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Authors: Ken Follett

En el blanco (6 page)

BOOK: En el blanco
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Era muy pronto, pero su cerebro se había puesto en marcha como el motor de su Ferrari, pensó Toni. Sin embargo, se equivocaba.

—He sido yo la que ha montado todos esos controles de seguridad —señaló—, y te aseguro que no existe el sistema perfecto.

—En eso tienes toda la razón, desde luego. —Si se le daban argumentos de peso, Stanley era capaz de recapacitar y cambiar de opinión con sorprendente facilidad—. Supongo que tenemos la grabación en vídeo de la última vez que Michael estuvo en el NBS4.

—Es el siguiente paso en mi lista de comprobaciones.

—Llegaré ahí a eso de las ocho. Confío en que para entonces puedas darme algunas respuestas.

—Una cosa más. En cuanto empiece a llegar el personal, los rumores correrán como la pólvora. ¿Puedo decirles que harás una declaración oficial?

—Buena idea. Reúnelos a todos en el vestíbulo principal, pongamos... a las nueve y media.

El gran vestíbulo de acceso a la antigua mansión era la mayor estancia del edificio, y el lugar elegido habitualmente para las reuniones multitudinarias.

Toni había convocado en su despacho a Susan Mackintosh, una de las guardias de seguridad. Era una atractiva joven de veintipocos años que lucía un corte de pelo masculino y un piercing en la ceja. Susan se fijó enseguida en la foto que colgaba de la pared.

—Te sienta bien el uniforme —dijo.

—Gracias. Sé que falta poco para que se acabe tu turno, pero necesito a una mujer para esto.

Susan enarcó una ceja con coquetería.

—A mí me pasa a todas horas.

Toni recordó la fiesta de Navidad de la empresa, el viernes anterior. Susan se había presentado vestida como John Travolta en la película
Grease
, con el pelo engominado, pantalones de pitillo y zapatones con suela de caucho, y la había invitado a bailar. Toni le había sonreído amablemente y había dicho:

—Creo que no.

Un poco más tarde, después de haber tomado unas cuantas copas más, Susan le había preguntado si se acostaba con hombres.

—No tanto como me gustaría —había contestado ella.

Toni se sentía halagada por el hecho de que una chica tan joven y guapa se sintiera atraída por ella, pero había fingido no darse cuenta.

—Necesito que retengas a todos los empleados en cuanto lleguen. Coloca un escritorio en el vestíbulo principal y no los dejes ir a sus despachos o laboratorios hasta que hayas hablado con ellos.

—¿Qué les digo?

—Diles que alguien ha violado el sistema de seguridad, y que el profesor Oxenford los pondrá al corriente de todo esta misma mañana. Procura tranquilizarlos, pero no entres en detalles. Eso es cosa de Stanley.

—Vale.

—Pregúntales cuándo vieron a Michael Ross por última vez. Los hay que ya contestaron a esa pregunta anoche, por teléfono, pero solo los que tienen permiso para entrar en el NBS4, y no pasa nada por volver a preguntárselo. Si alguien vio a Michael después de que se marchara de aquí hace dos semanas, comunícamelo enseguida.

—Muy bien.

Toni quería hacerle una pregunta un tanto delicada pero no acababa de atreverse, hasta que se decidió y la soltó sin preámbulo alguno:

—¿Crees que Michael era gay?

—No. Si lo era, lo llevaba muy en secreto.

—¿Estás segura?

—Inverburn es una ciudad pequeña. Hay dos bares gay, una discoteca, un par de restaurantes, una iglesia... Conozco todos esos sitios y nunca lo vi en ninguno de ellos.

—De acuerdo. Espero no haberte molestado al dar por sentado que tú lo sabrías, solo porque...

—No pasa nada. —Susan sonrió, y mirando a Toni directamente a los ojos, añadió—: Tendrás que esforzarte bastante más para ofenderme.

—Gracias.

Habían transcurrido casi dos horas desde aquella conversación. Toni había pasado la mayor parte de ese tiempo viendo las imágenes en vídeo de la última visita de Michael Ross al NBS4. Ahora tenía las respuestas que Stanley quería. Iba a decirle lo que había ocurrido, y entonces seguramente él le pediría que presentara la dimisión.

Recordó su primera reunión con Stanley. Había coincidido con el bajón más fuerte de toda su vida. Se hacía pasar por una consultora de seguridad independiente, pero no tenía un solo cliente. Frank, su compañero desde hacía ocho años, la había abandonado y su madre se estaba volviendo senil. Se sentía como Job después de que Dios le hubiera vuelto la espalda.

Stanley la había llamado a su despacho y le había ofrecido un contrato a corto plazo. Había inventado un fármaco tan valioso que temía ser víctima de espionaje industrial, y quería que ella se encargara de impedirlo. Toni no le había dicho que en realidad aquel era su primer encargo.

Tras peinar las instalaciones en busca de micrófonos ocultos, había comprobado que ciertos empleados clave no estuvieran viviendo por encima de sus posibilidades. Nadie estaba espiando a Oxenford Medical, pero para su asombro Toni descubrió que el hijo de Stanley, Kit, robaba dinero a la empresa.

No podía creerlo. Kit le había parecido encantador y poco de fiar, pero ¿qué clase de hombre robaría a su propio padre? «El viejo se lo puede permitir, tiene dinero de sobra», se había limitado a decir Kit. Y Toni sabía, por su experiencia en la policía, que no había nada de profundo en la maldad. Los delincuentes no eran más que gente superficial y avariciosa que justificaba sus actos con excusas baratas.

Kit había intentado convencerla para que echara tierra sobre el asunto. Le había prometido que no volvería a hacerlo si ella le guardaba el secreto. Toni había sentido la tentación de ceder. No quería tener que decirle a un hombre que acababa de perder a su esposa que su hijo era un ladrón. Pero guardar silencio habría sido indecente por su parte.

Así que al final había hecho acopio de valor y se lo había contado todo a Stanley.

Nunca olvidaría la expresión de su rostro. Stanley palideció, torció el gesto y de sus labios brotó un gemido, como si un súbito dolor le traspasara las entrañas. En aquel momento, mientras Stanley Oxenford luchaba por dominar sus emociones, Toni se percató a la vez de su fuerza y su fragilidad, y se sintió fuertemente atraída por él.

Había hecho lo correcto diciéndole la verdad. Su integridad se había visto recompensada. Stanley había despedido a Kit y había ofrecido a Toni un puesto fijo. Siempre estaría en deuda con él. Le había jurado lealtad y estaba decidida a recompensar la confianza que había depositado en ella.

Desde entonces, la vida había vuelto a sonreírle. Stanley no tardó en ascenderla del puesto de jefe de seguridad a subdirectora de Oxenford Medical, con el correspondiente aumento de sueldo. Toni se había comprado un Porsche rojo.

Un día, tras mencionar que solía jugar al squash con el equipo nacional de la policía, Stanley la había retado a una partida en la pista de la empresa. Toni le había ganado, pero por los pelos, y a partir de entonces habían empezado a jugar todas las semanas. Stanley estaba en forma y golpeaba la pelota con más fuerza, pero ella tenía veinte años menos y buenos reflejos. De vez en cuando Stanley conseguía alguna victoria, sobre todo cuando Toni perdía la concentración, pero por lo general era ella quien ganaba.

Con el tiempo, fue conociéndolo mejor. Stanley era astuto y asumía riegos que a menudo le recompensaban con creces. Era competitivo, pero sabía perder con elegancia. La mente rápida de Toni era como la horma de su zapato, y ella disfrutaba con el toma y daca del juego dialéctico. Cuanto más lo conocía, más lo apreciaba. Hasta que, un buen día, se dio cuenta de que no era solo aprecio lo que sentía por él. Había algo más.

Ahora sentía que lo peor de perder su trabajo sería no poder seguir viéndolo.

Estaba a punto de bajar hacía el vestíbulo principal para ir a su encuentro cuando sonó el teléfono de su despacho.

Una voz de mujer con acento del sur dijo:

—Soy Odette.

—¡Hola! —saludó Toni, alegrándose de oír su voz. Odette Cressy era agente de la policía londinense. Se habían conocido en un curso en Hendon cinco años atrás. Tenían la misma edad. Odette estaba soltera y, desde que Toni había roto con Frank, se habían ido de vacaciones juntas dos veces. De no ser porque vivían tan lejos una de la otra, habrían sido amigas íntimas. Aun así, se hablaban por teléfono un par de veces al mes.

—Te llamo por lo del virus —dijo Odette.

—¿Qué interés puede tener para vosotros? —Toni sabía que Odette estaba en la brigada antiterrorista—. Supongo que no debería preguntarte eso.

—Exacto. Solo te diré que la palabra Madoba-2 ha hecho saltar la alarma por aquí. Imagínate el resto.

Toni frunció el ceño. Como ex policía, no le costaba imaginar lo que estaba pasando. El servicio de inteligencia habría informado a Odette de que había un grupo terrorista interesado en obtener el Madoba-2. Quizá algún sospechoso lo hubiera mencionado durante un interrogatorio, o tal vez la palabra hubiera surgido en una conversación pinchada, o alguien cuyas líneas de teléfono estaban bajo vigilancia la había tecleado en un buscador de Internet. Si se extraviaba una muestra del virus, la brigada antiterrorista sospecharía automáticamente que había sido robada por un grupo de fanáticos.

—No creo que Michael Ross fuera un terrorista —observó Toni—. Para mí que sencillamente se encariñó con una cobaya del laboratorio.

—¿Y qué me dices de sus amistades?

—He encontrado su libreta de direcciones, y la policía de Inverburn está comprobando los nombres que aparecen en ella.

—¿Te has quedado una copia?

Estaba sobre su escritorio.

—Te la puedo enviar por fax ahora mismo.

—Gracias, eso me ahorrará tiempo. —Toni apuntó el número de teléfono que le cantó Odette—. ¿Qué tal te va con el guaperas de tu jefe?

Toni no había dicho a nadie lo que sentía por Stanley, pero Odette parecía leerle los pensamientos.

—No me gusta mezclar el placer con los negocios, ya lo sabes. De todas formas, hace poco que se murió su mujer...

—Dieciocho meses, si no recuerdo mal.

—Lo que no es mucho después de casi cuarenta años de matrimonio. Además, está muy unido a sus hijos y nietos, que seguramente odiarían a muerte a cualquiera que intentara reemplazar a su difunta esposa.

—¿Sabes qué es lo bueno de montártelo con un hombre mayor? Que están tan preocupados por el hecho de que ya no son jóvenes y vigorosos que se esfuerzan el doble por complacerte.

—Si tú lo dices...

—¿Y qué más te iba a decir?... Ah, sí, casi se me olvida... —Ja, ja, además resulta que es millonario. Escucha, solo te digo una cosa: si al final decides que no quieres nada con él, preséntamelo. Mientras tanto, tenme al corriente de todo lo que averigües sobre Michael Ross.

—Descuida. —Toni colgó y miró por la ventana. El Ferrari F50 azul oscuro de Stanley Oxenford acababa de detenerse en la plaza de aparcamiento reservada para el presidente de la empresa. Toni puso la copia de la libreta de direcciones de Michael en la bandeja del fax y marcó el número que Odette le había dado.

Luego, sintiéndose corno un reo a punto de oír sentencia, salió al encuentro de su jefe.

08.00

El vestíbulo principal recordaba la nave de una iglesia, con sus altas ventanas en forma de arco por las que el sol se colaba y dibujaba caprichosas formas en el suelo de piedra. Dominaba la estancia una imponente bóveda de abanico con exuberantes nervaduras de madera. En medio de aquel espacio etéreo descansaba, en flagrante incoherencia, un moderno mostrador de recepción, alto y de forma ovalada, en cuyo interior había un guardia de seguridad uniformado.

Stanley Oxenford entró por la puerta principal. Era un hombre alto de sesenta años, con abundante pelo gris y ojos azules. No parecía un científico: no tenía calva, no caminaba encorvado, no usaba gafas. Toni pensó que más bien parecía la clase de actor que encarnaría a un general en una película sobre la Segunda Guerra Mundial. Vestía con elegancia sin parecer acartonado. Aquel día, se había puesto un traje de suave tweed gris con chaleco a juego, una camisa azul claro y -quizá en señal de duelo- una corbata de punto negra.

Susan Mackintosh había colocado una mesa de caballetes cerca de la puerta principal. En cuanto Stanley entró se dirigió a él. Este contestó brevemente a sus preguntas y luego se volvió hacia Toni.

—Bien pensado, esto de interrogar a todo el que entra por la puerta y preguntarle cuándo vio a Michael por última vez.

—Gracias. —«Algo he hecho bien», pensó Toni.

—¿Qué pasa con los que siguen de vacaciones? —prosiguió Stanley.

—Esta mañana los llamaremos a todos.

—Bien. ¿Has averiguado qué pasó?

—Sí. Yo estaba en lo cierto y tú estabas equivocado. Fue el conejo.

Pese a lo trágico de las circunstancias, Stanley esbozó una sonrisa. Le gustaba que lo desafiaran, sobre todo si quien lo hacía era una mujer atractiva.

—¿Cómo lo sabes?

—Por las imágenes del vídeo. ¿Quieres verlas?

—Sí.

Enfilaron un amplio pasillo revestido con paneles de roble tallado y luego tomaron un pasaje lateral que los condujo hasta la Unidad Central de Monitorización, más conocida como sala de control. Desde allí se supervisaba la seguridad del edificio. En tiempos había albergado una sala de billar, pero las ventanas se habían tapiado por motivos de seguridad y se había construido un falso techo que ocultaba una intrincada maraña de cables. Una de las paredes de la habitación permanecía oculta tras una serie de pantallas de televisión que mostraban las zonas clave de los laboratorios, incluyendo todas y cada una de las salas del NBS4. Sobre una larga mesa se alineaban pantallas táctiles que permitían controlar las alarmas. Miles de mandos electrónicos controlaban la temperatura, la humedad y los sistemas de tratamiento del aire en todos los laboratorios. Si una puerta permanecía abierta demasiado tiempo, la alarma se disparaba automáticamente. Frente a la terminal de trabajo que daba acceso al ordenador central de seguridad había un guardia con el uniforme impecablemente planchado.

—Este sitio ha mejorado mucho desde la última vez que estuve aquí —comentó Stanley, sorprendido.

Cuando Toni se había hecho cargo de la seguridad, la sala de control era una leonera repleta de tazas de café usadas, diarios viejos, bolígrafos rotos y tupperwares con restos de comida. Ahora estaba limpio y ordenado, sin nada sobre el escritorio excepto el archivo que el guardia estaba revisando. Toni se alegró de que Stanley se percatara del cambio.

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