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Authors: Ken Follett

En el blanco (9 page)

BOOK: En el blanco
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—A mí no me parece tan extraño. Seguramente no puede mirarte a la cara sin sentir remordimientos. Es verte y recordar lo débil y cobarde que fue cuando tú más lo necesitabas.

Toni nunca había pensado en Frank de ese modo, pero de pronto su comportamiento parecía cobrar sentido. Sintió una cálida sensación de gratitud. Procurando no descubrir demasiado sus sentimientos, dijo:

—No está mal visto.

Stanley se encogió de hombros.

—Nunca perdonamos a aquellos a los que hemos fallado.

Toni sonrió ante la paradoja. Stanley no solo era bueno desentrañando la naturaleza de los virus, sino también de las personas.

Descansó una mano suavemente sobre el hombro de Toni en un gesto tranquilizador. ¿O acaso era algo más? Stanley rara vez establecía contacto físico con sus empleados. Toni había notado su tacto exactamente tres veces en el año que llevaba trabajando para él. Le había estrechado la mano cuando habían firmado el contrato inicial, cuando él la había incorporado a la plantilla fija de la empresa y cuando la había ascendido. En la fiesta de Navidad, Stanley había bailado con su secretaria, Dorothy, una mujer fornida que desprendía el aire maternal y eficiente de una atenta mamá ganso. Aparte de ella, Stanley no había bailado con nadie más. Toni habría querido sacarlo a bailar, pero temía que sus sentimientos resultaran demasiado evidentes. Más tarde lamentaría no haberse mostrado más desinhibida, como Susan Mackintosh.

—Puede que Frank no haya filtrado la historia solo para fastidiarte —apuntó Stanley—. Sospecho que lo habría hecho de todas formas. No me cabe duda de que Osborne sabrá agradecérselo hablando favorablemente de la policía de Inverburn en general y del comisario Frank Hackett en particular.

Toni notaba el calor que transmitía la mano de Stanley a través de su blusa de seda. ¿Sería aquel un gesto casual, hecho sin pensar? Toni experimentó una vez más la familiar frustración de no saber qué le estaría pasando por la cabeza. Se preguntó si notaría el tirante de su sostén. Deseó que no se diera cuenta de lo mucho que le gustaba que la tocara.

No estaba segura de que Stanley estuviera en lo cierto respecto a Frank y Carl Osborne.

—Es generoso por tu parte verlo de ese modo —observó.

De todas formas, decidió asegurarse de que la empresa no salía perjudicada por culpa de Frank.

Alguien llamó a la puerta, y Cynthia Creighton, la relaciones públicas de la empresa, entró en el despacho. Stanley apartó rápidamente la mano del hombro de Toni.

Cynthia era una mujer delgada de cincuenta años que lucía falda de tweed y medias de punto. Era una auténtica santa. En cierta ocasión,Toni había hecho reír a Stanley diciendo que Cynthia era la clase de persona que se hacía su propio muesli. Por lo general parecía insegura, pero ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Tenía el pelo alborotado, la respiración acelerada y hablaba demasiado deprisa.

—¡Esa gente me ha zarandeado! —declaró—. ¡Qué bestias! ¿Dónde está la policía?

—Hay un coche patrulla de camino —informó Toni—. Debería llegar en diez o quince minutos.

—Pues tendrían que detener a toda esa gentuza.

Toni se percató con gran pesar de que Cynthia no estaba a la altura de la crisis. Su principal cometido era administrar un pequeño presupuesto destinado a obras de caridad, a conceder ayudas a equipos de fútbol escolar y a carreras benéficas, con tal de que el nombre de Oxenford Medical apareciera a menudo en el
Inverburn Courier
relacionado con asuntos que nada tenían que ver con virus ni experimentos con animales. Era un trabajo importante y Toni lo sabía, pues los lectores creían en la prensa local, mientras que desconfiaban de los diarios nacionales. De esta manera, la sutil publicidad que Cynthia se encargaba de hacer en nombre de la empresa la inmunizaba contra los virulentos y alarmistas artículos de Fleet Street,
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capaces de comprometer cualquier proyecto científico. Pero Cynthia nunca se las había tenido que ver con la jauría enfurecida en que se podía convertir la prensa británica, y estaba demasiado afectada para tomar las decisiones correctas.

Stanley estaba pensando exactamente lo mismo.

—Cynthia, quiero que Toni y tú os enfrentéis a esto juntas —dijo—. Ella tiene experiencia en tratar con los medios de comunicación.

Cynthia parecía aliviada y agradecida.

—¿De verdad?

—Estuve un año destinada en la oficina de prensa de la policía, aunque nunca me tocó llevar un asunto tan grave como este.

—¿Qué crees que debemos hacer?

—Bueno... —Toni no creía estar capacitada para hacerse con el mando de la situación, pero aquello era una emergencia, y al parecer era la mejor candidata disponible. Decidió atenerse a los principios básicos—. Hay una regla de oro para tratar con los medios. —Quizá fuera demasiado simple para aquella situación, pensó, pero se abstuvo de decirlo—. Primero, decidimos cuál es nuestro mensaje. Segundo, nos aseguramos de que es verdad, para no tener que desdecirnos más adelante. Tercero, repetimos ese mensaje una y otra vez.

—Mmm... —Stanley parecía escéptico, pero no daba la impresión de tener una idea mejor.

—¿Crees que deberíamos pedir disculpas? —preguntó Cynthia.

—No —se apresuró a contestar Toni—. Lo interpretarían como la confirmación de que hemos sido descuidados. Y eso no es verdad. Nadie es perfecto, pero el sistema de seguridad de Oxenford Medical es irreprochable.

—¿Ese es nuestro mensaje? —preguntó Stanley.

—No creo. Parecería que estamos a la defensiva. —Toni reflexionó unos instantes—. Deberíamos empezar diciendo que lo que hacemos aquí es de vital importancia para el futuro de la humanidad. No, eso suena demasiado apocalíptico. La labor de investigación médica que aquí llevamos a cabo nos permitirá salvar vidas en el futuro, eso suena mejor. Y esa investigación entraña ciertos riesgos, pero nuestro sistema de seguridad es todo lo infalible que puede llegar a ser cualquier cosa creada por el hombre. Lo cierto es que muchas personas morirían innecesariamente si cesáramos nuestra actividad.

—Eso me gusta —aplaudió Stanley.

—¿Es verdad?

—Sin duda. Cada año un nuevo virus se propaga desde China y mata a miles de personas. Nuestro fármaco salvará sus vidas.

Toni asintió.

—Eso es perfecto. Sencillo y contundente.

Stanley seguía sin tenerlas todas consigo.

—¿Cómo nos las vamos a arreglar para hacer llegar el mensaje?

—Creo que deberías convocar una rueda de prensa para dentro de un par de horas. Hacia mediodía, las redacciones estarán buscando un nuevo enfoque para la noticia, así que se alegrarán de poder sacar algo más de nosotros. Y la mayoría de la gente que se ha apiñado ahí fuera se marchará en cuanto eso haya ocurrido. Sabrán que es poco probable que se produzcan más novedades, y quieren irse a casa para celebrar la Navidad como el resto de los mortales.

—Espero que estés en lo cierto —observó Stanley—. Cynthia, ¿te encargas de los preparativos, por favor?

Cynthia seguía algo desorientada.

—Pero... ¿qué debo hacer?

Toni asumió el mando.

Daremos la rueda de prensa en el vestíbulo principal. Es el único sitio lo bastante grande para hacerlo, y ya se están colocando las sillas para el comunicado que el profesor Oxenford dará a las nueve y media ante los empleados. Lo primero que debes hacer es decirle a toda esa gente de ahí fuera que habrá una rueda de prensa. Eso les dará algo con lo que acallar a sus editores, y puede que los tranquilice un poco. Luego llama a la Asociación de Prensa y a Reuters y pídeles que hagan circular la convocatoria, y que informen a cualquier medio de comunicación que todavía no haya mandado a nadie.

—Bien —dijo Cynthia sin demasiada convicción—, bien.

Luego se dio la vuelta y salió del despacho. Toni se dijo que no debía perderla de vista durante demasiado tiempo.

En cuanto Cynthia salió, Dorothy llamó a Stanley por el interfono y dijo:

—Laurence Mahoney, de la embajada de Estados Unidos en Londres, por la línea uno.

—Me acuerdo de él —comentó Toni—. Estuvo aquí hace unos meses. Le di una vuelta por las instalaciones.

El ejército estadounidense financiaba buena parte de la investigación de Oxenford Medical. El ministerio de Defensa de dicho país estaba muy interesado en el nuevo fármaco antiviral de Stanley, que prometía ser un poderoso recurso contra las armas biológicas. Stanley había tenido que recabar fondos para costear el largo proceso de experimentación, y el gobierno estadounidense no había dudado en invertir en su proyecto. Mahoney era el encargado de mantener las cosas bajo control en nombre del ministerio de Defensa.

—Dame un segundo, Dorothy. —En lugar de descolgar el teléfono, Stanley se volvió hacia Toni y dijo—: Mahoney es más importante para nosotros que todos los medios de comunicación británicos juntos. No quiero hablar con él así, en frío. Necesito saber qué tal se lo ha tomado, para poder pensar en la mejor forma de abordar la cuestión.

—¿Quieres que le dé largas?

—Intenta averiguar por dónde van los tiros.

Toni cogió el auricular y presionó un botón.

—Hola, Larry. Soy Toni Gallo, nos conocimos en septiembre. ¿Cómo estás?

Mahoney era un secretario de prensa con malas pulgas y voz quejumbrosa que siempre le recordaba al Pato Donald.

—Preocupado —contestó.

—¿Por qué?

—Esperaba poder hablar con el profesor Oxenford —repuso en tono cortante.

—Y él está deseando hablar contigo. Lo hará en cuanto tenga ocasión —dijo Toni, tratando de sonar lo más sincera posible—. Ahora mismo está reunido con el subdirector. —En efecto, Stanley estaba sentado en el borde de su propio escritorio, observándola con una expresión en el rostro que podía ser afectuosa o simplemente atenta. Sus miradas se cruzaron y Toni apartó los ojos—. Te llamará en cuanto haya podido hacerse una idea más precisa de lo ocurrido, seguramente antes del mediodía.

—¿Cómo demonios has dejado que ocurriera algo así?

—El joven que ha muerto se llevó un conejo del laboratorio a escondidas, en una bolsa de deporte. A partir de ahora haremos un control exhaustivo de todos los bultos que entren o salgan del NBS4 para asegurarnos de que no vuelve a pasar.

—Lo que me preocupa es la mala publicidad que esto representa para el gobierno estadounidense. No queremos que nos culpen de la propagación de un virus mortal entre la población escocesa.

—No hay ningún peligro de que eso ocurra —dijo Toni, cruzando los dedos.

—¿Alguno de los medios locales ha sacado a relucir el hecho de que esta investigación se hace con fondos estadounidenses?

—No.

—Lo harán antes o después.

—Estaremos preparados para contestar a cualquier pregunta que hagan sobre el tema.

—La línea argumental que más daño puede hacernos, a nosotros, y a vosotros, es la que sostiene que esta investigación se hace en suelo escocés porque los estadounidenses pensamos que es demasiado peligrosa para hacerla en nuestro país.

—Gracias por la advertencia. Creo que tenemos una respuesta muy convincente para rebatir ese argumento. Al fin y al cabo, el fármaco lo inventó el profesor Oxenford aquí mismo, en Escocia, así que lo lógico es que se experimente aquí.

—Lo único que trato de evitar es que lleguemos a un punto en el que la única manera de probar nuestra buena voluntad sea trasladar la investigación a Fort Detrick.

Toni se quedó sin palabras. Fort Detrick, en la ciudad de Frederick, estado de Maryland, era el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense. ¿Cómo podía trasladarse allí el proyecto? Eso significaría el fin del Kremlin. Tras una larga pausa,Toni dijo:

—No hemos llegado a ese punto, ni mucho menos —aseguró, deseando que se le ocurriera una expresión más contundente.

—Eso espero, la verdad. Dile a Stanley que me llame cuanto antes.

—Gracias, Larry. —Toni colgó el teléfono y se volvió hacia Stanley—. No pueden trasladar el proyecto a Fort Detrick, ¿verdad que no?

Stanley estaba pálido.

—En el contrato no consta ninguna disposición que así lo indique, desde luego —empezó—. Pero estamos hablando del gobierno del país más poderoso del mundo, y puede hacer cualquier cosa que se le antoje. ¿Qué podría hacer yo, llegado el caso? ¿Demandarlos? Me pasaría el resto de la vida en los tribunales, suponiendo que pudiera permitírmelo.

Toni se estremeció al comprobar que Stanley también era vulnerable. Él, que siempre conservaba la calma, que tranquilizaba a los demás y siempre sabía cómo solucionar un problema. De pronto, parecía asustado. Toni reprimió el impulso de abrazarlo.

—¿Crees que lo harían?

—Estoy seguro de que los microbiólogos de Fort Detrick preferirían llevar las riendas de la investigación, si pudieran.

—¿Y eso dónde te dejaría a ti?

—En la bancarrota.

—¿Qué? —Toni estaba consternada.

—Lo he invertido todo en el nuevo laboratorio —confesó Stanley—. He pedido un crédito personal de un millón de libras. En principio, el contrato con el ministerio de Defensa estadounidense me permitiría cubrir el coste del laboratorio en un plazo de cuatro años. Pero como les dé por echarse atrás ahora, no tengo manera de pagar las deudas, ni las mías ni las de la empresa.

Toni no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo era posible que de golpe y porrazo todo el futuro de Stanley -por no mencionar el suyo propio- colgara de un hilo?

—Pero el nuevo fármaco vale millones.

—Los valdrá, a la larga. Estoy seguro de su valor científico, y por eso me dejé empeñar de esta manera. Pero nunca se me ocurrió que el proyecto pudiera venirse abajo por algo tan banal como la mala publicidad.

Toni puso una mano sobre su brazo.

—Y todo porque una estrella de la tele con cerebro de mosquito necesitaba una buena primicia —apostilló Toni—. No me lo puedo creer.

Stanley dio unas palmaditas en la mano que descansaba sobre su brazo, y luego apartó su propia mano y se levantó.

—De nada sirve quejarnos. Lo que hay que hacer es encontrar el modo de salir de esta.

—Claro. Los empleados te esperan. ¿Estás listo?

—Sí. —Salieron de su despacho juntos—. Así me voy curtiendo para la rueda de prensa.

Cuando pasaban por delante del escritorio de Dorothy, esta levantó la mano para detenerlos.

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