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Authors: Ken Follett

En el blanco (13 page)

BOOK: En el blanco
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—¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?

Esta vez fue Stanley quien contestó:

—El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que para que Michael se infectara el conejo tuvo que haberle mordido.

—¿Y si el conejo se hubiera escapado?

Stanley miró por la ventana. Caía una ligera nevada.

—Habría muerto congelado.

—Suponiendo que otro animal se lo hubiera comido, un zorro, por ejemplo, ¿es posible que lo hubiera infectado?

—No. Los virus se adaptan a un pequeño número de especies, por lo general una, a veces dos o tres. Que nosotros sepamos, este virus no puede infectar a los zorros, ni a ningún otro animal de la fauna autóctona escocesa. Solo a los humanos, los macacos y cierto tipo de conejos.

—Pero Michael podía haber contagiado a otras personas.

—Así es, a través de los estornudos. Esa era la posibilidad que más nos atemorizaba. Sin embargo, parece ser que Michael no vio a nadie durante la fase crítica de contagio. Ya nos hemos puesto en contacto con sus colegas y amigos. No obstante, les estaríamos agradecidos si pudieran ustedes transmitir a través de sus respectivos diarios y programas de televisión un llamamiento a cualquier persona que pudiera haber estado con él para que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.

—Quisiera aclarar que no estamos intentando restar importancia a este incidente —se apresuró a añadir Toni—. Lo ocurrido nos preocupa profundamente y, como he explicado, hemos redoblado las medidas de seguridad. Pero, al mismo tiempo, debemos intentar no sacar las cosas de quicio. —Decirle a un periodista que no sacara las cosas de quicio era como decirle a un abogado que no se mostrara belicoso, pensó con ironía—. La verdad es que la ciudadanía no ha estado en peligro en ningún momento.

Osborne aún no había terminado.

—Suponiendo que Michael se lo hubiera contagiado a un amigo, que a su vez se lo hubiera transmitido a otra persona... ¿cuántas personas podían haber muerto?

—No debemos lanzarnos a hacer conjeturas descabelladas que no nos llevarán a ninguna parte —contestó Toni—. El virus no se ha extendido. Ha muerto una sola persona. No debería haber muerto nadie, pero tampoco nos pongamos ahora a pensar en los cuatro jinetes del Apocalipsis. —No bien lo dijo, se arrepintió de haberlo hecho. Menuda estupidez. Seguro que alguien tendría la ocurrencia de citar sus palabras fuera de contexto, para que pareciera que estaba augurando el día del Juicio Final.

Osborne volvió a tomar la palabra:

—Tengo entendido que su proyecto se desarrolla gracias al apoyo económico del ejército estadounidense.

—Del ministerio de Defensa, sí —matizó Stanley—. Como es natural, están interesados en nuevas formas de combatir la guerra biológica.

—¿No es verdad que los americanos han querido que la experimentación se hiciera en Escocia porque creen que es demasiado peligrosa para llevarla a cabo en suelo estadounidense?

—Muy al contrario. La mayoría de los proyectos de este tipo se desarrollan en Estados Unidos, en el Centro para el Control de las Enfermedades de Atlanta, en el estado de Georgia, y en el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense, en Fort Detrick.

Entonces ¿por qué se eligió Escocia?

—Porque el fármaco se descubrió aquí, en Oxenford Medical.

Toni decidió que lo más prudente era retirarse mientras la suerte les sonreía. Había llegado el momento de poner fin a la rueda de prensa.

—No quisiera dejarles con la palabra en la boca, pero sé que algunos de ustedes todavía tienen que cerrar la edición de mediodía —observó—. Se les entregará un dossier de prensa a cada uno, y Cynthia dispone de más ejemplares en caso de que los necesiten.

—Una última pregunta —apuntó Clive Brown, del
Record
—. ¿Qué opinión les merece la manifestación de ahí fuera?

Toni cayó en la cuenta de que aún no se le había ocurrido nada interesante que ofrecer a los cámaras del exterior.

Fue Stanley quien contestó:

—Proponen una respuesta simple a un problema ético complejo. Como la mayoría de las respuestas simples, la suya es equivocada.

Era la réplica correcta, pero sonaba un poco despiadada, así que Toni añadió:

—Y esperamos que no cojan la gripe.

Los periodistas todavía se reían cuando Toni se levantó para poner fin a la rueda de prensa. Entonces tuvo una idea. Llamó a Cynthia Creighton por señas y, dando la espalda a los presentes, le susurró en tono urgente:

—Necesito que bajes enseguida al comedor. Haz que dos o tres empleados salgan con bandejas de café y té caliente y las repartan entre los manifestantes.

—Qué amable por tu parte —comentó Cynthia.

Toni no estaba siendo amable. De hecho, estaba siendo cínica, pero no había tiempo para explicárselo.

—Tienen dos minutos para hacerlo —añadió—. ¡Venga, date prisa!

Cynthia se fue.

Toni se volvió hacia Stanley.

—Muy bien. Lo has hecho estupendamente.

Stanley sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo rojo de lunares y se secó la frente con discreción.

—Espero que haya funcionado.

—Lo sabremos cuando veamos el telediario del mediodía. Ahora tendrías que irte, porque si no intentarán arrinconarte por todos los medios para conseguir una entrevista exclusiva. —Stanley estaba sometido a mucha presión, y ella quería protegerlo.

—Buena idea. De todas formas, tengo que irme a casa. —Stanley vivía en una antigua casa de campo levantada al borde de un precipicio, a unos ochos kilómetros del laboratorio—. Me gustaría llegar a tiempo para recibir a mi familia.

Toni se sintió decepcionada. Había dado por sentado que verían juntos la retransmisión de la rueda de prensa.

—De acuerdo —dijo—. Yo me encargo de comprobar el resultado.

—Por lo menos nadie me ha hecho la pregunta que más temía.

—¿Qué pregunta es esa?

—La tasa de supervivencia del Madoba-2.

—¿A qué te refieres?

—Por muy grave que sea una infección, normalmente hay unos pocos individuos que logran sobreviviría. La tasa de supervivencia indica la peligrosidad de un virus.

—¿Y cuál es la tasa de supervivencia del Madoba-2?

—Cero —contestó Stanley.

Toni se lo quedó mirando fijamente, alegrándose de haber ignorado aquel dato hasta entonces.

Stanley miró por encima del hombro de Toni y asintió con la cabeza.

—Ahí viene Osborne.

—Yo me encargo de él. —Se volvió para cortarle el paso al periodista, y Stanley salió por una puerta lateral—. Hola, Carl. Confío en que tengas toda la información que necesitas.

Eso creo. Me preguntaba cuál había sido el primer éxito de Stanley.

Formaba parte del equipo que desarrolló el acyclovir.

—¿Qué es?

Una crema para los herpes. Se comercializa con el nombre de Zovirax. Es un fármaco antiviral.

—¿De veras? Interesante.

Toni no creía que Carl estuviera realmente interesado en lo que ella le estaba explicando. Se preguntó qué tendría en mente.

—¿Podemos confiar en que harás un artículo sensato, que refleje la realidad sin exagerar el peligro?

—¿Quieres saber si hablaré de los cuatro jinetes del Apocalipsis?

Toni hizo una mueca.

—Fue una tontería por mi parte dar un ejemplo del tipo de hipérbole que pretendía evitar.

—No te preocupes, no pienso citarte.

—Gracias.

—No se merecen. Lo haría encantado, pero mis espectadores no tendrían ni la más remota idea de lo que significa. —Osborne cambió de tono—. Apenas te he visto desde que rompiste con Frank. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Por Navidad hará dos años.

—¿Qué tal lo llevas?

—Ha habido momentos duros, la verdad. Pero las cosas empiezan a remontar, o al menos eso creía hasta hoy.

—Tendríamos que quedar un día de estos, y ponernos al día.

Toni no tenía ningunas ganas de intimar con Osborne, pero optó por la respuesta más cortés:

—Claro, por qué no.

Para su sorpresa, Carl Osborne le tomó la palabra. —¿Te apetece salir a cenar?

—¿A cenar? —repuso ella.

—Sí

—¿Te refieres a una cita?

—Sí.

Aquello era lo último que hubiera esperado de él.

—¡No! —contestó sin pensarlo. Entonces recordó lo peligroso que aquel hombre podía llegar a ser y trató de suavizar su rechazo—. Lo siento, Carl. Me has pillado por sorpresa. Te conozco desde hace tanto tiempo que sencillamente no puedo pensar en ti de ese modo.

—Podría hacer que cambiaras de opinión. —Parecía vulnerable como un adolescente—. Dame una oportunidad.

La respuesta seguía siendo no, pero Toni dudó un momento. Carl era guapo, encantador, solvente, una celebridad local. Cualquier soltera que rondara los cuarenta se arrojaría a sus brazos sin pestañear. Pero daba la casualidad de que no la atraía lo más mínimo. Aunque no se hubiera enamorado de Stanley, no se habría sentido tentada a salir con Carl. ¿Por qué?

No tardó más de un segundo en averiguar la respuesta. Carl carecía de integridad moral. Un hombre capaz de distorsionar la verdad con tal de conseguir un titular sensacionalista podía ser igual de mentiroso en otros aspectos de la vida. Eso no lo convertía en un monstruo; había bastantes hombres como él, y unas cuantas mujeres también. Pero Toni no se imaginaba manteniendo una relación íntima con alguien tan superficial. ¿Cómo podía nadie besar, confesar sus secretos, olvidar sus inhibiciones y abrir su cuerpo a una persona en la que no podía confiar? La sola idea le parecía repugnante.

—Me halagas —mintió—, pero la respuesta es no.

Osborne no parecía dispuesto a rendirse fácilmente.

—La verdad es que siempre me has gustado. No me digas que no lo sabías.

—Solías coquetear conmigo, pero lo hacías con la mayoría de las chicas.

—No era lo mismo.

—¿No estabas saliendo con aquella chica del tiempo? Creo que he visto alguna foto vuestra en el diario.

—¿Te refieres a Marnie? Lo nuestro nunca fue en serio. Lo hice más que nada por la publicidad.

El recuerdo pareció molestarlo, y Toni dedujo que la tal Marnie le había dado calabazas.

—Vaya, sí que lo siento —dijo Toni, intentando ser amable.

—Pues demuéstralo cenando conmigo esta noche. Tengo mesa reservada en La Chaumiére.

Se refería a un restaurante de lo más selecto. Tendría la reserva hecha desde hacía tiempo, seguramente desde que salía con Marnie.

—Esta noche no puedo.

—No seguirás colgada de Frank, ¿verdad?

Toni rió con amargura.

—Lo hice durante un tiempo, tonta de mí, pero ya lo he superado. Completamente.

—¿Hay otra persona, entonces?

—No estoy saliendo con nadie.

—Pero hay alguien que te hace tilín. No será el bueno del profesor, ¿verdad?

—No seas ridículo —replicó Toni.

—No te estarás sonrojando, ¿verdad?

—Espero que no, aunque cualquier mujer lo haría si la sometieran a semejante interrogatorio.

—¡Dios santo, te gusta Stanley Oxenford! —Carl no sabía encajar el rechazo, y su rostro se torció en una mueca de rencor—. Stanley es viudo, ¿verdad? Sus hijos ya son mayores, y tendríais todo ese dinero solo para vosotros dos...

—Te estás poniendo desagradable, Carl.

—La verdad lo es a menudo. Te van los peces gordos, ¿eh? Primero fue Frank, el agente de policía con la carrera más prometedora de la historia de la policía escocesa, y ahora un científico y millonario. ¡Menuda cazafortunas!

Toni tenía que poner fin a aquella conversación antes de que Carl la sacara de sus casillas.

—Gracias por haber venido a la rueda de prensa —dijo, alargando la mano, que él estrechó con gesto mecánico—. Adiós.

Se dio la vuelta y se alejó.

Estaba temblando de rabia. Carl Osborne había hecho que sus sentimientos más profundos sonaran indignos. Le apetecía estrangularlo, no salir con él. Intentó tranquilizarse. Tenía una crisis profesional entre manos, y no podía consentir que sus emociones interfirieran con el trabajo.

Se dirigió al mostrador de recepción situado junto a la puerta y habló con el jefe de seguridad, Steve Tremlett.

—Quédate aquí hasta que todos se hayan marchado, y asegúrate de que ninguno de ellos intenta visitar las instalaciones por su cuenta.

Un fisgón lo bastante determinado podría intentar acceder a las zonas de alta seguridad esperando a que pasara alguien con un pase para colarse sin ser visto.

—Descuida —dijo Steve.

Toni empezó a tranquilizarse. Se puso la chaqueta y salió fuera. La nieve caía con más fuerza, pero no le impedía ver la manifestación. Se acercó a la garita del guardia que custodiaba la verja. Tres empleados de la cantina repartían bebidas calientes. Los manifestantes habían dejado de corear consignas y agitar pancartas para charlar unos instantes entre sonrisas.

Y las cámaras los estaban enfocando.

«Todo ha salido a pedir de boca», pensó. Pero entonces ¿por qué se sentía tan abatida?

Volvió a su despacho. Cerró la puerta y se quedó inmóvil, saboreando aquel momento a solas. Había llevado bien la rueda de prensa, pensó. Había protegido a su jefe de Osborne, y la idea de repartir bebidas calientes entre los manifestantes había funcionado a la perfección. No sería prudente celebrarlo hasta haber visto las imágenes que retransmitían los telediarios, por supuesto, pero tenía la impresión de haber tomado las decisiones correctas.

Y entonces ¿por qué se sentía tan mal?

En parte se debía a Osborne. Un encuentro con él podía deprimir a cualquiera. Pero sobre todo, se dio cuenta, era por Stanley. Después de todo lo que había hecho por él aquella mañana, se había marchado sin apenas darle las gracias. En eso consistía ser el jefe, supuso. Y hacía mucho tiempo que sabía lo importante que era la familia para él. Ella, en cambio, no era más que una compañera de trabajo, valorada, apreciada, respetada... pero no querida.

El teléfono sonó. Toni se lo quedó mirando unos segundos, molesta por su alegre tintineo. No le apetecía hablar. Luego descolgó.

Era Stanley, que llamaba desde el coche.

—¿Por qué no te pasas por casa dentro de una hora, más o menos? Podríamos ver las noticias y conocer nuestro destino juntos.

El estado de ánimo de Toni cambió al instante. Se sentía como si de pronto hubiera salido el sol.

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