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Authors: Ken Follett

En el blanco (2 page)

BOOK: En el blanco
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—Hemos hablado con veintiséis del total de veintisiete personas que tienen acceso al NBS4 —contestó. Se expresaba con una precisión exagerada, como un maestro fatigado tratando de explicar algo al alumno más obtuso de la clase—.Todos han dicho la verdad sobre la última vez que accedieron al laboratorio y abrieron la cámara. Ninguno recuerda haber observado nada extraño en el comportamiento de sus compañeros. Y ninguno de ellos tiene fiebre.

—¿Quién nos falta?

—Michael Ross, un técnico de laboratorio.

—Conozco a Michael —comentó Toni. Ross era un hombre tímido e inteligente, unos diez años más joven que ella—. De hecho, he estado en su casa. Vive en un chalet a unos veinticinco kilómetros de aquí.

—Lleva ocho años trabajando en la empresa y tiene un expediente inmaculado.

McAlpine deslizó un dedo por la hoja impresa que tenía ante sí y anunció:

—La última vez que entró en el laboratorio fue hace tres domingos, para hacer una comprobación rutinaria de los animales.

—¿Qué ha estado haciendo desde entonces?

—Está de vacaciones.

—¿Desde hace cuánto, tres semanas?

Elliot intervino:

—Debería haber vuelto hoy. —Consultó su reloj de muñeca—. Mejor dicho, ayer. El lunes por la mañana. Pero no se ha presentado.

—¿Ha llamado?

—No.

Toni arqueó las cejas.

—¿Y no podemos localizarlo?

—No contesta al teléfono de casa, ni al móvil.

—¿Y no os parece un poco raro?

—¿Que un joven soltero decida alargar sus vacaciones sin avisar al jefe? Tan raro como la lluvia en Escocia.

Toni se volvió hacia McAlpine.

—Pero acabas de decir que Michael resulta un empleado ejemplar.

El director del laboratorio parecía preocupado.

—Es muy responsable. Me sorprende que no haya avisado de que no iba a venir.

—¿Quién acompañó a Michael cuando entró por última vez en el laboratorio? —preguntó Toni. Sabía que tenía que haber alguien más con él, pues había una regla según la cual solo era posible acceder al NBS4 en grupos de dos. Era demasiado peligroso para que nadie trabajara a solas allí dentro.

McAlpine consultó su lista.

—Ansari.

—A ese creo que no lo conozco.

—A esa. Es una mujer, bioquímica. Se llama Mónica, Mónica Ansari.

Toni descolgó el auricular.

—¿Me das su número?

Mónica Ansari tenía acento de Edimburgo y sonaba como si acabara de despertarse.

—Howard McAlpine me ha llamado antes, no sé si lo sabes.

—Lamento molestarte de nuevo.

—¿Ha pasado algo?

—Se trata de Michael Ross. No podemos localizarlo. Tengo entendido que estuviste con él en el NBS4 hace un par de semanas, el domingo.

—Sí. Un momento, que enciendo la luz. —Hubo una pausa—. Por Dios, ¿sabes qué hora es?

Toni hizo caso omiso de la pregunta.

—Michael se fue de vacaciones al día siguiente.

—Me dijo que se iba a Devon, a visitar a su madre.

Al oír aquello, Toni recordó de pronto qué la había llevado a casa de Michael Ross. Cerca de seis meses atrás, mientras conversaban en el comedor de la empresa, ella le había mencionado lo mucho que le gustaban los retratos de ancianas de Rembrandt, en los que cada arruga y cada pliegue parecían dibujados con amorosa precisión. Toni le había dicho que se notaba que Rembrandt quería mucho a su madre, y entonces el rostro de Michael se había iluminado de puro regocijo y le había revelado que tenía copias de varios grabados de Rembrandt, recortados de revistas y catálogos de casas de subastas. Aquella tarde, Toni lo había acompañado hasta su casa para contemplar los retratos bellamente enmarcados, todos ellos de ancianas, que cubrían una pared de la pequeña sala de estar. Toni había temido que Michael fuera a pedirle una cita -le caía bien, pero no le atraía lo más mínimo- pero aquella tarde comprobó con alivio que solo quería presumir de su colección y concluyó que seguía apegado a las faldas de mamá.

—Eso nos puede ser útil —le dijo a Mónica—. Espera un segundo. —Se volvió hacia James Elliot—. ¿Tenemos los datos de contacto de su madre?

Elliot movió el ratón y clicó una vez.

—Sí, me sale en parientes cercanos —dijo, y descolgó el auricular.

Toni volvió a dirigirse a Mónica.

—¿Recuerdas si Michael se comportó de un modo extraño aquella tarde?

—No que yo recuerde.

—¿Entrasteis juntos en el NBS4?

—Sí. Después nos cambiamos en vestuarios separados, claro.

—Cuando entraste en el laboratorio propiamente dicho, ¿él ya estaba allí?

—Sí, terminó de cambiarse antes que yo.

—¿Estuviste trabajando cerca de él?

—No. Yo estaba en una zona anexa, manipulando cultivos de tejidos. Él estaba con los animales.

—¿Os fuisteis juntos?

—El salió unos minutos antes que yo.

—A mí me da la impresión de que él pudo acceder a la cámara refrigeradora sin que tú te dieras cuenta.

—Sí, es posible.

—¿Qué opinión te merece Michael?

—Es un buen chico... inofensivo, supongo.

—Sí, es una buena palabra para definirlo. ¿Sabes si tiene novia?

—No creo.

—¿Lo encuentras atractivo?

—Es guapo, pero no sexy.

Toni sonrió.

—Exacto. ¿Dirías que hay algo raro en él?

—No.

Toni notó cierta vacilación en su tono de voz y guardó silencio, dándole tiempo. A su lado, Elliot hablaba con alguien, preguntando por Michael Ross o por su madre.

Al cabo de unos segundos, Mónica añadió:

—Quiero decir... que alguien viva solo no significa que esté como para encerrarlo, ¿verdad?

Mientras tanto, Elliot comentaba:

—Qué extraño. Perdone que le haya molestado a estas horas.

Lo poco que había logrado oír de aquella conversación telefónica despertó la curiosidad de Toni, que decidió poner fin a su propia llamada.

—Gracias de nuevo, Mónica. Espero que puedas volver a dormirte.

—Mi marido es médico de familia —repuso—. Estamos acostumbrados a recibir llamadas a horas intempestivas.

Toni colgó.

—Michael Ross tuvo tiempo de sobra para abrir la cámara refrigeradora —afirmó—. Y vive solo. —Miró a Elliot—. ¿Has podido localizar a su madre?

—El número que tenemos es de una residencia de la tercera edad —contestó Elliot. Parecía asustado—. La señora Ross murió el invierno pasado.

—Mierda —dijo Toni.

03.00

Potentes focos de seguridad iluminaban las torres y tejados del Kremlin. El termómetro marcaba cinco bajo cero, pero el cielo estaba despejado y no nevaba. El edificio principal daba a un jardín Victoriano, con árboles y arbustos señoriales. La luna, apenas mellada, bañaba con su luz grisácea las ninfas desnudas que retozaban en las fuentes secas bajo la atenta mirada de los dragones de piedra.

Un rugido de motores rompió el silencio en el momento en que dos furgonetas salieron del garaje. Ambas llevaban pintado sobre el chasis el icono internacional del peligro biológico: cuatro círculos negros entrelazados sobre un fondo de color amarillo intenso. El vigilante que montaba guardia a la salida del complejo ya había levantado la barrera. Los vehículos salieron en dirección al sur a una velocidad vertiginosa.

Toni Gallo iba al volante de la primera furgoneta, que conducía como si fuera su Porsche, aprovechando todo el ancho de la calzada, pisando a fondo el acelerador, cogiendo las curvas a toda velocidad. Temía que fuera demasiado tarde. En la furgoneta, además de ella, iban tres hombres entrenados en tareas de descontaminación. El segundo vehículo era una unidad móvil de bioseguridad en la que viajaban un ATS, que conducía, y una médica, Ruth Solomons, que ocupaba el asiento contiguo.

Toni temía estar equivocada, pero le aterraba la idea de tener razón.

Había activado la alerta roja sin más justificación que una sospecha. El fármaco desaparecido podía haber sido legítimamente utilizado por un científico que sencillamente se había olvidado de crear la entrada correspondiente en el registro, tal como sostenía Howard McAlpine. Era posible que Michael Ross hubiese decidido alargar sus vacaciones sin permiso, y lo de su madre podía no haber sido más que un malentendido. Si así fuera, no tardarían en acusarla de haber sacado las cosas de madre, tal como cabía esperar de una histérica, añadiría James Elliot. Quizá encontrara a Michael Ross durmiendo sano y salvo en su cama, con el teléfono desconectado, y en ese caso Toni se estremecía solo de pensar en lo que le diría a su jefe, Stanley Oxenford, a la mañana siguiente.

Pero si resultaba que estaba en lo cierto, todo sería mucho peor.

Un empleado se había ausentado sin permiso. Había mentido sobre su paradero, y las muestras de un nuevo fármaco habían desaparecido de la cámara de seguridad. ¿Habría hecho Michael Ross algo que lo había expuesto al riesgo de contraer una infección mortal? El fármaco seguía en fase de prueba, y no era efectivo contra todos los virus, pero seguramente él habría pensado que era mejor que nada. Cualesquiera que fueran sus intenciones, había querido asegurarse de que nadie lo buscaría durante un par de semanas, y por eso había dicho que se marchaba a Devon, a visitar a su difunta madre.

Mónica Ansari había dicho: «El hecho de que alguien viva solo no significa que esté como para encerrarlo, ¿verdad?», una de esas frases que quieren decir todo lo contrario de lo que aparentan. La bioquímica había notado algo extraño en Michael, por más que su mente científica y racional se resistiera a confiar en una simple intuición.

Toni, en cambio, creía que nunca había que hacer caso omiso de la intuición.

Apenas se atrevía a pensar en las consecuencias que podía tener la posible propagación del Madoba-2, un virus muy infeccioso que se transmitía rápidamente a través de la tos y los estornudos, y que además era letal. Un escalofrío de pavor recorrió su columna vertebral, y pisó a fondo el acelerador.

La carretera estaba desierta, y no tardaron más de veinte minutos en llegar a la aislada casa de Michael Ross. La entrada no estaba claramente señalada, pero Toni la recordaba. Enfiló el corto camino que conducía al chalet de paredes de piedra, que apenas sobresalía por encima del muro del jardín. La casa estaba a oscuras. Lucy detuvo la furgoneta junto a un Volkswagen Golf, probablemente el de Michael, y presionó el claxon con fuerza.

No hubo respuesta. No se encendió ninguna luz, nadie abrió una puerta o ventana. Lucy apagó el motor. Silencio.

Si Michael se había marchado, ¿por qué seguía allí su coche?

—Las escafandras, caballeros —recordó.

Todos los presentes se enfundaron sus trajes aislantes de color naranja, incluido el equipo médico de la segunda furgoneta. Hacerlo no era tarea fácil. Los trajes estaban confeccionados con un plástico pesado que no cedía ni se doblaba fácilmente, y se cerraban con una cremallera especial que los hacía herméticos. Se ayudaron unos a otros a fijar los guantes a las muñecas con cinta adhesiva, y por último embutieron los pies en botas de goma.

Los trajes aislaban completamente a sus portadores, que respiraban a través de un filtro HEPA -un potente purificador del aire gracias a un ventilador eléctrico alimentado por las pilas alojadas en el cinturón del traje. El filtro impedía la entrada de cualquier partícula de aire respirable que pudiera contener bacterias y virus. También eliminaba todos los olores, excepto los más fuertes. El ventilador producía un murmullo continuo que algunas personas encontraban agobiante. Unos auriculares con micrófono acoplados al casco les permitían comunicarse entre sí y con la centralita del Kremlin a través de una frecuencia interna.

Cuando todos estuvieron listos, Toni se volvió de nuevo hacia la casa. Si alguien se asomara a una ventana en aquel momento, y viera a siete personas con trajes aislantes de color naranja, pensaría que se hallaba ante un grupo de alienígenas.

Pero si había alguien allí dentro, no estaba mirando por ninguna de las ventanas.

—Yo entraré primero —anunció Toni.

Se dirigió a la puerta principal, caminando con paso rígido y torpe a causa del traje aislante. Llamó al timbre y a la puerta. Al cabo de unos instantes, rodeó el edificio por uno de los lados. En la parte trasera de la casa había un jardín bien cuidado y un cobertizo de madera. La puerta trasera no estaba cerrada con llave, así que entró. Recordó que había estado en aquella cocina mientras Michael preparaba un té. Avanzó rápidamente por la casa, encendiendo las luces a su paso. Los Rembrandt seguían en la pared de la sala de estar. La casa estaba limpia, ordenada y desierta.

Habló con los demás a través del micrófono.

—No hay nadie —dijo, y ella misma se percató del desaliento que transmitía su voz.

¿Por qué se había ido Michael sin cerrar la puerta? Quizá porque no pensaba volver jamás.

Aquello era un desastre. Si Michael hubiera estado allí, el misterio podía haberse resuelto rápidamente. Ahora tendrían que ponerse a buscarlo, y podía estar en cualquier rincón del mundo. No había manera de saber cuánto tardarían en encontrarlo. Toni pensó con terror en los días -o quizá incluso semanas- de nervios y ansiedad que se avecinaban.

Volvió a salir al jardín. Por si acaso, intentó abrir la puerta del cobertizo, que tampoco estaba cerrada con llave. Nada más abrir, percibió el rastro de un olor, un olor desagradable pero vagamente familiar. Debía de ser un olor muy fuerte, se dijo de pronto, para traspasar el filtro del traje. «Sangre», pensó. El cobertizo olía como un matadero.

—Dios mío —murmuró.

Ruth Solomons, la médica, la oyó y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Un segundo.

En el interior del pequeño habitáculo de madera, que no tenía ninguna ventana, reinaba la más completa oscuridad. Toni buscó a tientas hasta dar con un interruptor. Cuando se encendió la luz, soltó un grito de horror.

Los demás rompieron a hablar al unísono, preguntando qué ocurría.

—¡Venid enseguida! —dijo Toni—.Al cobertizo del jardín. Ruth primero.

Michael Ross yacía en el suelo, boca arriba. Sangraba por todos los orificios del cuerpo: ojos, nariz, boca, orejas. La sangre formaba un charco a su alrededor en el suelo de madera. Toni no necesitaba a la médica para saber que Michael tenía una hemorragia múltiple, uno de los síntomas típicos del Madoba-2 y de otras infecciones similares. En aquel momento su cuerpo era sumamente peligroso, como una bomba sin detonar repleta del virus letal. Pero estaba vivo. El pecho se le movía arriba y abajo, y de su boca brotaba un débil sonido similar a un gorgoteo. Toni se agachó, apoyando las rodillas en el pegajoso charco de sangre fresca, y lo observó atentamente.

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