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Authors: Ken Follett

En el blanco (15 page)

BOOK: En el blanco
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Caroline, que tenía diecisiete años, cargaba una jaula con varios ratones blancos. Nellie los olfateó con gran interés. Caroline se relacionaba con los animales como forma de evitar el trato con sus congéneres. Era una fase que atravesaban muchas chicas, pero Miranda opinaba que a sus diecisiete años ya se le debería haber pasado.

Craig, de quince años, cargaba dos bolsas de basura atiborradas de paquetes envueltos en papel de regalo. Había heredado la sonrisa traviesa de su padre y la elevada estatura de su madre. Dejó las bolsas en el suelo, saludó a la familia con gesto mecánico y se fue derecho a Sophie. Ya se conocían, recordó Miranda, de la fiesta de cumpleaños de Olga.

—¡Te has hecho un piercing en el ombligo! —exclamó el joven nada más verla—. ¡Qué pasada! ¿Te dolió?

Fue entonces cuando Miranda se dio cuenta de que había una desconocida en la habitación. La recién llegada se había detenido junto a la puerta que daba al vestíbulo, así que debía haber entrado por la puerta delantera. Era alta, y tan atractiva que era imposible no fijarse en ella: pómulos altos, nariz ligeramente aguileña, exuberante melena cobriza y deslumbrantes ojos verdes. Llevaba un traje sastre de color marrón con rayas blancas que se veía algo arrugado, y el maquillaje aplicado con mano experta no alcanzaba a disimular las huellas de cansancio bajo sus ojos. Observaba con aire divertido la escena en la concurrida cocina. Miranda se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

Los demás también se fueron dando cuenta de su presencia, y poco a poco se hizo silencio en la habitación, hasta que al final Stanley se dio la vuelta.

—¡Ah,Toni! —exclamó, levantándose de un brinco, y Miranda se sorprendió de lo contento que parecía—. Gracias por venir. Chicos, os presento a una compañera, Antonia Gallo.

La aludida sonrió como si opinara que no había nada más maravilloso que una gran familia bulliciosa. Tenía una sonrisa amplia, generosa, y labios carnosos. Miranda cayó en la cuenta de que era la ex policía que había pillado a Kit robando a la empresa familiar. Y pese a ello, su padre parecía tenerla en gran estima.

Stanley los presentó a todos, y Miranda se percató del orgullo con que lo hacía.

—Toni, te presento a mi hija Olga, su marido Hugo y los hijos de ambos: Caroline es la de las mascotas, y Craig es el alto. Mi otra hija, Miranda, su hijo Tom, su prometido Ned y la hija de Ned, Sophie. —Toni miró uno por uno a los miembros de la familia, asintiendo con simpatía y lo que parecía sincero interés. No era fácil memorizar ocho nombres de golpe, pero Miranda sospechaba que los recordaría todos sin esfuerzo—. Ese que está pelando zanahorias es Luke, y en los fogones tenemos a Lori. Nellie, a la señorita no le apetece roer tu hueso de ternera, aunque estoy seguro de que tu generosidad la habrá conmovido.

—Encantada de conoceros a todos —dijo Toni. Sonaba sincera, aunque parecía estar sometida a una presión.

—Menudo día, ¿no? —apuntó Miranda—. Siento mucho lo del técnico que se ha muerto.

—Fue Toni quien lo encontró —apuntó Stanley.

—¡Qué horror!

Toni asintió.

—Estamos bastante seguros de que no infectó a nadie más, gracias a Dios. Ahora solo nos queda esperar que la prensa no nos crucifique.

Stanley consultó su reloj.

—Perdonad —dijo volviéndose hacia su familia—. Vamos a ver las noticias en mi estudio.

Sostuvo la puerta para que Toni saliera y se fueron los dos.

Los chicos empezaron a hablar de sus cosas y Hugo le comentó algo a Ned sobre la selección de rugby escocesa. Miranda buscó la mirada de Olga. Habían olvidado por completo la discusión de antes.

—Es muy guapa... —comentó con aire pensativo.

—Sí —asintió Olga—. ¿Qué edad le echas? Yo diría que es más o menos como yo.

—Treinta y siete, treinta y ocho, sí. Y papá está más delgado.

—Ya me he fijado.

—Nada como una crisis para unir a dos personas.

—¿Verdad que sí?

—¿Tú qué opinas?

—Lo mismo que tú.

Miranda apuró su copa de vino.

—Eso me parecía.

13.00

Toni se sentía abrumada por la escena que acababa de presenciar en la cocina: adultos y niños, sirvientes y mascotas, bebiendo vino y preparando la comida, discutiendo y haciendo bromas. Había sido como llegar a una fiesta estupenda en la que no conocía a nadie. Quería unirse a ellos, pero se sentía excluida. Aquella era la vida de Stanley, pensó. Él y su mujer habían construido aquella familia, aquel hogar, aquella calidez. Toni lo admiraba por eso, y envidiaba a sus hijos. Seguramente no tenían ni idea de lo privilegiados que eran. Toni los había observado durante varios minutos, desconcertada y fascinada a la vez. Con razón estaba tan unido a su familia.

Constatarlo la entusiasmaba y la deprimía a un tiempo. Si se lo permitía, podía alimentar la fantasía de llegar a formar parte de aquella familia, de verse convertida en la mujer de Stanley, de quererlo a él y a sus hijos, de compartir el calor de aquella unión. Pero alejó ese sueño de su mente. Era imposible, y no debía torturarse. La misma fuerza de aquellos lazos familiares la mantenía excluida.

Cuando por fin se percataron de su presencia, las dos hijas, Olga y Miranda, la habían observado sin disimulo y la habían sometido a un cuidadoso examen: minucioso, descarado, hostil. Lori, la cocinera, la había mirado de un modo similar, aunque más discretamente.

Toni no podía sino comprender su reacción. Durante treinta años Marta había reinado en aquella cocina. Se habrían sentido desleales hacia ella si no se hubieran mostrado hostiles. Cualquier mujer por la que Stanley se sintiera atraído era una amenaza en potencia. Podía dividir a la familia; podía cambiar la actitud de su padre, desplazar sus afectos; podía darle hijos, hermanastros y hermanastras a los que la historia de la familia original apenas importaría, que no estarían unidos a ellos por los inquebrantables lazos de una infancia compartida. También podía quitarles parte de la herencia, y eso en el mejor de los casos. ¿Se habría percatado Stanley de aquella tensión latente? Mientras lo seguía hacia el estudio, sintió de nuevo la exasperante frustración de no saber qué estaría pensando.

El estudio era una habitación de aire masculino en la que había un escritorio de estilo Victoriano con cajoneras a ambos lados, una librería repleta de voluminosos tratados de microbiología y un sofá de cuero desgastado frente a la chimenea encendida. El perro los siguió y se estiró delante del fuego. Parecía una alfombra negra y rizada. Sobre la repisa de la chimenea descansaba la fotografía enmarcada de una adolescente de pelo oscuro con zapatillas de tenis, la misma chica que aparecía vestida de novia en la foto del despacho de Stanley. Sus breves pantalones cortos descubrían unas piernas largas y atléticas. El recargado maquillaje de los ojos y la diadema permitían deducir que la foto se había hecho en los años sesenta.

—¿Marta también era de ciencias? —preguntó Toni.

—No. Se licenció en filología inglesa. Cuando yo la conocí, daba clases de italiano en un instituto de Cambridge.

La respuesta sorprendió a Toni. Había dado por sentado que Marta compartía la pasión de Stanley por su trabajo. «Así que no hace falta tener un doctorado en biología para casarse con él», pensó.

—Qué guapa era.

—Deslumbrante —precisó Stanley—. Preciosa, alta, sexy, extranjera, un demonio con faldas, una rompecorazones en toda regla—. Yo caí fulminado nada más verla. Cinco minutos después de conocerla, ya estaba enamorado.

—¿Y ella de ti?

—Eso tardó un poco más. Vivía rodeada de admiradores. Los hombres hacían cola ante su puerta. Nunca llegué a entender por qué acabó eligiéndome a mí. Ella solía decir que no había nada más sexy que un buen ratón de biblioteca.

«Yo sí lo entiendo», pensó Toni. A Marta le había seducido lo mismo que a ella: la fortaleza de Stanley. Uno sabía enseguida que era la clase de hombre que hacía lo que decía y que era lo que aparentaba ser, un hombre en el que se podía confiar. Y eso por no hablar de sus otros encantos: era cercano, inteligente y hasta tenía buen gusto en el vestir.

Toni quería preguntarle «Pero ¿cómo te sientes ahora? ¿Sigues casado con su recuerdo?», pero Stanley era su jefe. No tenía derecho a preguntarle por sus sentimientos más íntimos. Y allí estaba Marta, sobre la repisa de la chimenea, blandiendo la raqueta de tenis como si fuera un garrote.

Mientras se sentaba en el sofá junto a Stanley, Toni trató de dejar las emociones a un lado y concentrarse en la crisis que tenían entre manos.

¿Has llamado a la embajada estadounidense? —le preguntó.

Sí. De momento he logrado tranquilizar a Mahoney, pero estará viendo las noticias como nosotros.

Muchas cosas dependían de lo que iba a suceder en los próximos minutos, pensó Toni. La empresa se salvaría o se iría al garete, y en función de lo que pasara Stanley podía acabar en bancarrota, ella podía quedarse sin trabajo y el mundo podía perder las aportaciones de un gran científico. «Que no cunda el pánico —se dijo a sí misma—. Sé práctica.» Sacó un bloc de notas de su cartera. Cynthia Creighton estaría grabando el telediario desde la oficina, así que podría volver a verlo más tarde, pero no quería perder la oportunidad de apuntar cualquier reflexión que se le ocurriera en aquel momento.

Las noticias locales se transmitían justo antes del telediario nacional.

La muerte de Michael Ross seguía acaparando los titulares, pero el seguimiento de la noticia no corría a cargo de Carl Osborne, sino de un locutor de la casa. Era una buena señal, pensó Toni esperanzada. Se habían acabado las risibles imprecisiones científicas de Carl. El presentador llamó al virus por su nombre, Madoba-2, y tuvo el detalle de señalar que el juez principal del distrito abriría una investigación para estudiar las circunstancias que habían rodeado la muerte de Michael.

—De momento, la cosa pinta bien —murmuró Stanley.

—Me da la impresión de que algún jefe de informativos vio el lamentable reportaje de Carl Osborne esta mañana mientras desayunaba y decidió asegurarse de que a partir de ahora se hacía una cobertura más seria de la noticia —observó Toni.

En la pantalla aparecieron las puertas del Kremlin.

—Los defensores de los derechos de los animales han aprovechado esta tragedia para organizar una manifestación delante de Oxenford Medical —dijo el locutor.

Toni se sintió gratamente sorprendida. Aquella afirmación era más favorable a sus intereses de lo que habría esperado, pues daba a entender que los manifestantes eran unos cínicos que manipulaban a los medios de comunicación.

Tras una breve toma de la manifestación, el reportaje ofrecía un plano del vestíbulo principal. Toni se oyó a sí misma, con un acento escocés más fuerte de lo que habría esperado, describiendo el sistema de seguridad del laboratorio. Aquello no era demasiado eficaz, pensó. No era más que una cabeza parlante disertando sobre alarmas y guardias de seguridad. Habría sido mejor dejar que filmaran la cámara de acceso al NBS4, con su sistema de reconocimiento de huellas digitales y aquellas pesadas puertas de cierre hermético que recordaban las escotillas de un submarino. Las imágenes siempre resultaban más elocuentes que las palabras.

Entonces se vio a Carl Osborne preguntando: —¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?

Toni se inclinó hacia delante. Había llegado la hora de la verdad.

A continuación se vio el diálogo entre Carl y Stanley, en el que el primero se dedicaba a plantear desenlaces catastróficos y Stanley a asegurar su escasísima probabilidad. Aquello les perjudicaba, pensó Toni. Los espectadores retendrían la idea de que la fauna local podía haberse infectado, por más que Stanley negara rotundamente esa posibilidad.

—Pero Michael podía haber contagiado a otras personas —sugirió Osborne.

A lo que Stanley repuso en tono grave: —Así es, a través de los estornudos.

Por desgracia, cortaron el diálogo justo en ese punto.

—Maldita sea —masculló Stanley.

—Todavía no se ha acabado —observó Toni. La cosa podía ir a mejor... o a peor.

Toni deseó que mostraran la apresurada intervención con la que había intentado contrarrestar la imagen de autocomplacencia de la empresa asegurando que Oxenford Medical no estaba intentando minimizar los riesgos. Pero en lugar de eso pusieron una toma de Susan Mackintosh hablando por teléfono, con una voz en off que explicaba que la empresa estaba llamando a todos sus empleados para averiguar si habían estado en contacto con Michael Ross. Aquello estaba mejor, pensó Toni con alivio. El peligro se había planteado sin rodeos, pero al menos se veía que la empresa se esforzaba por hacer cuanto estaba a su alcance para remediar la situación. La última toma de la rueda de prensa era un primer plano de Stanley en el que afirmaba en tono grave y rotundo:

—Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.

—Eso ha estado bien —dijo Toni.

—¿Crees que bastará para contrarrestar el diálogo con Osborne sobre la posibilidad de que la fauna local se viera infectada?

—Creo que sí. Suenas muy tranquilizador.

Entonces se vio a los empleados del comedor repartiendo bebidas humeantes entre los manifestantes congregados en la nieve.

—¡Genial, lo han sacado! —exclamó Toni.

—Yo no había visto esto —dijo Stanley—. ¿De quién ha sido la idea?

—Mía.

Carl Osborne plantó su micrófono ante las narices de una empleada del comedor y dijo:

—Estas personas se están manifestando contra su empresa. ¿Por qué les ofrecen café?

—Porque aquí hace un frío que pela —le espetó la mujer.

Toni y Stanley soltaron una carcajada, encantados con el desparpajo de la empleada y el espaldarazo que suponía para la empresa.

Entonces volvió a aparecer el locutor en pantalla y dijo:

—Esta mañana el primer ministro escocés ha hecho pública una declaración oficial. Leemos sus palabras: «Hoy he hablado con representantes de Oxenford Medical, la policía de Inverburn y las autoridades sanitarias locales, y me complace comunicar que se está haciendo todo lo posible para garantizar que la población no se vea expuesta a nuevos peligros de este tipo». Y ahora, otros titulares.

—Dios mío, creo que nos hemos salvado —suspiró Toni.

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