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Authors: Ken Follett

En el blanco (42 page)

BOOK: En el blanco
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Daisy asestó un certero puntapié a Nellie en las costillas con una de sus pesadas botas. La perra lanzó un aullido y fue a acurrucarse en un rincón.

Nigel sangraba por la nariz y la boca, y tenía feas marcas rojas alrededor de los ojos. Miró a Hugo con odio y alzó la mano derecha, la que seguía empuñando el arma.

Olga dio un paso al frente y gritó:

—¡No!

Nigel movió el brazo y le apuntó a ella.

Stanley cogió a Olga y la sujetó, al tiempo que suplicaba:

—Por favor, no dispares, te lo ruego.

Nigel seguía apuntando a Olga cuando dijo:

—Daisy, ¿sigues llevando la porra?

La interpelada asintió, complacida. Nigel se volvió hacia Hugo.

—Empléate a fondo con este hijo de la gran puta.

Viendo lo que se le venía encima, Hugo empezó a forcejear, pero Elton lo sujetó con más fuerza.

Daisy blandió la porra en el aire y la estrelló contra el rostro de Hugo. Le dio de lleno en un pómulo, produciendo un repugnante crujido. Hugo lanzó un grito de dolor. Daisy volvió a golpearlo, y la sangre empezó a manar de su boca hacia el pecho desnudo. Con una sonrisa malévola, Daisy le miró los genitales y le propinó una patada en la entrepierna. Luego volvió a aporrearlo, esta vez en la coronilla. Hugo cayó al suelo, inconsciente, pero eso a Daisy le daba igual. Lo golpeó con la porra en la nariz y le asestó otro puntapié.

Olga lanzó un gemido de dolor y rabia, se zafó del abrazo de su padre y se abalanzó sobre Daisy. Esta blandió la porra en su dirección, pero Olga estaba demasiado cerca y el arma paso silbando detrás de su cabeza.

Elton soltó a Hugo, que se desplomó en el suelo embaldosado, y se fue hacia Olga, que había logrado poner las manos sobre el rostro de Daisy y le estaba clavando las uñas.

Nigel tenía a Olga en su punto de mira pero no se atrevía a disparar por temor a herir a uno de los suyos en medio del forcejeo.

Stanley se volvió hacia la placa de cocina y cogió la pesada sartén con la que Kit había preparado una docena de huevos revueltos. La levantó en el aire y la blandió en la dirección de Nigel, apuntándole a la cabeza. En el último momento, este lo vio venir y esquivó el golpe. La sartén lo golpeó en el hombro derecho. Nigel lanzó un grito de dolor y la pistola salió disparada de su mano.

Stanley intentó cogerla, pero no lo consiguió. El arma aterrizó sobre la mesa de la cocina, a escasos centímetros del frasco de perfume, rebotó en el asiento de una silla de pino, rodó y se cayó al suelo, a los pies de Kit. Este se inclinó y la recogió.

Nigel y Stanley lo miraban fijamente. Intuyendo un vuelco en la situación, Olga, Daisy y Elton dejaron de forcejear entre sí y se volvieron hacia él.

Kit dudaba, dividido ante el angustioso dilema que se le había presentado de pronto.

Durante unos segundos de inmovilidad que se hicieron eternos, todos clavaron en él sus ojos.

Finalmente, Kit dio la vuelta al arma y, sosteniéndola por el cañón, se la devolvió a Nigel.

06.30

Por fin, Craig y Sophie habían encontrado el granero. Habían pasado unos minutos junto a la puerta trasera de la casa, sin acabar de decidir si debían entrar o no, pero no tardaron en darse cuenta de que morirían congelados si seguían allí indefinidamente. Haciendo acopio de valor, cruzaron el patio por las buenas, la cabeza gacha, rezando para que nadie estuviera mirando por las ventanas de la cocina. Los veinte pasos que los separaban del otro lado del patio se les hicieron eternos a causa de la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Una vez allí, avanzaron pegados a la fachada del granero, siempre arriesgándose a que los vieran desde la cocina. Craig no se atrevía a mirar en esa dirección; tenía demasiado miedo de lo que podían ver sus ojos. Cuando por fin alcanzaron la puerta, echó un vistazo rápido a la casa. En la oscuridad, no alcanzaba a distinguir la silueta del edificio, sino solo las ventanas iluminadas. La nieve también le dificultaba la visión, por lo que solo acertaba a ver siluetas borrosas moviéndose en la cocina. Nada parecía indicar que alguien se hubiera asomado a la ventana en el momento equivocado.

Abrió la gran puerta del granero. Pasaron ambos al interior y Craig se volvió para cerrar la puerta con un sentimiento de infinita gratitud. El aire caliente lo envolvió como un abrazo. Estaba temblando de la cabeza a los pies, y los dientes de Sophie castañeteaban sin cesar. La joven se quitó el anorak cubierto de nieve y se sentó en uno de los grandes radiadores como los de los hospitales. A Carig también le hubiera gustado calentarse durante un minuto pero no había tiempo para eso. Tenía que conseguir ayuda enseguida.

En lugar estaba débilmente iluminado por una pequeña luz de noche cercana a la cama plegable en la que Tom estaba acostado. Craig miró al chico desde cerca preguntándose si debía despertarlo. Parecía haberse recuperado del vodka de Sophie  y dormía tranquilamente con su pijama de Spider Man.

Algo que estaba en el suelo, al lado de la almohada, llamó la atención de Craig. Era una foto. Craig la cogió y la acercó a la luz. Parecía haber sido tomada en la fiesta de cumpleaños de su madre y se veía a Sophie rodeando a Tom con uno de sus brazos alrededor de sus hombros. Craig sonrió. Parece que no soy el único que estaba cautivado por ella esa tarde, pensó para sus adentros. Volvió a colocar la foto en su su tío y no le dijo nada a Sophie.

No tenía sentido despertar a Tom, decidió. No había nada que él pudiera hacer, y solo conseguiría aterrorizarlo.. Estaba mejor durmiendo.

Craig subió rápidamente la escalera que conducía al antiguo pajar. En una de las estrechas camas individuales, bajo un montón de mantas se adivinaba la silueta de su hermana Caroline. Parecía profundamente dormida. También ella estaba mejor así. Si se despertaba y descubría lo que estaba pasando se pondría histérica. No trataría de despertarla.

La segunda cama estaba intacta. En el suelo, cerca de ella, pudo ver el contorno de una maleta abierta. Sophie había dicho que había dejado el teléfono encima de sus ropas. Craig cruzó la habitación moviéndose cautelosamente en la oscuridad. Al inclinarse escuchó muy cerca de él los crujidos y chillidos débiles de algún ser vivo y masculló una maldición. El corazón parecía querer saltársele del pecho. Eran los dichosos ratones de Caroline, paseándose en su jaula. Empujó la jaula a un lado y empezó a registrar la maleta de Sophie.

Guiándose por el tacto, hurgó en el interior de la maleta. Arriba del todo había una bolsa de plástico que contenía un bulto envuelto en papel de regalo. Aparte de eso, casi todo eran prendas de vestir meticulosamente dobladas. Alguien había ayudado a Sophie a hacer la maleta, dedujo, pues no la tenía precisamente por una amante del orden. Se distrajo momentáneamente con un sostén de seda, pero luego su mano asió un objeto con la forma alargada de un móvil. Abrió la solapa, pero la pantalla no se iluminó. No veía lo bastante para encontrar el botón de encendido.

Bajó la escalera apresuradamente con el móvil en la mano. Había una lámpara junto al estante. Craig la encendió y sostuvo el móvil de Sophie bajo la luz. Encontró el botón de encendido y lo presionó, pero nada ocurrió. En ese momento habría roto a llorar de frustración.

—¡No consigo encender este puto trasto! —susurró.

Aún sentada sobre el radiador, Sophie alargó el brazo y Craig le tendió el teléfono. Ella pulsó el mismo botón, frunció el ceño, volvió a presionarlo y luego lo aporreó repetidas veces, hasta que al fin se dio por vencida.

—Se ha quedado sin batería —anunció.

—¡Mierda! ¿Dónde está el cargador?

—No lo sé.

—¿En tu maleta?

—No creo.

Craig estaba al borde de la exasperación.

—¿Cómo puedes no saber dónde está el cargador de tu móvil?

—Creo que lo he dejado en casa —contestó con un hilo de voz.

—¡No me jodas!

Craig se esforzó por controlar su mal genio. Tenía ganas de decirle que era una idiota, pero eso no serviría de nada. Guardó silencio durante unos instantes. Le vino a la mente el recuerdo de los besos que se habían dado poco antes, y ya no pudo seguir enfadado. Su ira se desvaneció como por arte de magia, y rodeó a Sophie con los brazos.

—Vale —le dijo—, no pasa nada.

Sophie apoyó la cabeza en su pecho.

—Lo siento.

—A ver qué se nos ocurre.

—Tiene que haber más móviles por aquí, o un cargador que podamos usar.

Craig movió la cabeza en señal de negación.

—Caroline y yo no tenemos móvil. Mi madre no nos deja. Ella no se despega del suyo ni para ir al baño, pero dice que nosotros no los necesitamos para nada.

—Tom tampoco tiene. Miranda cree que es demasiado joven.

—Genial.

—¡Espera! —exclamó Sophie, apartándose de él—. ¿No había uno en el coche de tu abuelo?

Craig chasqueó los dedos.

—¡El Ferrari, claro! Y además he dejado las llaves puestas. Lo único que tenemos que hacer es ir hasta el garaje y podremos llamar a la policía.

—¿Quieres decir que habrá que volver a salir?

—Tú puedes quedarte aquí.

—No. Quiero ir.

—No te quedarías sola. Tom y Caroline están aquí.

—Quiero estar contigo.

Craig intentó no revelar lo feliz que le hacían aquellas palabras.

—En ese caso, será mejor que vuelvas a ponerte el anorak.

Sophie se apartó del radiador. Craig cogió su anorak del suelo y la ayudó a ponérselo. Ella buscó su mirada y él intentó esbozar una sonrisa alentadora.

—¿Lista?

Por unos segundos, volvió a ser la Sophie de antes:

—Claro, ¿a qué esperamos? Lo peor que puede pasar es que nos vuelen la tapa de los sesos...

Salieron afuera. La oscuridad seguía siendo total y la nieve caía con fuerza, más como ráfagas de perdigones que como nubes de mariposas. Una vez más, Craig miró con inquietud hacia el otro extremo del patio, pero su visibilidad era tan escasa como antes, lo que significaba que los desconocidos tampoco lo tendrían fácil para distinguirlos en medio de la ventisca. Cogió la mano de Sophie. Orientándose por las luces de los edificios colindantes, la guió hasta el extremo del granero, alejándose de la casa, y luego cruzaron el patio hasta el garaje.

La puerta lateral estaba abierta, como siempre. Dentro hacía tanto frío como fuera. No había ventanas, así que Craig decidió encender la luz.

El Ferrari del abuelo estaba donde él lo había dejado, pegado a la pared para disimular la abolladura. De pronto, recordó la vergüenza y el temor que había sentido doce horas antes, después de haber rozado el Ferrari contra el árbol. De pronto, le parecía poco menos que ridículo haberse puesto así por algo tan banal como una abolladura en el chasis de un coche. Se acordó de lo ansioso que estaba por impresionar a Sophie y caerle bien. No hacía tanto tiempo de aquello, pero parecía que hubieran pasado siglos.

En el garaje estaba también el Ford Mondeo de Luke. En cambio, el Toyota Land Cruiser había desaparecido. Craig supuso que Luke se lo habría llevado la noche anterior.

Se acercó al Ferrari y tiró de la puerta, pero esta no se abrió. Volvió a intentarlo, pero estaba cerrada con llave.

—Me cago en todo —maldijo, masticando las palabras.

—¿Qué pasa? —preguntó Sophie.

—El coche está cerrado con llave.

—¡No!

Craig miró hacia dentro.

—Y las llaves no están.

—¿Cómo ha podido pasar?

Craig golpeó el techo del coche con el puño.

—Luke se daría cuenta de que el coche estaba abierto antes de marcharse. Quitaría la llave del contacto, cerraría el coche y la dejaría en la casa.

—¿Y qué hay del otro coche?

Craig intentó abrir la puerta del Ford, pero también estaba cerrada con llave.

—De todas formas, dudo que Luke tenga móvil en el coche.

—¿Podemos recuperar las llaves del Ferrari?

Craig torció el gesto.

—Quizá.

—¿Dónde se guardan?

—En el recibidor de las botas.

—¿El que da a la parte de atrás de la cocina?

Craig asintió con gesto sombrío.

—Lo que nos situaría a dos metros escasos de esos tíos y sus pistolas.

06.45

La máquina quitanieves avanzaba despacio por la carretera de dos carriles, abriéndose paso en la oscuridad. El Jaguar de Carl Osborne la seguía. Toni iba al volante del Jaguar, aguzando la vista mientras los limpiaparabrisas se afanaban en despejar la nieve que caía profusamente sobre el cristal. Ante ellos se extendía un paisaje inmutable: justo delante, los faros destellantes de la máquina quitanieves; a la derecha, un montículo de nieve recién formado por esta; a la izquierda, la nieve virgen que cubría la calzada y las llanuras aledañas hasta donde alumbraban los faros del coche.

La señora Gallo iba dormida con el cachorro en su regazo. Carl iba en el asiento del acompañante y guardaba silencio, ya fuera porque se había quedado dormido o porque estaba enfurruñado. Le había dicho lo mucho que detestaba que otros condujeran su coche, pero Toni había insistido en hacerlo y él se había visto obligado a consentírselo, puesto que ella tenía las llaves.

—Eres incapaz de ceder aunque sea un milímetro, ¿verdad? —había refunfuñado antes de enmudecer.

—Por eso soy tan buena poli —había replicado ella.

—Por eso no tienes marido —había apostillado su madre desde el asiento trasero.

De aquello había pasado más de una hora. Toni luchaba por seguir despierta pese al efecto hipnótico de los limpiaparabrisas, el amodorramiento que producía la calefacción del coche y la monotonía del paisaje. Casi deseó haber dejado que Carl fuera conduciendo. Pero tenía que conservar el control de la situación. Habían encontrado el vehículo de la fuga en el aparcamiento del hotel Dew Drop. En su interior había varias pelucas, bigotes falsos y gafas sin graduación que los ladrones habrían utilizado para disfrazarse, pero ni una sola pista sobre la dirección que pudo haber tomado la banda. El coche de la policía se había quedado en el hotel mientras los agentes interrogaban a Vincent, el joven recepcionista con el que Toni había hablado por teléfono. La máquina quitanieves había seguido hacia el norte por orden de Frank.

Por una vez, Toni estaba de acuerdo con él. Era de esperar que los ladrones cambiaran de vehículo en algún punto de su ruta en lugar de retrasar la huida dando un rodeo innecesario. Siempre cabía la posibilidad de que previeran el modo de pensar de la policía y eligieran deliberadamente un lugar que pusiera a sus perseguidores en la pista equivocada, pero según la experiencia de Toni, los delincuentes no eran tan precavidos. Una vez que tenían el botín en las manos, lo que querían era escapar lo más deprisa posible.

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