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Authors: Ken Follett

En el blanco (12 page)

BOOK: En el blanco
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La miró a los ojos. Sophie no pudo sostener su mirada. Bajó la vista, se dio la vuelta y abrió el cajón superior de una cómoda. Estaba repleto de ropa interior.

—Saca también cinco sostenes —ordenó Miranda.

Sophie empezó a sacar las prendas.

«Crisis superada», pensó Miranda. Abrió la puerta del armario.

—Vas a necesitar un par de vestidos para cenar. —Sacó un vestido rojo con tirantes finos, demasiado sexy para una adolescente de catorce años—. Este es bonito —mintió.

Sophie se relajó un poco.

—Es nuevo.

—Deberíamos envolverlo para que no se arrugue. ¿Sabes si hay papel de seda?

—En un cajón de la cocina, creo.

—Yo iré a por él. Tú, mientras, busca un par de vaqueros limpios.

Miranda bajó las escaleras, sintiendo que empezaba a encontrar el punto justo entre la amabilidad y la autoridad en su relación con Sophie. Ned y Tom estaban en el salón, viendo la tele. Miranda entró en la cocina y le preguntó elevando la voz:

—Ned, ¿sabes dónde está el papel de seda?

—Lo siento, no tengo ni idea.

—No sé por qué me molesto en preguntártelo —farfulló Miranda, y empezó a abrir cajones.

Al final encontró un poco de papel de seda en el fondo de un aparador, junto con varios objetos de costura. Tuvo que arrodillarse en el suelo embaldosado para sacar el fajo de papel de debajo de una caja de cintas. Le costó trabajo hurgar en el interior del mueble, y notó como la sangre se le agolpaba en la cabeza. «Esto es ridículo —pensó—. Solo tengo treinta y cinco años, debería poder agacharme sin esfuerzo. Tengo que perder cinco kilos. Adiós a las patatas asadas con el pavo de Navidad.»

Mientras sacaba el papel de seda del aparador, se abrió la puerta trasera y se oyeron pasos de mujer. Miranda levantó los ojos y se encontró con Jennifer.

¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó esta. Era una mujer menuda, pero se las arreglaba para parecer temible, con su ancha frente y la prominente nariz. Iba muy elegante, con un traje sastre entallado y botas de tacón.

Miranda se incorporó, jadeando ligeramente. Para su vergüenza, notó que una gota de sudor le resbalaba por el cuello.

—Estaba buscando papel de seda.

—Eso ya lo veo. Quiero saber qué haces en mi casa para empezar.

Ned apareció en el umbral de la puerta.

—Hola, Jenny. No te he oído entrar.

—Salta a la vista que no te ha dado tiempo de hacer sonar la alarma —replicó con sarcasmo.

—Lo siento —dijo él—, pero le he pedido a Miranda que entrara y...

—¡Pues no tendrías que haberlo hecho! —interrumpió Jennifer—. No quiero a tus mujeres en mi casa.

Lo había dicho como si Ned tuviera un harén, cuando lo cierto era que solo había salido con dos mujeres desde que había roto con ella. Con la primera solo había quedado una vez, y la segunda había sido Miranda. Pero habría parecido infantil recordárselo en aquel momento. En lugar de eso, Miranda dijo:

—Solo intentaba ayudar a Sophie.

—Mi hija es cosa mía. Por favor, vete de mi casa.

Ned intervino:

—Lo siento si te hemos asustado, Jenny, pero...

—No te molestes en pedir disculpas, solo sácala de aquí.

Miranda se puso roja como un tomate. Nadie había sido tan grosero con ella en toda su vida.

—Será mejor que me vaya —musitó.

—Eso es —repuso Jennifer.

—Saldré con Sophie tan pronto como pueda —dijo Ned.

Miranda estaba tan enfurecida con él como con Jennifer, aunque todavía no sabía muy bien por qué. Se encaminó al vestíbulo.

—Puedes usar la puerta de atrás —le espetó Jennifer.

Para su vergüenza, Miranda dudó un segundo. Miro a Jenifer y vio en su rostro un amago de sonrisa. Eso le dio el valor que necesitaba.

—No lo creo —respondió serenamente. Y siguió caminando hasta la puerta delantera.

—Tom, nos vamos —dijo, alzando la voz.

—Un segundo! —contestó el niño a voz en grito.

Miranda entró en el salón, donde su hijo estaba viendo la televisión. Lo cogió por la muñeca, lo obligó a levantarse y lo sacó a rastras.

—Me haces daño! —protesto.

Miranda salió dando un portazo.

—La próxima vez, ven cuando te llame.

Cuando se subió al coche, tenía ganas de llorar. Ahora tenía que quedarse allí esperando, como una criada, mientras Ned estaba en la casa con su ex mujer. ¿Habría planeado Jennifer aquella escenita solo para humillarla? Era posible. Ned se había comportado como un verdadero calzonazos. Ahora sabía por qué estaba tan furiosa con él. Había consentido que Jennifer la insultara sin decir una sola palabra en su defensa. Lo único que hacía era disculparse una y otra vez. ¿Y por qué? Si Jennifer se hubiera molestado en prepararle el equipaje a su hija, o si por lo menos la hubiera puesto a ella a hacerlo, Miranda no habría tenido que entrar en la casa. Y lo peor de todo era que se había desquitado con su hijo. Debería haberle gritado a Jennifer, no a Tom.

Lo miró por el espejo retrovisor.

—Tommy, siento haberte hecho daño —dijo.

No pasa nada —contestó el chico sin apartar los ojos de la Game Boy. —Siento no haber venido cuando me has llamado.

—Entonces estamos en paz —concluyó Miranda.

Una lágrima rodó por su mejilla, y la secó rápidamente.

11.00

—Los virus matan a miles de personas todos los días —empezó Stanley Oxenford—. Cada diez años, aproximadamente, una epidemia de gripe mata a cerca de veinticinco mil personas en el Reino Unido. En 1918, la gripe causó más bajas que la Primera Guerra Mundial. En el año 2002, tres millones de personas murieron a causa del sida, provocado por el virus de inmunodeficiencia humano. Y los virus están presentes en el diez por ciento de los casos de cáncer.

Toni escuchaba atentamente, sentada junto a él en el vestíbulo principal, bajo las vigas barnizadas de la bóveda neogótica. Stanley parecía tranquilo y dueño de sí mismo, pero ella lo conocía lo bastante bien para percibir el temblor apenas audible que la tensión imprimía a su voz. La amenaza de Laurence Mahoney le había sentado como un mazazo, y el temor a perder cuanto tenía era tan grande que a duras penas lograba ocultarlo bajo aquella apariencia de serenidad.

Observó los rostros de los periodistas allí congregados. ¿Escucharían lo que tenía que decirles y comprenderían la importancia de su trabajo? Conocía bien a los periodistas. Algunos eran inteligentes, muchos estúpidos. Unos pocos creían en la verdad, pero la mayoría se limitaba a escribir la historia más sensacionalista que podía sin pillarse demasiado los dedos. Le indignaba que tuvieran en sus manos el destino de un hombre como Stanley. Sin embargo, el poder de los tabloides era un hecho indiscutible de la vida moderna. Si un número suficiente de aquellos gacetilleros decidía retratar a Stanley como un científico loco en su castillo de Frankenstein, los estadounidenses podrían sentirse lo bastante incómodos con la situación para retirarle su apoyo económico.

Y eso sería trágico, no solo para Stanley, sino para la toda humanidad. Sin duda, otra persona se encargaría de concluir el proceso de experimentación del fármaco antiviral, pero un Stanley arruinado y destrozado no podría inventar más panaceas. Toni pensó con rabia que le gustaría abofetear la cara de tontos de los periodistas y decirles: «¡Eh, despertad, también es vuestro futuro el que está en juego!».

—Los virus forman parte de la vida, pero no tenemos por qué aceptarlos resignadamente —prosiguió Stanley. Toni admiraba su forma de hablar. Su voz sonaba ponderada y relajada a la vez. También utilizaba aquel tono cuando quería explicar algo a sus colegas más jóvenes. Por eso sus disertaciones sonaban más bien como una conversación amistosa—. Los científicos podemos vencer a los virus. Antes del sida, la enfermedad más temida por el hombre era la viruela, hasta que un científico llamado Edward Jenner descubrió la vacuna en el año 1796. Hoy la viruela se ha erradicado. Del mismo modo, la incidencia de la polio es nula en grandes zonas del mundo. Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer, y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.

Una mujer levantó la mano y preguntó:

—¿A qué campo de investigación se dedican ustedes exactamente?

Toni se adelantó a Stanley:

—¿Le importaría identificarse, por favor?

—Edie McAllan, corresponsal para temas científicos del
Scotland on Sunday
.

Cynthia Creighton, que estaba sentada al otro lado de Stanley, tomó nota del nombre.

—Hemos desarrollado un fármaco antiviral —contestó Stanley—. No es algo frecuente. Existen muchos fármacos antibióticos, que eliminan a las bacterias, pero pocos atacan a los virus.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó un hombre, y añadió—: Clive Brown, del
Daily Record
.

El
Record
era un diario sensacionalista. Toni estaba satisfecha con el rumbo que iban tomando las preguntas. Quería que la prensa se concentrara en los aspectos científicos de la cuestión. Cuanto mejor entendieran lo que allí se hacía, menos probabilidades había de que publicaran disparates capaces de perjudicar a la empresa.

—Las bacterias o gérmenes —contestó Stanley— son seres diminutos que pueden observarse con un microscopio normal. Cada uno de nosotros es el anfitrión de millones de bacterias. Muchas de ellas son útiles, como por el ejemplo las que nos ayudan a digerir la comida o a deshacernos de las células cutáneas muertas. Unas pocas son causantes de enfermedades, y algunas de estas pueden tratarse con antibióticos. Los virus son seres vivos más pequeños y simples que las bacterias. Hace falta un microscopio de electrones para verlos. Los virus no se pueden reproducir a sí mismos, así que lo que hacen es apropiarse de la maquinaria bioquímica de una célula viva y obligarla a fabricar copias del virus. Ninguno de los virus conocidos posee utilidad alguna para el ser humano, y disponemos de pocas medicinas para combatirlos. Por eso, el descubrimiento de un nuevo fármaco antiviral es una gran noticia para la humanidad.

—Concretamente ¿qué virus combate vuestro fármaco? —preguntó Edie McAllan.

Otra pregunta científica. Toni empezaba a creer que la conferencia de prensa iba a ser exactamente lo que Stanley y ella deseaban que fuera. Reprimió su propio optimismo a regañadientes. Sabía, por su experiencia en la oficina de prensa de la policía, que un periodista podía formular preguntas serias e inteligentes para luego volver a la redacción y escribir una sarta de infundios incendiarios. Incluso si el redactor de turno entregaba un artículo veraz y cabal, algún editor ignorante o irresponsable podía venir después y reescribirlo.

—Esa es la pregunta a la que intentamos dar respuesta —contestó Stanley—. Estamos experimentando el fármaco con una serie de virus para determinar su alcance.

—¿Incluye eso a los virus peligrosos? —preguntó Clive Brown.

—Sí —contestó Stanley—. Nadie está interesado en combatir a los virus inofensivos.

Se oyeron risas entre los periodistas. Era una respuesta ingeniosa a una pregunta tonta. Pero Brown parecía molesto, y Toni sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Un periodista humillado no se detendría ante nada para tomar revancha. Toni intervino rápidamente:

—Me alegro de que haya hecho esa pregunta, Clive —empezó, en un intento de apaciguarlo—. En Oxenford Medical aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes a los laboratorios donde se utilizan materiales especiales. En el NBS4, cuyas siglas corresponden a Nivel de Bioseguridad Cuatro, el sistema de alarma está directamente conectado con la jefatura de la policía regional, situada en Inverburn. Hay guardias de seguridad custodiando los laboratorios veinticuatro horas al día, y esta mañana he dado orden de duplicar el número de efectivos. Como medida de precaución adicional, los guardias de seguridad no pueden acceder al NBS4, pero controlan cuanto ocurre en su interior a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión.

Brown no parecía dispuesto a enterrar el hacha de guerra.

—Si vuestro sistema de seguridad es tan perfecto, ¿cómo se las arregló ese hámster para escapar del laboratorio?

Toni estaba preparada para aquella pregunta.

—Permítame algunas aclaraciones. En primer lugar, no se trataba de un hámster. Esa información se la habrá facilitado la policía, y no es correcta. —Toni había pasado información falsa a Frank para ponerlo a prueba, y este había caído en su trampa, delatándose como la fuente que había filtrado la noticia—. Por favor, recurran a nosotros para saber lo que ocurre aquí dentro. El animal en cuestión era un conejo, y desde luego no se llamaba Fluffy.

Una carcajada general acogió estas últimas palabras, y hasta Brown esbozó una sonrisa.

—En segundo lugar, alguien se llevó al conejo del laboratorio a escondidas en el interior de una bolsa de deportes, y esta misma mañana hemos establecido el registro obligatorio de todos los bultos a la entrada del NBS4 para asegurarnos de que no vuelva a ocurrir. En tercer lugar, yo no he dicho que nuestro sistema de seguridad sea perfecto. He dicho que aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes. Es lo mejor que podemos hacer hoy por hoy los seres humanos.

—Entonces admiten ustedes que su laboratorio es una amenaza para los ciudadanos escoceses.

—De ningún modo. Están ustedes más seguros aquí de lo que estarían conduciendo por la M8 o viajando en avión desde Prestwick. Los virus matan a muchas personas todos los días, pero solo una persona ha muerto a causa de un virus procedente de nuestro laboratorio, y no era un ciudadano escocés de a pie, sino un empleado que quebrantó las reglas y puso su vida en peligro de forma consciente y deliberada.

En general, la rueda de prensa marchaba bastante bien, pensó Toni, atenta a la siguiente pregunta. Las cámaras de televisión filmaban sin cesar, los destellos de los flashes se sucedían y Stanley se expresaba como lo que era, un brillante científico con un fuerte sentido de la responsabilidad. Pero Toni temía que los noticiarios descartaran las imágenes desdramatizadoras de la rueda de prensa en favor de los jóvenes que se habían congregado a las puertas de Oxenford Medical y que coreaban consignas en contra de la experimentación con animales. Deseaba poder ofrecer a los cámaras algo más interesante.

Carl Osborne, el amigo de Frank, tomó entonces la palabra. Era un hombre atractivo, más o menos de la misma edad que Toni, con rasgos de estrella del celuloide y un pelo demasiado rubio para ser natural.

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