lo mejor piensa quedarse ahí encerrado —aventuró Steve—, con el motor en marcha y la calefacción a todo gas hasta que se le acabe la gasolina.

Toni miró hacia fuera con ojos escrutadores, intentando ver a través de la nieve.

—¿Qué demonios hace? —se preguntó Steve—. Parece que esté hablando solo.

Toni comprendió lo que estaba pasando, y el corazón le dio un vuelco en el pecho.

—Mierda —dijo—. Está hablando, pero no solo.

—¿Qué?

—Tiene otro teléfono en el coche. Es un periodista, debe de llevar un equipo de repuesto. Joder, tenía que haberlo sabido.

—¿Quieres que salga y se lo quite de las manos?

—Demasiado tarde. Para cuando lo alcanzaras, ya habría dicho lo suficiente. Maldita sea. —Todo se le volvía en contra. Sintió ganas de rendirse, dar la espalda a todo aquello, buscar una habitación a oscuras y acostarse con los ojos cerrados. Pero no lo hizo, sino que procuró tranquilizarse—. Cuando vuelva a entrar, sal sin que te vea y mira a ver si ha dejado las llaves puestas. Si es así, sácalas. Por lo menos no podrá volver a usar el teléfono.

—De acuerdo.

El móvil de Toni empezó a sonar.

—Toni Gallo —contestó.

—Soy Odette.

Sonaba algo alterada.

—¿Qué ha pasado?

—Acabo de hablar con los de inteligencia. Un grupo terrorista que se hace llamar Cimitarra ha estado intentando comprar el Madoba-2.

—¿Cimitarra? ¿Es un grupo árabe?

—Eso parece, aunque no estamos seguros. Puede que hayan elegido ese nombre para despistar. Pero creemos que tus ladrones trabajan para ellos.

—Dios santo. ¿Sabes algo más?

—Piensan liberarlo mañana, aprovechando que es festivo, en algún lugar público de Gran Bretaña.

Toni reprimió un grito. Odette y ella habían comentado aquella posibilidad, pero saber que se confirmaba le ponía los pelos de punta. Los británicos solían pasar el día de Navidad en casa, y el 26 de diciembre, más conocido como Boxing Day, aprovechaban para salir a pasear. En todo el país, familias enteras se echarían a la calle para ir a un partido de fútbol, una carrera de caballos, al cine, al teatro o a la bolera. Muchos cogerían un avión para irse a esquiar o a pasar unos días en alguna playa del Caribe. Las posibilidades eran infinitas.

—Pero ¿dónde? —inquirió Toni—. ¿En qué lugar público?

—No lo sabemos. Así que no nos queda otra que detener a esos ladrones. La policía local se dirige hacia ahí con una máquina quitanieves.

—¡Eso es genial!

Toni empezó a sentirse más animada. Si lograban atrapar a los ladrones, todo cambiaría. No solo podrían recuperar el virus y evitar el peligro anunciado, sino que Oxenford Medical no quedaría tan mal en la prensa, y Stanley se salvaría. Odette prosiguió:

—También he puesto sobre aviso a la policía de las localidades vecinas, y he informado a Glasgow. Pero creo que las operaciones se dirigirán desde Inverburn. El tipo que está al frente de la jefatura de policía se llama Frank Hackett. El nombre me resulta familiar... no será tu ex, ¿verdad?

—Pues sí. Ahí está el problema. Le gusta llevarme la contraria.

—Creo que te vas a encontrar con un hombre muy cambiado. Ha recibido una llamada personal del canciller del ducado de Lancaster. Ya sé que suena cómico, pero es la persona que está al frente de la secretaría de Estado de Interior, lo que significa que es el mandamás de la lucha antiterrorista. Tu ex habrá saltado de la cama como si estuviera en llamas.

—Que no te dé lástima, no se lo merece.

—Después ha tenido una charla con mi jefe, otra experiencia de las que no se olvidan fácilmente. Ahora mismo el pobre desgraciado va camino de Oxenford Medical en una máquina quitanieves.

—Preferiría la máquina quitanieves a secas.

—Lo ha pasado mal, pórtate bien con él.

—Sí, claro... —repuso Toni.

03.45

Daisy temblaba tanto que apenas podía sujetar la escalera de mano. Elton escaló los travesaños, sosteniendo unas tijeras de podar en una de sus manos heladas. Las luces de la fachada relucían a través de un cedazo de nieve. Kit los observaba desde la puerta del garaje. Le castañeteaban los dientes. Nigel estaba en el interior del garaje, abrazado al maletín de piel granate.

Habían apoyado la escalera de mano contra uno de los muros laterales de la casa principal. Los cables de teléfono salían al exterior por una esquina y discurrían paralelos al tejado hasta llegar al garaje. Kit sabía que desde allí conectaban con un tubo subterráneo que iba hasta la carretera principal. Cortar los cables dejaría a toda la propiedad sin línea telefónica. Era solo una precaución, pero Nigel había insistido en que se hiciera, y Kit había encontrado la escalera de mano y las tijeras de podar en el garaje.

Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla. Sabía que el trabajo de aquella noche implicaba algún peligro, pero jamas se le habría pasado por la cabeza que acabaría plantado delante de la casa de su padre mientras un matón a sueldo cortaba los cables de teléfono y el jefe de la cuadrilla se abrazaba a un maletín en cuyo interior había un virus capaz de matarlos a todos.

Elton despegó la mano izquierda de la escalera, buscó un punto de equilibrio y sujetó las tijeras de podar con ambas manos. Se inclinó hacia delante, apresó el cable entre las hojas de las tijeras, las cerró con fuerza... y las dejó. Estas aterrizaron boca abajo en la nieve, a escasos centímetros de Daisy, que soltó un grito.

BOOK: En el blanco
13.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bullets Don't Die by J. A. Johnstone
Sunny Chandler's Return by Sandra Brown
Crushing Crystal by Evan Marshall
Land of No Rain by Amjad Nasser
A Scandalous Proposal by Julia Justiss
The O’Hara Affair by Thompson, Kate
The Last Straw by Paul Gitsham