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Authors: Ken Follett

En el blanco (16 page)

BOOK: En el blanco
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—Eso de repartir bebidas calientes ha sido una idea genial. ¿Cuándo se te ha ocurrido?

—En el último momento. Veamos qué dice el telediario nacional.

En el boletín informativo del Reino Unido, un terremoto que había tenido lugar en Rusia relegó a un segundo plano la noticia de la muerte de Michael Ross. Se emitieron algunas de las imágenes que ya se habían visto en las noticias locales, pero sin la intervención de Carl Osborne, que solo era conocido en Escocia. En un momento dado, apareció Stanley diciendo: «El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que, para que Michael se infectara, el conejo tuvo que haberle mordido». Luego le llegó el turno al ministro británico de Medio Ambiente, que en sus declaraciones empleó un tono comedido. El seguimiento de la noticia en los informativos nacionales estaba siendo tan mesurado y poco alarmista como en la televisión escocesa. Toni experimentó una enorme sensación de alivio.

—Bueno es saber que no todos los periodistas son como Carl Osborne —dijo Stanley.

—Me ha pedido que salga a cenar con él. —No bien lo dijo, Toni se preguntó por qué lo había hecho.

Stanley parecía sorprendido.

—¡Ha
la faceta peggio del culo
! —masculló—. Pero qué morro tiene.

Toni soltó una carcajada. En realidad, lo que Stanley había dicho era que Carl tenía la cara más fea que el culo. Seguramente era una de las expresiones que Marta empleaba con frecuencia.

—Es un hombre atractivo —apuntó ella.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Es guapo, eso es innegable. —Toni se dio cuenta de que estaba intentando darle celos. «No juegues con fuego», se dijo.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó él.

—Que no, por supuesto.

—Es lo mejor que podías hacer. —Stanley parecía algo azorado, y añadió—: No es que sea asunto mío, pero ese tipo no es digno de ti.

Dicho esto, volvió a centrar su atención en el televisor y cambió a una cadena de las que emitían noticias las veinticuatro horas.

Durante un par de minutos estuvieron viendo imágenes de las víctimas del terremoto en Rusia y de los equipos de rescate. Toni se sentía un poco tonta por haber contado a Stanley lo de Osborne, pero le había gustado su reacción.

A continuación vino la noticia de la muerte de Michael Ross, y una vez más el reportaje se atenía estrictamente a los hechos. Stanley apagó el televisor.

—Bueno, en la tele no nos han crucificado.

—Y mañana es día de Navidad, así que no habrá diarios —observó Toni—. El jueves la noticia ya será vieja. Creo que podemos dormir tranquilos, a menos que surja algún imprevisto.

—Desde luego. Si perdiéramos otro conejo, volveríamos a estar en el ojo del huracán en menos que canta un gallo.

—No habrá más problemas de seguridad en el laboratorio —afirmó Toni con rotundidad—. Me aseguraré de que así sea.

Stanley asintió.

—Debo decir que has llevado todo esto de un modo extraordinario. Te estoy muy agradecido.

Toni no cabía en sí de felicidad.

—Hemos dicho la verdad y nos han creído —repuso.

Se sonrieron el uno al otro. Era un momento íntimo y feliz. Entonces sonó el teléfono. Stanley alargó el brazo por encima del escritorio para cogerlo.

—Oxenford al habla —dijo—. Sí, pásamelo aquí, por favor. Estoy deseando hablar con él. —Buscó la mirada de Toni y articuló el nombre de su interlocutor sin pronunciarlo—: Mahoney.

Toni se levantó, nerviosa. Stanley y ella estaban convencidos de que habían controlado bien la situación, pero ¿opinaría lo mismo el gobierno estadounidense? Escrutó el rostro de Stanley, que en ese momento rompió a hablar:

—Hola de nuevo, Laurence. ¿Has visto las noticias? Me alegro de que lo veas así... Hemos evitado el tipo de reacción histérica que temías... Ya conoces a la subdirectora de Oxenford Medical, Antonia Gallo. Ella se ha encargado de la prensa... un gran trabajo, yo también lo creo... Totalmente de acuerdo, a partir de ahora tendremos que extremar las medidas de precaución. Sí, sí. Gracias por llamar. Adiós.

Stanley colgó y se volvió hacia Toni con una sonrisa de oreja a oreja.

—Nos hemos salvado.

Eufórico, rodeó a Toni con los brazos y la estrechó con fuerza.

Toni hundió la cara en su hombro. El tweed de su chaleco era sorprendentemente suave al tacto. Inspiró su tibio y discreto olor corporal, y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre. Le devolvió el abrazo, notando la presión que sus senos ejercían sobre el pecho de Stanley.

Se hubiera quedado así para siempre, pero al cabo de unos segundos él se apartó suavemente. Parecía avergonzado, y le estrechó la mano como si así pretendiera recuperar la formalidad perdida.

—El mérito es todo tuyo —afirmó.

El breve momento de contacto físico la había excitado. «Por Dios —pensó—, estoy toda mojada.» ¿Cómo podía pasar tan deprisa?

—¿Te gustaría ver la casa? —preguntó Stanley.

—Me encantaría.

Toni se sentía halagada. Los hombres no solían ofrecerse para enseñar su casa a los invitados. Era otra muestra de intimidad.

Las dos habitaciones que ya había visto, la cocina y el estudio, se encontraban en la parte trasera de la casa y daban a un patio en torno al cual se alzaban varias construcciones anexas. Stanley guió a Toni hasta la parte delantera de la vivienda y le enseñó el comedor con vistas al mar. Aquella zona parecía una ampliación reciente de la antigua casona. En un rincón había una vitrina con grandes copas plateadas.

—Los trofeos de tenis de Marta —informó Stanley con orgullo—. Tenía un revés que era pura dinamita.

—¿Se dedicaba profesionalmente al tenis?

—Llegó a clasificarse para Wimbledon, pero nunca compitió a nivel profesional porque se quedó embarazada de Olga.

Al otro lado del vestíbulo, también con vistas al mar, quedaba el salón. Allí, debajo del árbol de Navidad, los regalos apilados se desparramaban por el suelo. En aquella habitación había otra imagen de Marta, un retrato de cuerpo entero en el que rondaba los cuarenta, con una silueta algo más rechoncha y el contorno del rostro ligeramente desdibujado. Era una estancia acogedora y agradable, pero no había nadie en ella, y Toni supuso que el verdadero corazón de la casa era la cocina.

La distribución era sencilla: el comedor y la sala de estar en la parte delantera, la cocina y el estudio en la parte de atrás.

—Arriba no hay mucho que ver —le advirtió Stanley, pero subió de todos modos, y Toni lo siguió.

¿Le estaban enseñando su futura casa?, se preguntó a sí misma. Era una fantasía absurda, y la alejó de su mente con brusquedad. Stanley solo intentaba ser amable.

Pero la había abrazado.

En la parte más antigua de la casa, por encima del estudio y el salón, había tres pequeños dormitorios y un cuarto de baño. Las habitaciones seguían conservando el recuerdo de los niños que habían crecido en ellas. En una pared colgaba un póster de los Clash, más allá descansaba un viejo bate de criquet con la empuñadura desgastada, y alineados sobre un anaquel languidecían los volúmenes completos de
Las crónicas de Narnia
.

En la parte nueva de la casa quedaba el dormitorio principal, una suite con vestidor y cuarto de baño propios. La gran cama de matrimonio estaba hecha y las habitaciones en general eran un primor de orden y limpieza. Toni se sintió emocionada y a la vez incómoda por entrar en la habitación de Stanley. Sobre la mesilla de noche había otra foto de la omnipresente Marta, esta vez en color, en la que tendría cincuenta y pocos años, el pelo de un gris mortecino y el rostro descarnado, sin duda a causa del cáncer que había acabado con su vida. No era una foto favorecedora, ni mucho menos. Toni pensó lo mucho que Stanley debía quererla aún para seguir atesorando incluso los recuerdos más amargos.

No sabía qué esperar a continuación. ¿Intentaría él algún tipo de acercamiento, con su mujer observándolos desde la mesilla de noche y sus hijos en el piso de abajo? Algo le decía que ese no era su estilo. Quizá se le hubiera pasado por la cabeza, pero nunca abordaría a una mujer de un modo tan brusco. Seguramente creía que primero estaba obligado a cortejarla a la antigua usanza. «A la porra la cena y el cine —pensó Toni—. Tú solo cógeme, por lo que más quieras.» Pero él seguía en silencio, y después de enseñarle el baño de mármol la llevó de vuelta al piso inferior.

Aquella visita guiada era un privilegio, sin duda alguna, y debería haberla acercado a Stanley, pero en realidad la hacía sentirse excluida, como si espiara desde la calle a una familia sentada alrededor de la mesa, absorta en sus cosas y ajena a todo lo demás. De pronto, se sintió abatida.

Ya en el vestíbulo, el gran caniche se acercó a Stanley y restregó el hocico contra su mano.

—Nellie quiere ir a dar una vuelta —dijo él, y miró hacia fuera por la pequeña ventana que había junto a la puerta—. Ha dejado de nevar. ¿Te apetece salir a tomar un poco el aire?

—Claro.

Toni se puso su chaqueta y Stanley cogió un viejo anorak azul. En cuanto cruzaron el umbral se encontraron en un mundo pintado de blanco. El Porsche Boxster de Toni estaba aparcado junto al Ferrari F50 de Stanley y a otros dos coches, todos ellos cubiertos por una blanca capa de nieve, como pasteles glaseados. La perra se dirigió al acantilado en la que a todas luces era su ruta habitual. Stanley y su invitada la siguieron. Toni se dio cuenta de que el animal, con su pelaje negro rizado, guardaba un innegable parecido con la malograda Marta.

Sus pies levantaban la nieve polvorienta, descubriendo la resistente maleza, que crecía debajo. Cruzaron una larga extensión de césped. Unos pocos árboles raquíticos se alzaban a los lados, doblegados por el infatigable azote del viento. Se cruzaron con dos jóvenes que volvían del acantilado, el chico de la sonrisa pícara y la chica enfurruñada con un piercing en el ombligo. Toni recordó sus nombres: Craig y Sophie. Cuando Stanley los había presentado a todos, en la cocina, había memorizado cada detalle con avidez. Era evidente que Craig se empleaba a fondo para seducir a Sophie, pero la chica caminaba junto a él con los brazos cruzados, la mirada fija en el suelo. Toni envidió la sencillez de las elecciones a las que se enfrentaban. Eran jóvenes y sin compromiso, estaban en el umbral de la edad adulta, sin nada que hacer aparte de lanzarse a la aventura de vivir. Sintió ganas de decirle a Sophie que no se hiciera de rogar. «Aprovecha el amor mientras puedes —pensó—. No siempre vendrá a ti sin que lo busques.»

—¿Qué planes tienes para la Navidad? —preguntó Stanley.

—Pues... no podrían ser más distintos de los tuyos. Me voy a un balneario con unos cuantos amigos, solo parejas solteras y sin hijos, a pasar la Navidad como personas adultas. Nada de pavo, ni
crackers
, ni calcetines colgados, ni Santa Claus. Buena vida y charlas entre amigos, eso es todo.

—Suena fantástico. Creía que normalmente venía tu madre a pasar la Navidad contigo.

—Así ha sido estos últimos años, pero esta vez mi hermana Bella ha dicho que se la quedaba, lo que me sorprende.

—¿Y eso?

Toni torció el gesto.

—Bella tiene tres hijos, y cree que eso la exime de cualquier otra responsabilidad familiar. No creo que sea justo, pero quiero a mi hermana y lo acepto.

—¿Y tú, has pensado en tener hijos algún día?

Toni contuvo la respiración. Era una pregunta muy íntima. Se preguntó qué respuesta preferiría oír él. No podía saberlo, así que se limitó a decir la verdad.

—Puede. Es algo con lo que mi hermana siempre soñó. El deseo de tener hijos ha regido su vida. Yo no soy como ella. Envidio tu familia, es evidente que te quieren y respetan, y que les gusta estar contigo, pero no estoy segura de querer sacrificar todo lo demás para ser madre.

—No creo que haya que sacrificarlo todo —observó Stanley.

«Tú no lo hiciste —pensó Toni—, pero ¿qué me dices de Marta y su carrera de tenista?» Esto fue lo que pensó, pero de sus labios salió algo muy distinto:

—¿Y tú? Podrías empezar una nueva familia.

—No —repuso él—. Mis hijos nunca me lo perdonarían.

Toni se sintió un poco decepcionada. No esperaba que lo tuviera tan claro.

Llegaron al acantilado. Hacia la izquierda, el promontorio se deslizaba en pendiente hasta una playa, ahora alfombrada de nieve. Hacia la derecha, la costa describía un corte vertical hasta el mar. Allí, una sólida valla de madera de poco más de un metro de altura bordeaba el acantilado. Era lo bastante alta para impedir el paso de los niños sin estropear el paisaje. Se asomaron a la valla y contemplaron las olas que rompían treinta metros más abajo. El fuerte oleaje subía y bajaba como el pecho de un gigante dormido.

—Qué rincón tan maravilloso —dijo Toni.

—Hace cuatro horas pensé que iba a perderlo.

—¿Te refieres a tu casa?

Stanley asintió.

—He tenido que usarla como aval para el crédito bancario. Si la cosa se viene abajo, el banco se queda con la casa.

—Pero tus hijos...

—Les daría el disgusto de su vida. Y ahora, desde que Marta ya no está, son lo único que realmente me importa.

—¿Lo único? —preguntó Toni.

Stanley se encogió de hombros.

—En el fondo, sí.

Toni escrutó su rostro. Había en él una expresión seria, pero nada sentimental. ¿Por qué le contaba aquello? Dio por sentado que se trataba de una indirecta. No era verdad que sus hijos fueran lo único que le importaba; el trabajo ocupaba un lugar destacado en su vida. Pero quería que ella comprendiera lo fundamental que era para él preservar la unidad familiar. Tras haberlos visto juntos en la cocina, Toni no podía sino comprenderlo. Pero ¿por qué había elegido aquel momento para decírselo? Quizá temía haberle transmitido una impresión equivocada.

Toni necesitaba salir de dudas. En las últimas horas habían pasado muchas cosas, pero todo resultaba ambiguo. Stanley la había tocado, abrazado, le había enseñado su casa y le había preguntado si quería tener hijos. ¿Todo aquello significaba algo o no? Tenía que saberlo.

—Te refieres a que nunca harías nada que pusiera en peligro eso que he visto en la cocina, la unidad de tu familia.

—Exacto. Mis hijos sacan toda su fuerza de ahí, aunque no se den cuenta.

Toni se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

—Y eso es tan importante para ti que nunca empezarías otra familia.

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