Authors: Ken Follett
—¿Así que un animal salió del laboratorio e infectó al técnico mientras este trabajaba sin traje de aislamiento?
—No sé qué ocurrió, y no quiero que empiecen a circular rumores sin fundamento. ¿Podríamos concentrarnos en la salud pública, al menos de momento?
—A la orden. Pero la salud pública no es lo único que te preocupa. También quieres proteger a la empresa y a tu querido profesor Oxenford.
Toni se preguntó por qué había elegido aquel calificativo para el profesor, pero antes de que pudiera reaccionar empezó a sonar un teléfono dentro de su casco.
—Tengo una llamada —le dijo a Frank—. Perdona.
Sacó el intercomunicador del casco y se lo puso. Volvió a sonar el tono de llamada, luego un silbido que indicaba el establecimiento de la comunicación, y entonces oyó la voz de un guardia de seguridad que le hablaba desde la centralita del Kremlin.
—La doctora Solomons para la señora Gallo.
—¿Sí? —dijo Toni.
La doctora se puso al teléfono.
—Michael ha muerto.
Toni cerró los ojos.
—Dios, Ruth, cuánto lo siento.
—Habría muerto aunque lo hubiéramos encontrado veinticuatro horas antes. Estoy casi segura de que tenía el Madoba-2.
—Hemos hecho cuanto hemos podido —dijo Toni, la voz embargada de dolor.
—¿Tienes idea de cómo ha podido pasar?
Toni no quería revelar mucha información delante de Frank.
—Estaba preocupado por la crueldad hacia los animales, y creo que seguía afectado por la muerte de su madre, hace un año.
—Pobre chico.
—Ruth, tengo aquí a la policía. Luego te llamo.
—Vale.
La comunicación se cortó. Toni se quitó el intercomunicador.
—Así que ha muerto —observó Frank.
—Se llamaba Michael Ross, y al parecer contrajo un virus llamado Madoba-2.
—¿Qué clase de animal encontrasteis en la casa?
Sin apenas pensarlo,Toni decidió tender una pequeña trampa a Frank:
—Un hámster —dijo—. Se llamaba Fluffy.
—¿Es posible que haya más personas infectadas?
—Esa es la gran pregunta. Michael vivía solo en esta casa. No tenía familia y muy pocas amistades. Cualquiera que lo hubiera visitado antes de que enfermara estaría a salvo, a menos que hiciera algo muy íntimo, como compartir una aguja hipodérmica. Así que existen bastantes posibilidades de que el virus no se haya propagado. —Toni estaba minimizando deliberadamente la gravedad de la situación. Si su interlocutor hubiera sido Kincaid, habría sido más sincera, pues sabía que él no haría cundir el pánico. Con Frank era distinto—. Pero evidentemente nuestra prioridad debe ser establecer contacto con todas las personas a las que Michael pueda haber visto en los últimos dieciséis días.
Frank intentó un nuevo acercamiento.
—Te he oído decir que estaba preocupado por la crueldad hacia los animales. ¿Pertenecía a alguna asociación de defensa de los animales?
—Sí, a Amigos de los Animales.
—¿Cómo lo sabes?
—He echado un vistazo a sus objetos personales.
—Eso es trabajo de la policía.
—Estoy de acuerdo, pero tú no puedes entrar en la casa.
—Podría ponerme uno de esos trajes.
—No se trata solo del traje. Tienes que poseer formación específica sobre cómo proceder en caso de accidente biológico para poder ponerte un traje de aislamiento.
Frank volvía a dar señales de enfado.
—¡Entonces sácame las cosas para que las vea!
—¿Por qué no hago que alguien de mi equipo te envíe todos sus documentos por fax? También podríamos descargar todo el disco duro de su ordenador desde Internet.
—¡Quiero los originales! ¿Qué tratas de ocultarme?
—Nada, te lo prometo. Pero tenemos que descontaminar todo lo que hay en la casa, ya sea con líquido desinfectante o con vapor a alta presión. Ambos procesos destruyen el papel, y podrían dañar el ordenador.
—Voy a hacer cambiar este protocolo. Me pregunto si el inspector jefe está al tanto del gol que Kincaid se ha dejado colar.
Toni empezaba a estar harta. Eran las tantas de la madrugada, se enfrentaba a una crisis de las gordas y para colmo tenía que intentar no herir los sentimientos de un ex amante resentido.
—Ay, Frank, por el amor de Dios... puede que tengas razón, pero esto es lo que hay, así que podríamos intentar olvidar el pasado y trabajar en equipo, ¿no crees?
—Tu idea del trabajo en equipo es que todo el mundo haga lo que tú dices.
Toni soltó una carcajada.
—Vale. ¿Cuál crees que debería ser nuestro siguiente paso?
—Informaré a la consejería de Salud Pública, que según el protocolo es la que debe llevar la voz cantante. Me imagino que en cuanto hayan localizado a su asesor en materia de peligro biológico, querrán concertar una reunión aquí con él a primera hora de la mañana. Mientras tanto, deberíamos empezar a buscar a todo aquel que pueda haber estado en contacto con Michael Ross. Haré que un par de agentes empiece a llamar a todos los teléfonos de esa libreta de direcciones. Sugiero que te encargues de interrogar a los empleados del Kremlin. Lo ideal sería disponer de esa información cuando nos reunamos con los de la consejería de Salud Pública.
—De acuerdo. —Toni dudó un instante. Quería preguntarle algo a Frank. Su mejor amigo era Carl Osborne, periodista de una cadena de televisión local que valoraba más el impacto de las noticias que la precisión informativa. Si Carl se enteraba de aquello, podía organizar un lío formidable.
Toni sabía que la forma de sacarle algo a Frank era hablándole con toda naturalidad, sin parecer autoritaria ni necesitada. —Hay un apartado del protocolo que debo comentarte —empezó—. Dice que no se harán declaraciones a la prensa sin antes hablar con todas las partes interesadas, lo que incluye la policía, la consejería de Salud Pública y la empresa.
—Por mí, perfecto.
—Te lo comento porque esto no tiene por qué convertirse en motivo de alarma para la población. Lo más probable es que nadie se halle en peligro.
—Bien.
—No queremos ocultar información, pero las declaraciones deben ser muy medidas y transmitir tranquilidad. No tiene por qué cundir el pánico.
Frank esbozó una sonrisa burlona.
—Temes que empiecen a circular artículos sensacionales sobre un grupo de hámsters asesinos que asolan Escocia?
Estás en deuda conmigo, Frank. Espero que lo recuerdes.
La sonrisa desapareció del rostro de Frank.
—Yo a ti no te debo nada.
Toni bajó la voz, aunque no había nadie cerca.
—¿Ya te has olvidado de Johnny Kirk, el Granjero?
Kirk era un traficante de cocaína a gran escala. Había nacido en el conflictivo barrio de Glasgow conocido como Garscube Road y nunca había visto una granja en su vida, pero se había ganado ese apodo debido a las enormes botas de caucho verde que siempre llevaba puestas para mitigar el dolor de los callos que tenía en los pies. Frank había logrado reunir pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Durante el juicio, por casualidad, Toni había encontrado una prueba que podía haber ayudado a la defensa. Se lo comentó a Frank, pero este nunca llegó a informar al tribunal. Johnny era a todas luces culpable y Frank había conseguido que lo enviaran a la cárcel, pero si la verdad salía a la luz algún día su carrera se iría al garete.
—¿Me estás amenazando con sacar eso otra vez si no hago lo que quieres? —replicó Frank, visiblemente irritado.
—No, solo te recuerdo que cuando necesitaste que yo guardara silencio sobre algo, lo hice.
Frank volvió a cambiar de actitud. Por un momento había llegado a parecer asustado, pero ahora volvía a ser el mismo Frank arrogante de siempre.
Todos nos saltamos las reglas de vez en cuando. Es ley de vida.
Claro. Y yo te estoy pidiendo que no filtres esto a tu amigo Carl Osborne, ni a nadie de la prensa. Frank sonrió.
—Toni, por Dios —dijo, fingiendo una indignación que estaba lejos de sentir—. Yo nunca haría algo así.
Kit Oxenford se despertó temprano, sintiéndose expectante y angustiado a la vez. Era una sensación extraña.
Se disponía a asaltar Oxenford Medical.
La sola idea lo llenaba de euforia. Sería su mejor jugada de todos los tiempos. Pasaría a la posteridad bajo titulares del tipo «El crimen perfecto». Mejor aún, le permitiría vengarse de su padre. La empresa se vendría abajo y Stanley Oxenford acabaría arruinado. De algún modo, la certeza de que el viejo nunca llegaría a enterarse de quién le había hecho aquello le generaba más placer aún. Sería una satisfacción secreta que Kit podría saborear durante el resto de su vida.
Pero Kit también se notaba angustiado, algo poco habitual en él. No era muy dado a las cavilaciones. Fuera cual fuese el lío en que estuviera metido, por lo general le bastaba con un poco de labia para salir indemne. Rara vez hacía planes.
Aquello sí lo había planeado. Quizá fuera ese el problema.
Se quedó en la cama con los ojos cerrados, pensando en los obstáculos que debía superar.
Primero, estaban los elementos físicos de seguridad que rodeaban el Kremlin: la doble valla, el alambre de espino, las luces, las alarmas contra intrusos. Esas alarmas estaban protegidas por interruptores antisabotaje, sensores de impactos y complejas redes eléctricas capaces de detectar el menor cortocircuito.
Las alarmas estaban directamente conectadas con el cuartel general de la policía regional, situado en Inverburn, a través de una línea telefónica que el sistema comprobaba de forma rutinaria para asegurar su correcto funcionamiento.
Ninguna de todas esas medidas de seguridad iba a impedir que Kit y sus compinches entraran en los laboratorios.
Luego estaban los guardias, que supervisaban las zonas más importantes a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión que barrían el recinto cada hora. Los monitores estaban equipados con interruptores polarizados de alta seguridad capaces de detectar cualquier cambio en el equipo, como por ejemplo si alguien reemplazara la señal de una de las cámaras por la de un aparato de vídeo.
Kit también había pensado en la manera de sortear ese obstáculo.
Por último, estaba el complejo sistema de control de acceso, que incluía tarjetas magnéticas con la foto del usuario autorizado y un chip con pormenores de su huella digital.
Burlar el sistema no era tarea sencilla, pero Kit sabía cómo hacerlo.
Era analista de sistemas y había sido el primero de su promoción, pero contaba con una ventaja todavía más importante: había diseñado el software que controlaba todo el sistema de seguridad del Kremlin. Era obra suya de principio a fin. Había hecho un trabajo magnífico para el ingrato de su padre, y el sistema era prácticamente inexpugnable para cualquier intruso, pero Kit conocía sus secretos.
Hacia la medianoche de aquel día, entraría en el templo sagrado, el laboratorio NBS4, el lugar más seguro de toda Escocia. Con él entrarían su cliente, un londinense discretamente amenazador llamado Nigel Buchanan, y dos colaboradores. Una vez dentro, Kit abriría la cámara refrigerada con un sencillo código de cuatro dígitos. Entonces Nigel podría robar las muestras del nuevo y precioso fármaco antiviral de Stanley Oxenford.
Las muestras no seguirían en su poder mucho tiempo. Nigel tenía un plazo de entrega muy ajustado. A las diez de la mañana del día siguiente, día de Navidad, tenía que hacérselas llegar al cliente. Kit no conocía el motivo del plazo límite. Tampoco sabía quién era el cliente, aunque lo suponía. Tenía que ser alguna multinacional farmacéutica. Disponer de una muestra para analizar les ahorraría años de investigación. Podían fabricar su propia versión del fármaco en cuestión en lugar de pagar millones a Oxenford a cambio de una licencia de patente. Era un fraude en toda regla, pero cuando había tanto dinero en juego eran pocos los que conservaban sus escrúpulos. Kit imaginaba al distinguido presidente de la multinacional en cuestión, con su pelo plateado y su traje de raya diplomática, preguntando con la mayor de las hipocresías: «¿Puede usted asegurarme sin sombra de duda que ningún empleado de nuestra empresa ha violado la ley para obtener esta muestra?».
En opinión de Kit, lo mejor de su plan era que la intrusión pasaría desapercibida hasta mucho después de que Nigel y él hubieran abandonado el Kremlin. Estaban a martes, día de Nochebuena. Los dos días siguientes serían festivos. Como muy pronto, la alarma saltaría el viernes, cuando uno o dos científicos adictos al trabajo se presentaran en el laboratorio. Pero había bastantes probabilidades de que nadie se percatara del robo entonces, y menos durante el fin de semana, lo que significaba que Kit y su banda tenían hasta el lunes de la semana siguiente para borrar las huellas de su paso por el Kremlin. Era más que suficiente.
Pero entonces, ¿por qué se sentía tan asustado? Le vino a la mente el rostro de Toni Gallo, la jefa de seguridad nombrada por su padre. Era una pelirroja pecosa, muy atractiva si a uno le iban las mujeres atléticas, aunque tenía demasiada personalidad para el gusto de Kit. ¿Era ella el motivo de sus temores? En el pasado la había subestimado, y el resultado había sido nefasto.
Pero ahora tenía un plan perfecto.
—Genial —dijo en voz alta, intentando convencerse a sí mismo.
—¿Qué es genial? —preguntó una voz femenina a su lado.
Kit se sobresaltó. Había olvidado que no estaba solo. Abrió los ojos. El piso estaba oscuro como boca de lobo.
—¿Qué es genial? —insistió la misma voz.
—Tu forma de bailar —contestó él, improvisando. La había conocido la noche anterior en una discoteca.
—Tú tampoco lo haces nada mal —repuso ella con un fuerte acento de Glasgow—. Mueves los pies que da gusto.
Kit se estrujó la sesera intentando recordar su nombre.
—Maureen... —dijo. Con semejante nombre, solo podía ser católica. Se volvió sobre un costado y la rodeó con el brazo mientras trataba de recordar su aspecto. Tenía buenas curvas. No le gustaban las chicas demasiado delgadas. Maureen se pegó a él de buen grado. ¿Rubia o morena?, se preguntó. Tenía su morbo, montárselo con una chica sin saber qué aspecto tenía. Se disponía a acariciarle los senos cuando recordó qué día era, y las ganas se le pasaron de golpe—. ¿Qué hora es? —preguntó.
—Es hora de follar —contestó Maureen, expectante.
Kit se apartó de ella. El reloj digital del aparato de música señalaba las 07.10.