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Authors: Ken Follett

En el blanco (43 page)

BOOK: En el blanco
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La máquina quitanieves no se detenía ante los coches que encontraba parados a su paso. En la cabina del conductor, además de este, iban dos agentes de policía, pero tenían órdenes estrictas de limitarse a observar a los ocupantes de los vehículos atrapados en la nieve, pues a diferencia de los ladrones, ellos no iban armados. Algunos de los vehículos estaban abandonados, otros tenían uno o dos ocupantes en su interior, pero de momento no habían visto ninguno en el que viajaran dos hombres y una mujer. La mayoría de los coches ocupados arrancaban al paso de la máquina quitanieves y la seguían. Detrás del Jaguar se había formado ya una pequeña caravana.

Toni empezaba a dejarse vencer por el pesimismo. Ya tenían que haber encontrado a la banda. Al fin y al cabo, habían sali do del Dew Drop en un momento en que las carreteras eran poco menos que intransitables. No podían haber ido muy lejos

¿Tendrían algún tipo de escondrijo en los alrededores? No parecía probable. Los ladrones no solían esconderse cerca de la escena del crimen, más bien todo lo contrario. Mientras la caravana avanzaba hacia el norte, Toni se preguntaba con creciente inquietud si no se habría equivocado al suponer que habían partido en esa dirección.

Entonces avistó un letrero familiar que ponía «Playa» y se dio cuenta de que debían de estar cerca de Steepfall. Había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte de su plan. Tenía que llegar a la casa e informar a Stanley de lo sucedido.

Se acercaba el momento que tanto temía. Su trabajo consistía en impedir que algo así llegara a ocurrir. Había tenido varios aciertos: gracias a su insistencia, el robo se había descubierto más pronto que tarde, había obligado a la policía a tomarse en serio la amenaza biológica y salir en persecución de los ladrones, y Stanley no podía sino quitarse el sombrero por cómo se las había arreglado para llegar hasta él en medio de una fuerte ventisca. Pero Toni deseaba poder decirle que los ladrones habían sido detenidos y que la situación de emergencia había pasado, y en lugar de eso se disponía a comunicarle su propio fracaso. No sería, desde luego, el encuentro gozoso que había previsto.

Frank se había quedado en el Kremlin. Usando el teléfono del coche de Osborne,Toni lo llamó al móvil.

La voz de Frank resonó en los altavoces del Jaguar.

—Comisario Hackett.

—Soy Toni. La máquina quitanieves se acerca al desvío de la casa de Stanley Oxenford. Me gustaría informarle de lo sucedido.

—No necesitas mi permiso para hacerlo.

—No logro comunicarme con él por teléfono, pero la casa está a un kilómetro y medio de la carretera principal.

—Olvídalo. Ha llegado la unidad de respuesta .Vienen armados hasta los dientes y se mueren de ganas de entrar en acción. No voy a retrasar la búsqueda de la banda.

—Solo necesito la máquina quitanieves durante cinco o seis minutos, lo suficiente para despejar el camino de acceso, y después puedes olvidarte de mí, y de mi madre.

—Suena tentador, pero no estoy dispuesto a interrumpir la búsqueda durante cinco minutos.

—Es posible que Stanley pueda contribuir a la investigación. Al fin y al cabo, él es la víctima.

—La respuesta es no —insistió Frank, y colgó. Osborne había escuchado toda la conversación.

—Este coche es mío —dijo— . No pienso ir a Steepfall. Quiero seguir a la máquina quitanieves. De lo contrario, podría perderme algo.

—Puedes seguir al quitanieves. Nos dejas a mi madre y a mí en Steepfall y lo sigues de vuelta a la carretera principal. En cuanto haya informado a Stanley, le pediré un coche prestado y os alcanzaré.

—Me parece que Frank te acaba de frustrar los planes.

—Todavía no me he rendido —repuso Toni, y volvió a marcar el número de Frank.

Esta vez, la respuesta fue tajante:

—¿Qué quieres?

—Acuérdate de Johnny el Granjero.

—Vete a la mierda.

Estoy usando un manos libres y Carl Osborne está sentado a mi lado, escuchándonos a ambos. ¿Dónde has dicho que me vaya?

—Descuelga el puto teléfono.

Toni se acercó el auricular al oído para que Carl no pudiera oír a Frank.

—Llama al conductor de la máquina quitanieves, Frank. Por favor.

—Pero mira que eres hija de puta. Siempre me sales con el caso de Johnny el Granjero cuando sabes perfectamente que era culpable.

—Eso lo sabe todo el mundo. Pero solo tú y yo sabemos lo que hiciste para conseguir que lo declararan culpable.

—No serías capaz de decírselo a Carl.

—Está escuchando todas y cada una de mis palabras.

—Supongo que no serviría de nada apelar a tu lealtad —replicó Frank en tono de moralina.

—No, desde que te fuiste de la lengua con lo de Fluffy, el hámster.

Había dado en el blanco. Frank se puso a la defensiva.

—Carl no se rebajaría a sacar lo de Johnny. Somos amigos.

—Tu confianza en él es conmovedora —repuso Toni—, teniendo en cuenta que estamos hablando de un periodista.

Hubo una larga pausa.

—Decídete, Frank —dijo Toni al fin—. Faltan pocos metros para el desvío. O haces que la máquina quitanieves se aparte de la carretera o me paso la siguiente hora explicándole a Carl todo lo que sé sobre Johnny el Granjero.

Se oyó un clic, y luego un zumbido. Frank había colgado.

—¿De qué iba todo eso? —inquirió Carl.

—Si pasamos de largo por la próxima salida, te lo cuento.

Minutos después, la máquina quitanieves tomó la carretera secundaria que conducía a Steepfall.

07.00

Hugo yacía en el suelo embaldosado, inconsciente pero vivo.

Olga sollozaba desesperadamente. El pecho se le agitaba con cada nueva e incontrolable convulsión. Estaba al borde de la histeria.

Stanley Oxenford estaba pálido como la cera. Parecía un hombre al que acabaran de diagnosticar una enfermedad mortal. Miraba a Kit fijamente, y en su rostro se mezclaban la desesperación, la perplejidad y una rabia apenas contenida. «¿Cómo has podido?», decían sus ojos. Kit evitaba mirarlo.

Estaba que se lo llevaban los demonios. Todo le salía mal. Ahora su familia sabía que estaba compinchado con los ladrones y no se molestarían en encubrirlo, lo que significaba que la policía acabaría descubriendo toda la historia. Estaba condenado a vivir huyendo de la justicia. Apenas podía contener su ira. También tenía miedo. La muestra del virus descansaba sobre la mesa de la cocina en su frasco de perfume, protegida tan solo por dos delgadas bolsas de plástico transparente. El temor alimentaba su furia.

Nigel ordenó a Stanley y Olga que se acostaran boca abajo junto a Hugo, amenazándolos con la pistola. Estaba tan enfurecido por la paliza que Hugo le había propinado que no habría dudado en apretar el gatillo a la menor excusa. Kit no habría intentado detenerlo. También él se sentía capaz de matar a alguien.

Elton buscó algo con lo que atarlos y encontró cable eléctrico, una cuerda de tender y una soga resistente.

Daisy ató a Olga, a Stanley y a Hugo, que seguía inconsciente, anudándoles los pies y las manos a la espalda. Tensó bien las cuerdas para que laceraran la carne al menor movimiento y tiró de los nudos para asegurarse de que no podrían deshacerlos fácilmente. En sus labios se había dibujado aquella sonrisita sádica que esbozaba cuando hacía daño a otras personas.

—Necesito el teléfono —dijo Kit a Nigel.

—¿Por qué?

—Por si tengo que interceptar alguna llamada al Kremlin.

Nigel dudaba.

—¡Por el amor de Dios! —explotó Kit—. ¡Te he devuelto la pistola!

Nigel se encogió de hombros y le tendió el teléfono.

—¿Cómo puedes hacer esto, Kit? —le espetó Olga mientras Daisy se arrodillaba sobre la espalda de su padre—. ¿Cómo puedes consentir que traten así a tu familia?

—¡Yo no tengo la culpa! —replicó él en tono airado—. Si os hubierais portado bien conmigo, nada de esto habría pasado.

—¿Que tú no tienes la culpa? —preguntó Stanley, sin salir de su asombro.

—Primero me echaste a la calle y luego te negaste a ayudarme, así que acabé debiendo dinero a unos matones.

—¡Te eché porque me estabas robando!

—¡Soy tu hijo, tendrías que haberme perdonado!

—Y te perdoné.

—Demasiado tarde.

—Por el amor de Dios...

—¡Me he visto obligado a hacerlo!

Stanley habló con un tono en el que se mezclaban la autoridad y el desprecio, un tono que Kit recordaba de su infancia:

—Nadie se ve obligado a hacer algo así.

Kit detestaba aquel tonillo. Su padre solía utilizarlo cuando quería hacerle saber que había hecho algo especialmente estúpido.

—Tú no lo entiendes.

—Me temo que sí lo entiendo, demasiado bien. «Típico de ti», pensó Kit. Siempre creyéndose más listo que los demás. Pero en aquel preciso instante, mientras Daisy le ataba las manos a la espalda, parecía bastante idiota.

—¿De qué va todo esto, por cierto? —preguntó Stanley.

—Cierra el pico —ordenó Daisy.

Stanley hizo caso omiso de sus palabras.

—¿Qué demonios estáis tramando, Kit? ¿Y qué hay en ese frasco de perfume?

—¡Te he dicho que te calles! —Daisy le asestó un puntapié en la cara.

Stanley gruñó de dolor, y la sangre empezó a manar de su boca.

«Te está bien empleado», pensó Kit con un regocijo salvaje.

—Pon la tele, Kit —ordenó Nigel—. A ver si dicen cuándo cono dejará de nevar.

Estaban poniendo anuncios: de las rebajas de enero, de las vacaciones de verano, de créditos baratos. Elton cogió a Nellie del collar y la encerró en el comedor. Hugo se removió en el suelo, como si volviera en sí. Olga le habló en voz baja. En la pantalla apareció un presentador tocado con un sombrero de Papá Noel. Kit pensó con amargura en todas las familias que estarían a punto de iniciar un día de celebración.

—Anoche, una inesperada ventisca azotó Escocia —anunció el presentador—. Hoy, la mayor parte del país se ha levantado cubierta por un manto blanco.

—Me cago en todo —maldijo Nigel, recalcando cada palabra—. ¿Hasta cuándo vamos a quedarnos aquí atrapados? —Se espera que la tormenta, que ha obligado a decenas de conductores a detenerse en la carretera durante la noche, amaine con la salida del sol. Según las últimas previsiones, a media mañana ya se habrá producido el deshielo.

Kit se animó. Aún podían llegar a tiempo a la cita con el cliente.

Nigel pensó lo mismo.

—¿A qué distancia está el todoterreno, Kit?

—A poco más de un kilómetro.

—Nos iremos al alba. ¿Tienes el diario de ayer?

—Debe de haber uno por aquí... ¿para qué lo quieres?

—Para ver a qué hora sale el sol.

Kit entró en el estudio de su padre y encontró un ejemplar de
The Scotsman
sobre un atril. Se lo llevó a la cocina.

—El sol sale a las ocho y cuatro minutos —anunció.

Nigel consultó su reloj de muñeca.

—Falta menos de una hora.—Parecía preocupado—.Tenemos que hacer más de un kilómetro a pie por la nieve, y luego otros dieciséis en coche. Vamos a llegar por los pelos.—Nigel sacó un teléfono del bolsillo. Empezó a marcar un número, pero se detuvo—. Se ha quedado sin batería —dijo—. Elton, dame tu móvil.—Volvió a marcar el mismo número desde el teléfono  de éste—. Sí, soy yo, ¿qué vais a hacer con este tiempo? —Kit supuso que estaba hablando con el piloto del cliente—. Sí, debería empezar a amainar dentro de una hora más o menos... yo sí puedo llegar, pero ¿y vosotros? —Nigel fingía estar más seguro de sí mismo de lo que realmente estaba. Una vez que la nieve hubiera dejado de caer, el helicóptero podría despegar y volar a donde quisiera, pero ellos no lo tenían tan fácil porque viajaban por carretera—. Bien. Nos veremos a la hora acordada, entonces. Cerró la solapa del teléfono. En ese instante, el presentador dijo:

—Anoche, en plena tormenta, una banda de ladrones asaltó los laboratorios de Oxenford Medical, en las inmediaciones de Inverburn.

Un silencio sepulcral se instaló en la cocina. «Ya está.—pensó Kit—. Se ha descubierto el pastel.» —Los sospechosos se han dado a la fuga con varias muestras de un peligroso virus.

—Así que eso es lo que hay en el frasco de perfume... dedujo Stanley, hablando con dificultad a causa del labio partido—. ¿Os habéis vuelto locos?

—Carl Osborne nos informa desde el lugar de los hechos. En pantalla apareció una foto de Osborne sosteniendo el teléfono. Su voz sonaba a través de una línea telefónica.

—El virus mortal que ayer mismo acabó con la vida del técnico de laboratorio Michael Ross se encuentra ahora en manos de una banda de delincuentes. Stanley no daba crédito a sus oídos.

—Pero ¿por qué? ¿De veras creéis que podréis venderlo?

—Sé que puedo —replicó Nigel.

Osborne prosiguió:

—En una acción meticulosamente planeada, dos hombres y una mujer lograron burlar el sofisticado sistema de seguridad del laboratorio y acceder al nivel cuatro de bioseguridad, donde la empresa conserva muestras de virus letales para los que no existe cura.

—Pero, Kit... no les habrás ayudado a hacer algo así, ¿verdad? —preguntó Stanley.

Olga se le adelantó.

—Por supuesto que lo hizo. —Había un profundo desprecio en su voz.

—La banda redujo por la fuerza a los guardias de seguridad, dos de los cuales han resultado heridos, uno de ellos gravemente. Pero muchos más morirán si el virus Madoba-2 se propaga entre la población.

Stanley rodó sobre un costado y se sentó con dificultad. Tenía el rostro magullado, apenas podía abrir un ojo y la pechera de su pijama estaba manchada de sangre, pero seguía pareciendo la persona con más autoridad de toda la habitación

—Escuchad lo que dice ese hombre —les advirtió.

Daisy hizo amago de acercarse a él, pero Nigel la detuvo alzando la mano.

—Solo conseguiréis mataros —continuó Stanley—. Si lo que hay en ese frasco de perfume es realmente el Madoba-2, no existe antídoto. Si lo dejáis caer y el frasco se rompe, estáis muertos. Aunque se lo vendáis a otro y ese alguien se espere a que os hayáis marchado para liberar el virus, el Madoba-2 se propaga tan deprisa que podríais contagiaros y morir de todas formas.

La voz de Osborne lo interrumpió:

—Se cree que el Madoba-2 es más peligroso que la Peste Negra, que arrasó Gran Bretaña en... tiempos remotos.

Stanley alzó la voz para hacerse oír por encima de sus palabras.

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