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Authors: Ken Follett

En el blanco (31 page)

BOOK: En el blanco
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Carl bajó la ventanilla y ofreció los documentos al guardia.

Desde el otro extremo del coche,Toni reconoció a Hamish McKinnon.

—Hola, Hamish. Soy yo —dijo, elevando la voz—. Traigo a dos visitantes conmigo.

—Hola, señora Gallo —respondió el guardia—. ¿Es un perro eso que lleva la señora del asiento de atrás?

—Mejor no preguntes —repuso Toni.

Hamish apuntó los nombres de los tres pasajeros y devolvió a Carl el pase de prensa y la cartilla de pensionista.

—Encontraréis a Steve en recepción.

—¿Ya funcionan los teléfonos?

—Todavía no. El equipo de mantenimiento acaba de salir en busca de repuestos.

McKinnon levantó la barrera y Carl entró en el recinto.

Toni reprimió su indignación contra Hibernian Telecom. Con la que estaba cayendo, tenían que haber salido de casa con todos los repuestos que pudieran necesitar. El tiempo seguía empeorando, y pronto las carreteras se volverían intransitables Era poco probable que estuvieran de vuelta antes del alba.

Aquello estropeaba sus planes para el futuro inmediato Había pensado llamar a Stanley para decirle que había habido un pequeño problema en el Kremlin, pero que ya lo tenía bajo control, y luego quedar con él para verse más tarde. Ahora, al parecer, su informe de la situación no podía ser tan satisfactorio como habría deseado.

Carl estacionó frente a la entrada principal.

—Espérame aquí —dijo Toni,y salió del coche antes de que él pudiera protestar. No lo quería merodeando por el edificio si podía evitarlo. Subió a la carrera la escalinata que flanqueaban los leones de piedra y empujó la puerta. Le sorprendió no ver a nadie en el mostrador de recepción.

Vaciló un instante. Uno de los guardias podía estar haciendo la ronda, pero no deberían haberse ausentado los dos a la vez. Podían estar en cualquier punto del edificio, y mientras tanto la puerta principal había quedado desatendida.

Se encaminó a la sala de control. Los monitores le dirían dónde estaban los guardias.

Se quedó perpleja al encontrar la sala vacía.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquello olía a chamusquina. Que faltaran cuatro guardias no podía deberse a un mero incumplimiento de las normas. Algo había pasado.

Volvió a mirar los monitores. Todos mostraban habitaciones vacías. Si había cuatro guardias en el edificio, por lo menos uno de ellos tendría que aparecer en los monitores en cuestión de segundos. Pero no se advertía el menor movimiento en ninguna parte.

Entonces algo llamó su atención. Miró más de cerca la imagen correspondiente al NBS4.

La fecha sobreimpresa en la pantalla era el 24 de diciembre. Toni consultó su reloj. Pasaba de la una de la mañana. Estaban a 25 de diciembre, día de Navidad. Lo que tenía ante sí eran imágenes antiguas. Alguien había manipulado el sistema de vigilancia.

Se sentó frente a la terminal de ordenador y abrió el programa. Al cabo de tres minutos, llegó a la conclusión de que todos los monitores que cubrían el NBS4 estaban mostrando imágenes del día anterior. Los actualizó y miró las pantallas.

En la antesala de los vestuarios había cuatro personas sentadas en el suelo. Se quedó petrificada de horror. «Por favor, que no estén muertos», pensó.

Una de aquellas personas se movió.

Toni miró más atentamente la pantalla. Eran los guardias, con sus uniformes de color oscuro. Tenían las manos en la espalda, como si estuvieran atados.

—¡No, no! —exclamó en voz alta.

Pero no podía obviar la terrible conclusión de que alguien había asaltado el Kremlin.

Se sintió desolada. Primero Michael Ross, y ahora esto. ¿En qué se había equivocado? Había hecho todo lo que estaba en su mano para convertir aquel lugar en una fortaleza inexpugnable, pero había fracasado estrepitosamente. Había traicionado la confianza de Stanley.

Se volvió hacia la puerta. Su primer instinto fue salir corriendo hacia el NBS4 y desatar a los cautivos. Pero entonces le habló la policía que seguía llevando dentro. «Para, haz un balance de la situación, planifica la respuesta.» Quienquiera que hubiera hecho aquello podía seguir en el edificio, aunque Toni daba por sentado que los malos de la película eran los supuestos técnicos de Hibernian Telecom que acababan de marcharse. ¿Qué era lo más importante en aquel momento? Asegurarse de que ella no era la única persona que tenía conocimiento de aquello.

Descolgó el teléfono del escritorio. No había línea, por supuesto. Seguramente la avería en el sistema telefónico formaba parte del plan, fuera cual fuese. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a la policía.

—Soy Toni Gallo y estoy al frente de la seguridad en Oxenford Medical. Ha habido un incidente. Cuatro de mis guardias de seguridad han sido atacados.

—¿Siguen los atacantes en el recinto?

—No lo creo, pero no puedo estar segura.

—¿Algún herido?

—No lo sé. Tan pronto como cuelgue, iré a comprobarlo, pero antes quería avisarles.

—Intentaremos hacerle llegar un coche patrulla, pero las carreteras están fatal.

Por su tono de voz,Toni dedujo que se trataba de un agente joven e inexperto.

Intentó impresionarlo transmitiéndole una sensación de urgencia.

—Podríamos estar ante un grave incidente biológico. Ayer se murió un hombre a consecuencia de un virus sustraído de nuestros laboratorios.

—Haremos todo lo que esté en nuestras manos.

—Tengo entendido que Frank Hackett es el comisario de guardia esta noche. ¿Por casualidad no estará ahí?

—No, está en su casa.

—Le recomiendo vivamente que lo llame y lo despierte para explicarle lo ocurrido.

—Tomo nota de su indicación.

—Tenemos una avería en las líneas telefónicas, seguramente causada por los propios intrusos. Por favor, apunte mi número de móvil. —Lo leyó en alto—. Dígale a Frank que me llame enseguida.

—Entendido.

—¿Puedo saber su nombre?

—Agente David Reid.

—Gracias, agente Reid. Me quedo a la espera de ese coche patrulla.

Toni colgó. No estaba segura de que el agente Reid hubiera comprendido la importancia de su llamada, pero seguro que transmitiría la información a un superior. De todos modos, no tenía tiempo para seguir insistiendo. Salió a toda prisa de la sala de control y corrió por el pasillo hasta llegar al NBS4. Pasó su tarjeta por el lector de bandas magnéticas, presionó la yema del dedo sobre la pantalla del escáner y entró.

Allí estaban Steve, Susan, Don y Stu, alineados contra la pared y atados de pies y manos. Susan parecía haberse empotrado contra un árbol: tenía la nariz hinchada y manchas de sangre en la barbilla y el pecho. Don presentaba una herida abierta en la frente.

Toni se arrodilló y empezó a desatarlos.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó.

01.30

La furgoneta de Hibernian Telecom se abría camino con dificultad en la nieve. Elton no pasaba de los veinte kilómetros por hora y tenía puesta una marcha corta para evitar derrapar. Pesados copos de nieve acribillaban el vehículo y habían formado dos cuñas en la base del parabrisas que iban aumentando de tamaño, de tal modo que los limpiaparabrisas describían un arco cada vez más pequeño, hasta que Elton perdió la visibilidad por completo y paró para apartar la nieve.

Kit estaba desolado. Creía estar participando en un golpe que no perjudicaría gravemente a nadie. Su padre perdería dinero, sí, pero a cambio él podría saldar su deuda con Harry Mac, una deuda que el propio Stanley debería haber pagado, así que en el fondo no cometía ninguna injusticia. Pero la realidad era muy distinta. Solo podía haber un motivo para comprar el Madoba-2. Alguien quería acabar con la vida de un gran número de personas. Kit nunca se habría involucrado en algo así.

Se preguntó quién sería el cliente de Nigel: ¿una secta japonesa, fundamentalistas islámicos, un grupo escindido del IRA, suicidas palestinos? ¿Acaso un grupo de estadounidenses paranoicos que vivían armados hasta los dientes en un recóndito bosque de Montana? Poco importaba. Quienquiera que fuese el destinatario del virus, iba a emplearlo, y miles de personas morirían desangrándose por los ojos.

Pero ¿qué podía hacer él? Si intentaba abortar el golpe y llevar las muestras de vuelta al laboratorio Nigel lo mataría, o dejaría que Daisy lo hiciera. Pensó en abrir la puerta de la furgoneta y saltar con el vehículo en marcha. Iban lo bastante despacio para hacerlo. Se perdería en la tormenta antes de que pudieran darle alcance. Pero ellos seguirían teniendo el virus y él seguiría debiendo doscientas cincuenta mil libras a Harry.

Tenía que seguir adelante. Quizá cuando todo terminara pudiera mandar un mensaje anónimo a la policía, dando los nombres de Nigel y Daisy, y cruzar los dedos para que encontraran el virus antes de que lo utilizaran. Aunque lo más sensato sería quizá mantenerse fiel a su plan y desaparecer de la faz de la tierra. Nadie querría desatar una plaga en Lucca.

O tal vez liberaran el virus en el avión que lo llevaba a Italia, con lo que le tocaría sufrir en carne propia las consecuencias de sus actos. Eso habría sido un final justo.

Escudriñando la carretera en medio de la ventisca, avistó el letrero luminoso de un hotel. Elton se apartó de la carretera. Había una luz por encima de la puerta, y ocho o nueve coches en el aparcamiento. Eso quería decir que estaba abierto. Kit se preguntó quién pasaría la noche de Navidad en un hotel. Indios tal vez, o quizá hombres de negocios que no habían podido volver a sus casas, o parejas de amantes ilícitos.

Elton aparcó junto a un Opel Astra familiar.

—Lo ideal sería dejar la furgoneta aquí —dijo—. Es demasiado fácil de identificar. Se supone que tenemos que volver al aeródromo en ese Astra, pero no sé si vamos a poder.

Desde la parte de atrás, Daisy rezongó:

—Imbécil, ¿por qué no te has traído un Land Rover?

—Porque el Astra es uno de los coches más vendidos en Gran Bretaña, por lo que es más fácil que pase inadvertido, y además las previsiones decían que no iba a nevar, so burra.

—Venga, dejadlo ya —intervino Nigel, quitándose la peluca y las gafas—. Deshaceos de los disfraces. No sabemos cuánto tardarán esos guardias en dar nuestra descripción a la policía

Los demás obedecieron.

—Podríamos quedarnos aquí —propuso Elton—, alquilar un par de habitaciones y esperar a que pase la tormenta.

—Eso sería arriesgado —replicó Nigel—. Estarnos a pocos kilómetros del laboratorio.

—Si nosotros no podemos movernos, la policía tampoco. En cuanto la tormenta amaine, nos ponemos otra vez en marcha.

—Tenemos una cita con el cliente.

—Sí, pero no va a poder despegar con su helicóptero en medio de esta nevada.

—En eso tienes razón.

El teléfono de Kit empezó a sonar. Consultó su portátil. Era una llamada directa a su móvil, no desviada desde el Kremlin. Contestó.

—¿Sí?

—Soy yo. —Kit reconoció la voz de Hamish McKinnon—. Te llamo desde mi móvil aprovechando que Willie se ha ido al lavabo, así que seré breve.

—¿Qué está pasando?

—Toni ha llegado justo después de que os fuerais vosotros.

—Sí, he visto su coche.

—Ha encontrado a los otros guardias atados y ha llamado a la policía.

—¿Podrán llegar hasta ahí con este tiempo?

—Han dicho que lo intentarían. Toni acaba de venir hasta la garita para avisarnos de que están de camino. Cuando lleguen... lo siento, tengo que dejarte.

Colgó el teléfono.

Kit guardó el móvil en el bolsillo.

—Toni Gallo ha encontrado a los guardias —anunció— Ha llamado a la policía, que va de camino al laboratorio.

—Pues no se hable más —concluyó Nigel—. Nos vamos en el Astra.

01.45

Craig acababa de introducir una mano debajo del jersey de Sophie cuando oyó pasos. Se apartó y miró a su alrededor.

Su hermana bajaba del pajar en camisón.

—Me siento un poco rara —dijo, y cruzó la habitación hasta el cuarto de baño.

Frustrado, Craig desvió su atención hacia la película de la tele. La vieja hechicera, transmutada en una hermosa muchacha, seducía a un apuesto caballero.

Caroline salió del cuarto de baño diciendo:

—Ahí dentro apesta a vomitado.

Después subió la escalera y volvió a la cama.

—Aquí no hay manera de tener un poco de intimidad —murmuró Sophie.

—Es como intentar hacer el amor en la estación central de Glasgow —dijo Craig, pero volvió a besarla. Esta vez, ella entreabrió los labios y su lengua salió al encuentro de la de Craig, que gimió encantado.

Entonces él metió la mano por debajo de su jersey y le acarició un seno. Era pequeño y cálido al tacto por debajo del sostén de algodón fino. Craig lo apretó ligeramente entre sus dedos, y Sophie soltó un involuntario suspiro de placer.

—¿Queréis dejar de hacer ruido? ¡No me dejáis dormir! —protestó Tom—.

—Se separaron. Craig sacó la mano de debajo del jersey de Sophie. Estaba a punto de explotar de frustración.

—Lo siento. —murmuro.

—¿Porqué no nos vamos a otro sitio? —sugirió Sophie.

—¿Dónde, por ejemplo?

—¿Qué te parece el desván que me has enseñado antes?

Craig no podía imaginar nada mejor. Allí arriba estarían completamente solos, y nadie los molestaría.

—¡Genial! —dijo, levantándose. —¡Genial!

Se pusieron las chaquetas y las botas, y Sophie se caló un gorro de lana rosa con una borla que le daba un aire tierno e inocente.

—Un ramillete de alegría.

— ¿Qué cosa?

—Tú con ese gorro.

Sophie sonrió. Antes, lo habría llamado cursi por decir algo semejante pero la relación entre ambos había cambiado. A lo mejor era el vodka, pero Craig creía que el punto de inflexión se había dado en el cuarto de baño, cuando los dos juntos se habían encargado de Tom. Al ser un niño indefenso, los había obligado a actuar como adultos. Después de algo así, no era fácil volver a mostrarse enfurruñado y distante.

Craig jamás habría imaginado que limpiar una vomitona fuera el modo de llegar al corazón de una chica.

Abrió la puerta del granero. Una ráfaga de viento helado los cubrió de nieve como si fuera confeti. Craig salió deprisa, sostuvo la puerta para que Sophie pasara y luego la cerró.

Steepfall ofrecía una imagen terriblemente romántica. La nieve cubría las pronunciadas pendientes del tejado a dos aguas, se acumulaba en los alféizares y alfombraba el patio, donde alcanzaba unos treinta centímetros de profundidad. Las luces de los edificios anexos proyectaban halos dorados en los que bailaban copos  de nieve. La ventisca había transformado una carretilla, una pila de leña y una manguera de jardín en esculturas de hielo.

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