Authors: Ken Follett
La interpelada tardó una eternidad en contestar.
—Trabajo con mi padre —dijo al fin.
—¿Y en qué anda él?
Daisy parecía desconcertada por la pregunta.
—¿Que en qué anda?
—Sí, cómo se gana la vida.
Nigel soltó una carcajada y dijo:
—Mi viejo amigo Harry tiene tantas cosas en marcha que es difícil decir a qué se dedica.
Para sorpresa de Miranda, Kit siguió insistiendo.
—Bueno, pero podrás decirnos alguna de las cosas que hace —sugirió en tono desafiante.
De pronto, a Daisy se le iluminó el rostro como si hubiera tenido una idea brillante, y dijo:
—Es promotor inmobiliario.
Parecía estar repitiendo algo que había escuchado antes.
—Así que le gusta comprar cosas.
—Supongo —repuso Daisy.
—Siempre me he preguntado qué querrá decir exactamente eso de «promotor inmobiliario».
No era propio de Kit interrogar a un extraño en aquel tono agresivo, pensó Miranda. A lo mejor tampoco acababa de creerse la descripción que los invitados habían hecho de sí mismos. Se sintió aliviada. Eso demostraba que eran realmente desconocidos. Por un momento, había llegado a temer que Kit estuviera involucrado en algún tipo de negocio turbio con aquella gente. Tratándose de él, nunca se sabía.
Había una nota de impaciencia en la voz de Nigel cuando dijo:
—Harry compra un viejo almacén de tabaco, solicita un permiso de recalificación para convertirlo en una urbanización de lujo y luego lo revende a un constructor con un buen margen de beneficio.
Nigel volvía a contestar por Daisy, pensó Miranda.
Kit debió de pensar lo mismo, porque preguntó:
—¿Y tú cómo contribuyes al negocio familiar, Daisy? Supongo que eres una buena vendedora.
A juzgar por su aspecto, se diría que lo suyo era más bien desahuciar a los inquilinos de sus casas.
Daisy miró a Kit con gesto claramente hostil.
—Hago muchas cosas —contestó al tiempo que alzaba la barbilla, como desafiándolo a replicarle.
—Y estoy seguro de que las haces con gracia y eficiencia —observó Kit.
Los halagos de Kit sonaban a mal disimulado sarcasmo, pensó Miranda con inquietud. Daisy no sería la más sutil de las mujeres, pero seguramente sabía cuándo la estaban insultando.
Aquella constante tensión le estaba amargando el desayuno. Tenía que hablar con su padre de todo aquello. Tragó y rompió a toser, fingiendo que se había atragantado. Se levantó de la mesa.
—Perdón —farfulló.
Su padre cogió un vaso y lo llenó con agua del grifo.
Todavía tosiendo, Miranda salió de la cocina. Tal como esperaba, su padre la siguió. Miranda cerró la puerta de la cocina y señaló el estudio. Mientras entraban en la habitación, volvió a toser para no levantar sospechas.
Stanley le ofreció el vaso de agua, pero ella lo rechazó con un ademán.
—Estaba fingiendo —reveló—. Quería hablar contigo. ¿Qué opinas de nuestros invitados?
Stanley dejó el vaso sobre el tapete de piel verde de su escritorio.
—Son muy raritos. Me preguntaba si no formarían parte del turbio círculo de amistades de Kit hasta que él ha empezado a interrogar a la chica.
—Lo mismo me ha pasado a mí. Pero estoy segura de que mienten sobre algo.
—Sí, pero ¿en qué? Si han venido hasta aquí con la intención de robarnos, se lo están tomando con mucha calma.
—No lo sé, pero me siento amenazada.
—¿Quieres que llame a la policía?
—Eso quizá sería pasarnos, pero me quedaría mucho más tranquila si alguien supiera que esta gente está aquí.
—Bien, pensemos... ¿A quién podríamos llamar?
—¿Qué tal al tío Norman?
El hermano de su padre vivía en Edimburgo, donde trabajaba como bibliotecario de la universidad. Stanley y él mantenían una relación cordial pero distante. Con verse una vez al año tenían suficiente.
—Sí. Norman lo entenderá. Le diré lo que ha pasado y le pediré que me llame dentro de una hora para comprobar que todo va bien.
—Perfecto.
Stanley descolgó el teléfono que descansaba sobre el escritorio y se llevó el auricular al oído. Frunció el ceño, colgó y volvió a descolgar.
—No hay línea —dijo.
Miranda sintió una punzada de miedo.
—Ahora sí que quiero avisar a alguien.
Stanley tocó el teclado de su ordenador.
—Tampoco tenemos conexión a Internet. Seguramente es culpa del mal tiempo. A veces las nevadas provocan averías en las líneas.
—Aun así...
—¿Dónde está tu móvil?
—En el chalet de invitados. ¿Tú no tienes uno?
—El del Ferrari.
—Olga tendrá el suyo a mano.
—No hace falta que la despiertes. —Stanley se asomó a la ventana—. Me pondré un abrigo encima del pijama y saldré al garaje.
—¿Dónde están las llaves?
—En el armarito del recibidor de las botas. —Yo te las traigo.
Salieron al distribuidor. Stanley se encaminó a la puerta principal, junto a la cual había dejado sus botas. Miranda se disponía a entrar en la cocina cuando oyó la voz de Olga al otro lado de la puerta. Dudó unos instantes. No había vuelto a hablar con su hermana desde la víspera, cuando Kit se había ido de la lengua y había revelado su secreto. ¿Qué podía decirle? ¿Y qué le diría Olga a ella?
Abrió la puerta. Olga estaba apoyada en la encimera de la cocina. Llevaba puesto un salto de cama de seda negra que recordaba la toga de un abogado. Nigel, Elton y Daisy estaban sentados a la mesa, lado a lado. Kit estaba de pie detrás de ellos, visiblemente nervioso. Olga había dado rienda suelta a su naturaleza inquisidora e interrogaba sin piedad a los tres extraños sentados al otro lado de la mesa.
—¿Qué demonios hacíais en la carretera a esas horas? —preguntó, dirigiéndose a Nigel y pensando que tenía toda la pinta de haber sido un delincuente juvenil.
Miranda se fijó en un bulto rectangular que asomaba bajo el bolsillo del salto de cama de Olga. Su hermana nunca iba a ninguna parte sin su móvil. Se disponía a dar media vuelta y decirle a su padre que no se molestara en ponerse las botas cuando Olga la detuvo con su implacable interrogatorio.
Nigel frunció el ceño ante la pregunta, pero contestó de todos modos:
—Nos dirigíamos a Glasgow.
—¿De dónde veníais? Apenas hay nada hacia el norte.
—De casa de unos amigos.
—Seguramente los conocemos. ¿Quiénes son?
—El propietario se llama Robinson.
Miranda observaba la escena a la espera de una oportunidad para coger prestado el móvil de Olga sin llamar demasiado la atención.
—¿Robinson? No me suena de nada. Es un apellido casi tan común como Smith o Brown. ¿Os dirigíais a algún sitio especial?
—A una fiesta.
Olga arqueó sus oscuras cejas.
—¿Te vienes a Escocia a pasar la Navidad con un viejo amigo y luego su hija y tú os largáis a una fiesta y dejáis al pobre hombre solo?
—No se encontraba demasiado bien.
Olga se volvió hacia Daisy.
—Razón de más. ¿Qué clase de hija deja solo a su padre enfermo en Nochebuena?
Daisy le sostuvo la mirada, reprimiendo un acceso de ira. De pronto, Miranda temió que pudiera recurrir a la violencia. Kit debió de pensar lo mismo, porque dijo:
—Déjala tranquila, Olga.
Pero esta hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Y bien? —insistió—. ¿No tienes nada que decir en tu defensa?
Daisy cogió sus guantes. Por algún motivo, Miranda lo interpretó como un mal augurio. Daisy se puso los guantes y dijo: —No tengo por qué contestar a tus preguntas.
—Yo creo que sí —replicó Olga, y se volvió de nuevo hacia Nigel—. Sois tres perfectos desconocidos, estáis en la cocina de mi padre atiborrándoos con su comida y nos habéis contado una historia tan inverosímil que no hay quien se la trague. A mí me parece que nos debéis una explicación.
—Olga, ¿no crees que te estás pasando? —intervino Kit con ansiedad—. Se han quedado atrapados en la nieve, eso es todo.
—¿Estás seguro? —replicó ella, volviéndose hacia Nigel
Hasta entonces este se había mostrado impasible, pero al contestarle no pudo ocultar su irritación:
—No me gusta que me interroguen.
—En ese caso, puedes largarte —repuso Olga—. Pero si queréis quedaros en casa de mi padre, ya nos estáis contando algo más creíble que esa sarta de patrañas que nos habéis soltado.
—¡No nos podemos ir! —intervino Elton en tono indignado—. Por si no te has dado cuenta, ahí fuera hay una puta tormenta de nieve.
—Haz el favor de no emplear esa clase de lenguaje en esta casa. Mi madre nunca consintió que se dijeran obscenidades, a no ser en otras lenguas, y hemos mantenido esa regla desde su muerte. —Olga cogió la cafetera, y luego señaló el maletín granate que descansaba sobre la mesa—. ¿Y eso?
—Es mío —contestó Nigel.
—En esta casa no se deja el equipaje sobre la mesa. —Alargó el brazo y cogió el maletín—. No tiene gran cosa dentro... ¡aaay! —Olga soltó un grito porque Nigel la había cogido del brazo—. ¡Me haces daño! —gritó.
Nigel había desistido de intentar mostrarse amable.
—Deja el maletín sobre la mesa ahora mismo —ordenó con rotundidad pero sin elevar la voz.
Stanley apareció junto a Miranda. Se había puesto una chaqueta, guantes y botas.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le dijo a Nigel—. ¡Aparta las manos de mi hija!
Nellie empezó a ladrar. Con un movimiento ágil y rápido, Elton se agachó y cogió a la perra del collar.
Olga seguía sosteniendo al maletín empecinadamente.
—Suéltalo, Olga —le aconsejó Kit.
Daisy tiró del maletín y Olga intentó aferrarse a él tirando en la dirección opuesta hasta que, con el tira y afloja, se abrió inesperadamente. Una lluvia de perlas de poliestireno expandido cayó sobre la mesa de la cocina. Kit lanzó un grito de pánico y Miranda se preguntó qué le daba tanto miedo. Una botella de perfume envuelta en plástico cayó del interior del maletín.
Con la mano libre, Olga abofeteó a Nigel.
Él le devolvió el bofetón. Todos gritaron al unísono. Con un gruñido de rabia, Stanley apartó a Miranda de su camino y avanzó a grandes zancadas hacia Nigel.
—¡No! —gritó Miranda.
Daisy le cortó el paso, pero Stanley intentó apartarla. Hubo unos segundos de forcejeo, y luego él lanzó un grito y cayó de espaldas, sangrando por la boca.
Nigel y Daisy sacaron sus pistolas.
Todos enmudecieron excepto Nellie, que ladraba sin cesar. Elton le retorció el collar, ahogándola, hasta que la obligó a callar. El silencio se impuso en la habitación.
—¿Quién coño sois? —preguntó Olga.
Stanley se fijó en el frasco de perfume que había caído sobre la mesa y preguntó con temor:
—¿Por qué lleváis ese frasco envuelto en dos bolsas de plástico?
Miranda había aprovechado la confusión para escabullirse.
Kit miraba con terror el frasco de Diablerie que había caído sobre la mesa. Pero el vidrio no se había roto, la tapa seguía en su sitio y las dos bolsas de plástico estaban intactas. El líquido mortal seguía a salvo en el interior de su frágil recipiente.
Sin embargo, ahora que Nigel y Daisy habían sacado las pistolas, no podían seguir fingiendo que eran inocentes víctimas de la tormenta. Tan pronto como se hiciera público el asalto al laboratorio, los relacionarían inevitablemente con el robo del virus.
Nigel, Daisy y Elton aún tenían posibilidades de escapar, pero Kit estaba en una posición delicada. No había ninguna duda en torno a su identidad. Incluso si lograba salir de allí, se pasaría el resto de sus días huyendo de la justicia.
Se estrujó la sesera tratando de dar con una salida airosa.
Entonces, mientras todos permanecían inmóviles, mirando fijamente las pequeñas y aterradoras pistolas de color gris oscuro, Nigel desplazó su arma unos milímetros, apuntando a Kit con gesto receloso, y este tuvo una idea brillante.
Se dio cuenta de que su familia seguía sin tener motivos para sospechar de él. Los tres fugitivos podían haberle mentido. Había dicho que no los conocía de nada, y nadie tenía por qué pensar lo contrario.
Pero ¿cómo podía dejarlo claro?
Despacio, alzó las manos en el tradicional gesto de rendición.
Todos lo miraron. Por un momento, temió que sus propios compinches fueran a delatarlo. Nigel arqueó una ceja. Elton parecía desconcertado. Daisy lo miraba con sorna.
—Papá, siento mucho haber traído a esta gente a tu casa. No tenía ni idea...
Su padre lo miró largamente y al fin asintió.
—No es culpa tuya —dijo—. Ninguna persona de bien los habría dejado tirados en medio de la tormenta. No tenías manera de saber... —se volvió hacia Nigel con una mirada de profundo desprecio— qué clase de gentuza era.
Nigel comprendió enseguida lo que se proponía Kit y le siguió la corriente.
—Lamento devolverte la hospitalidad de este modo... Kit, ¿verdad? Sí, tú nos salvas el pellejo y nosotros te apuntamos con un arma. ¿Qué puedo decir? La vida es así.
El rostro de Elton se destensó. Lo había entendido.
Nigel prosiguió:
—Si la metomentodo de tu hermana no se hubiera empeñado en buscarnos las cosquillas, podíamos habernos marchado pacíficamente y nunca habríais descubierto lo malas personas que somos. Pero no, ella tenía que seguir hurgando.
Daisy lo captó al fin, y se dio la vuelta con gesto asqueado.
Solo entonces se le ocurrió a Kit que Nigel y los demás podían decidir liquidar a su familia. Si estaban dispuestos a robar un virus capaz de matar a miles de personas inocentes, ¿por qué les iba a temblar la mano a la hora de acabar con los Oxenford? No era lo mismo, claro está. La idea de acabar con las vidas de miles de seres humanos con un virus era un poco abstracta, pero matar a sangre fría a un grupo de adultos y niños era algo más difícil de asumir. Sin embargo, los creía perfectamente capaces de hacerlo si se sentían acorralados. Y hasta era posible que lo mataran a él también, pensó con un escalofrío. Afortunadamente, todavía lo necesitaban. Solo Kit conocía el camino hasta la casa de Luke, donde les esperaba el Toyota Land Cruiser. Sin él, nunca lo encontrarían. Decidió recordárselo a Nigel en cuanto tuviera ocasión.
—Verás, lo que hay en ese frasco vale mucho dinero —concluyó Nigel.
—¿Qué es? —preguntó Kit, por dar mayor credibilidad a su supuesta inocencia.