Authors: Ken Follett
Sophie contemplaba la escena con ojos maravillados.
—Es como una postal navideña —dijo.
Craig le cogió la mano. Cruzaron el patio caminando casi de puntillas, como aves zancudas, y rodearon la casa hasta la puerta trasera. Craig sacudió la nieve que cubría la tapa de un cubo de la basura. Luego se encaramó sobre el cubo y se impulsó hasta el cobertizo bajo el cual se encontraba el recibidor de las botas.
Miró hacia abajo. Sophie parecía dudar.
—¡Ven! —susurró él, al tiempo que extendía una mano.
Sophie la cogió y se subió al cubo de basura. Con la mano libre, Craig se agarró al borde del tejado para no perder el equilibrio y la ayudó a subir. Se quedaron unos instantes tumbados lado a lado sobre la nieve que cubría las tejas, como dos amantes en la cama. Luego Craig se levantó.
Avanzó por la cornisa que llevaba hasta la puerta del desván, despejó con el pie la mayor parte de la nieve que la cubría y abrió la gran puerta. Luego retrocedió hasta donde estaba Sophie.
Esta se puso a gatas, pero cuando intentó levantarse sus botas resbalaron y se cayó. Parecía asustada.
—Cógete a mí —dijo Craig, y la ayudó a incorporarse. Lo que estaban haciendo no era demasiado peligroso, y tenía la impresión de que Sophie exageraba un poco, pero eso no le molestaba lo más mínimo, pues le daba la oportunidad de mostrarse fuerte y protector.
Todavía sosteniendo su mano, Craig se subió a la cornisa. Ella siguió sus pasos y lo cogió por la cintura. A él le hubiera gustado alargar aquel momento y notar cómo Sophie se aferraba a su cuerpo, pero siguió adelante, caminando de lado por la cornisa hasta la puerta abierta. Una vez allí, la ayudó a entrar.
Craig cerró la puerta del desván tras de sí y encendió la luz. Aquello era perfecto, pensó al borde de la euforia. Estaban a solas en mitad de la noche, y nadie los molestaría. Podían hacer cualquiera cosa que quisieran.
Craig se tumbó en el suelo y miró por el agujero del suelo que daba a la cocina. Una sola luz permanecía encendida, la de la puerta del recibidor de las botas. Nellie estaba acostada delante del horno con la cabeza erguida, las orejas levantadas, a la escucha. Sabía que él estaba allí arriba.
—Vuelve a dormir —murmuró. Como si lo hubiera oído, la perra bajó la cabeza y cerró los ojos.
Sophie estaba sentada en el viejo sofá, temblando de frío.
—Tengo los pies helados.
—Te habrá entrado nieve en las botas.
Craig se arrodilló delante de ella y le sacó las botas de agua. Tenía los calcetines empapados, y también se los quitó. Sus pequeños pies blancos estaban tan fríos como si los hubiera metido en la nevera. Craig intentó calentarlos con las manos hasta que, súbitamente inspirado, se desabrochó la chaqueta, se levantó el jersey y apoyó las plantas de los pies de Sophie contra su pecho desnudo.
—¡Dios, qué gusto! —dijo ella.
Craig se dio cuenta de que la había oído repetir aquellas mismas palabras infinidad de veces en sus fantasías, aunque las circunstancias fueran ligeramente distintas.
Toni estaba en la sala de control, siguiendo los monitores.
Steve y los demás guardias le habían contado lo sucedido desde que el «equipo de mantenimiento» había entrado en el vestíbulo principal hasta el momento en que dos hombres salieron del NBS4, cruzaron la antesala y se esfumaron, uno de ellos llevando consigo un delgado maletín de piel granate. Mientras Steve le curaba las heridas, Don había dicho que uno de los hombres había intentado impedir el uso de la violencia. Las palabras que había proferido a voz en grito resonaban ahora en la mente de Toni: «Si quieres presentarte ante tu cliente a las diez con las manos vacías, vas por buen camino».
Era evidente que habían entrado en el laboratorio para robar algo, y se lo habían llevado en aquel maletín. Toni tenía la terrible sensación de que sabía lo que era.
Se puso a repasar las imágenes que las cámaras del NBS4 habían captado entre las 00.55 y la 01.15 de la madrugada. Aunque los monitores no habían proyectado aquella grabación en ningún momento, el ordenador las había registrado. Había dos hombres dentro del laboratorio, enfundados en sendos trajes aislantes.
Toni dio un grito ahogado cuando vio que uno de ellos abría la puerta que daba a la pequeña habitación de la cámara refrigeradora. A continuación, el desconocido introdujo una secuencia numérica en el panel digital. ¡Conocía el código!
Abrió la puerta de la cámara, y el otro hombre empezó a ex traer muestras de su interior.
Toni congeló la imagen.
La cámara estaba situada encima de la puerta, por lo que permitía ver al intruso desde arriba y la cámara refrigeradora más allá de este. Sostenía en las manos una pila de pequeñas cajas blancas. Los dedos de Toni se deslizaron sobre el teclado y la imagen en blanco y negro aumentó de tamaño en el monitor. Ahora alcanzaba a ver el símbolo internacional de peligro biológico impreso en las cajas. Aquel hombre estaba robando muestras de algún virus. Toni amplió todavía más la imagen y optimizó la resolución. Poco a poco, la palabra impresa en una de las cajas se fue haciendo nítida: Madoba-2.
Era justo lo que temía, pero la confirmación la golpeó como un gélido aliento de muerte. Se quedó mirando la pantalla, petrificada de miedo, atenta a los latidos de su corazón, que sonaban como una campana fúnebre. El Madoba-2 era el virus más mortal que se conocía, un agente infeccioso tan destructivo que se hallaba sometido a varios niveles de seguridad y que solo podían manipular personas altamente cualificadas y debidamente protegidas con un equipo aislante. Y ahora estaba en manos de una cuadrilla de ladrones que se dedicaba a pasearlo por ahí en un puñetero maletín.
Podían tener un accidente de tráfico; podían sentirse acorralados y tirar el maletín; el virus podía acabar en manos de personas que no supieran lo que era... los riesgos eran incalculables. Y aunque ellos no lo liberaran de forma accidental, su «cliente» lo haría deliberadamente. Alguien tenía la intención de utilizar el virus para matar a cientos, miles, de personas, tal vez incluso para desencadenar una epidemia capaz de exterminar a toda una población.
Y ella había dejado que le arrebataran el arma homicida.
Horrorizada, Toni descongeló la imagen y vio con desesperación cómo uno de los intrusos vaciaba el contenido de los viales en un frasco de perfume de la marca Diablerie. Aquel era todas luces el formato de entrega de la mercancía. Un frasco de perfume aparentemente inofensivo se había convertido en un arma de destrucción masiva. Toni vio cómo lo envolvía cuidadosamente en dos bolsas de plástico y lo guardaba en el maletín, acolchado entre perlas de poliestireno expandido.
Ya había visto suficiente. Sabía lo que tenía que hacer. La policía debía poner en marcha una operación a gran escala cuanto antes. Si se daban prisa, quizá pudieran coger a los ladrones antes de que entregaran el virus al comprador.
Toni restableció el funcionamiento normal de los monitores y abandonó la sala de control.
Los guardias de seguridad estaban en el vestíbulo principal, sentados en los sofás normalmente reservados para las visitas, bebiendo té y pensando que la crisis había llegado a su fin. Toni decidió tomarse unos segundos para recuperar el control de la situación.
—Tenemos mucho trabajo por delante —anunció en tono expeditivo—. Stu, ve a la sala de control y vuelve a ocupar tu puesto, por favor. Steve, ponte detrás del mostrador. Don, tú quédate donde estás.
Este último lucía un improvisado vendaje sobre la herida de la frente.
Susan Mackintosh estaba acostada en el sofá de las visitas. Le habían limpiado la sangre del rostro, pero tenía numerosas contusiones. Toni se arrodilló a su lado y le besó la frente.
—Pobrecita —dijo—. ¿Cómo te sientes?
—Bastante atontada.
—No sabes cuánto lo siento.
Susan esbozó una débil sonrisa.
—Ha valido la pena por el beso.
Toni le dio unas palmaditas en el hombro.
—Veo que te vas recuperando.
La señora Gallo estaba sentada junto a Don.
—Ese chico tan amable, Steven, me ha ofrecido una taza de té —dijo—. El cachorro estaba a sus pies, sobre una hoja de periódico abierta. Le dio un trozo de galleta.
—Gracias, Steve —dijo Toni.
—Sería un buen novio para ti —insinuó su madre.
—Está casado —replicó Toni.
—Hoy en día, eso no parece ser un problema.
—Para mí sí lo es. —Toni se volvió hacia Steve—. ¿Dónde está Carl Osborne?
—Ha ido al lavabo.
Toni asintió y cogió su móvil. Había llegado el momento de llamar a la policía.
Recordó lo que Steve Tremlett le había dicho sobre el personal que estaría de guardia aquella noche en la jefatura policial de Inverburn: un inspector, dos sargentos y seis agentes, además de un comisario, aunque este no estaría presente en la jefatura, sino localizable por teléfono. No era suficiente, ni de lejos, para hacer frente a una crisis de aquellas proporciones. Sabía lo que haría ella si estuviera al mando. Reuniría a veinte o treinta agentes, requisaría varias máquinas quitanieves, montaría controles de carretera y tendría a una brigada de agentes armados listos para efectuar la detención. Y lo haría cuanto antes.
Se sintió más animada. El horror de lo que había pasado empezó a desvanecerse en su mente mientras se concentraba en lo que había que hacer. La acción siempre le levantaba la moral, y el trabajo policial era la mejor clase de acción posible.
Le atendió de nuevo David Reid. Cuando se identificó, este le dijo:
—Les hemos enviado un coche patrulla, pero ha tenido que volver atrás. El tiempo...
Toni no daba crédito a sus oídos. Creía que el coche patrulla estaba de camino.
—No lo dirá en serio —replicó, elevando la voz.
—¿Ha visto cómo están las carreteras? Hay coches abandonados por todas partes. No tendría ningún sentido enviar a una patrulla para que se quede atrapada en la nieve.
—¡Mierda! Pero ¿qué clase de gallinas reclutáis estos días?
—No tiene por qué ponerse así, señora.
Toni intentó controlarse.
—Tiene usted razón, lo siento. —Recordó, de sus tiempos de entrenamiento, que cuando la respuesta de la policía a una crisis era un completo desastre, se debía muchas veces a que no se había identificado correctamente el problema en los primeros minutos de la misma, es decir, cuando alguien carente de experiencia como el agente Reid se encargaba de redactar el informe preliminar. La prioridad de Toni era asegurarse de transmitirle toda la información relevante, para que él se la pasara a su superior.
—La situación es la siguiente: en primer lugar, los ladrones han robado una cantidad significativa de un virus llamado Madoba-2 que es mortal para la especie humana, así que estamos ante una emergencia biológica.
—Emergencia biológica —repitió el agente Reid, apuntándolo.
—En segundo lugar, los autores del robo son tres varones, dos blancos y uno negro, y una mujer blanca. Viajan en una furgoneta de la empresa Hibernian Telecom.
—¿Podría darme descripciones más detalladas de los sospechosos?
—Ahora mismo le llamará el jefe de seguridad para darle esa información. Yo 110 los he visto, pero él sí. En tercer lugar, tenemos a dos personas heridas. Una de ellas ha sido agredida con una porra y la otra ha recibido varias patadas en la cabeza.
—¿Cómo de graves son las heridas?
Toni pensó que se lo acababa de decir, pero el agente Reid parecía estar leyendo un guión.
—La guardia que ha sido aporreada necesita que la vea un médico.
—De acuerdo.
—En cuarto lugar, los intrusos iban armados.
—¿Qué clase de armas llevaban?
Toni se volvió hacia Steve, que era un experto en el tema.
—¿Has podido reconocer las armas?
Steve asintió.
—Pistolas automáticas Browning de nueve milímetros, los tres. De las que llevan un cargador de trece balas, y con toda la pinta de haber pertenecido al ejército, creo yo.
Toni repitió la descripción a Reid.
—Robo a mano armada, entonces —concluyó.
—Sí, pero lo importante es que no pueden haber ido muy lejos, y que esa furgoneta es fácil de identificar. Si nos movemos deprisa, podemos cogerlos.
—Nadie puede moverse deprisa esta noche.
—Es evidente que necesitáis máquinas quitanieves.
—El cuerpo de policía no posee quitanieves.
—Debe de haber varias en la zona. Tenemos que limpiar las carreteras casi cada invierno.
—Limpiar la nieve de las carreteras no es cosa de la policía, sino de las autoridades locales.
Toni sintió ganas de gritar de impotencia, pero se mordió la lengua.
—¿Me puede poner con Frank Hackett?
—El comisario Hackett no se encuentra disponible.
Toni sabía que Frank estaba de guardia. Steve así se lo había dicho.
—Si usted no lo quiere despertar, lo haré yo —dijo. Cortó la llamada y marcó el número particular de Frank. Si era un policía responsable, estaría durmiendo con el teléfono al lado.
Lo cogió enseguida.
—Hackett.
—Soy Toni. Alguien ha entrado a robar en Oxenford Medical y se ha llevado muestras del Madoba-2, el virus que mató a Michael Ross.
—¿Cómo has dejado que pasara algo así?
Toni no dejaba de hacerse la misma pregunta, pero oírla de labios de Frank le sentó como una bofetada.
—Si eres tan listo, averigua cómo coger a los ladrones antes de que se escapen —retrucó.
—¿No os hemos enviado un coche patrulla hace una hora?
—Sí, pero no ha llegado. Tus valientes policías vieron la nieve y se echaron atrás.
—Bueno, si nosotros estamos atrapados, los sospechosos también lo estarán.
—Tú no estás atrapado, Frank. Puedes llegar hasta aquí en una máquina quitanieves.
—No tengo una máquina quitanieves.
—El ayuntamiento tiene varias, llámales.
Hubo una larga pausa.
—No creo que sea buena idea —dijo al fin.
Toni sintió ganas de matarlo. Frank disfrutaba ejerciendo su autoridad para llevarle la contraria. Le hacía sentirse poderoso, y nada le gustaba más que desafiarla. Toni siempre le había parecido demasiado autoritaria. ¿Cómo había podido vivir con él tanto tiempo? Se tragó la réplica que tenía en la punta de la lengua y dijo:
—¿Por qué no, Frank?