Uno de sus amantes fue Armand Berard, tercer secretario de la embajada francesa, de metro noventa de alto e «increíblemente guapo», según recordaba Martha. Antes de que Berard la invitase a salir por primera vez, le pidió permiso al embajador Dodd, un hecho que Martha encontró encantador y divertido. Ella no le contó lo de su matrimonio, y como consecuencia, para su secreto deleite, él la trató al principio como si fuese una ignorante en materia sexual. Ella sabía que poseía un gran poder sobre él, y que hasta el más casual acto o comentario de ella podía conducirle a la desesperación. En los períodos en que se separaban, ella salía con otros hombres… y se aseguraba de que él lo supiera.
«Eres la única persona en este mundo que puede romperme», le escribió él, en un momento dado, «pero lo sabes perfectamente, y pareces disfrutar mucho haciéndolo».
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Le rogó que no fuera tan dura con él. «No puedo soportarlo», le escribía. «Si te dieras cuenta de lo desgraciado que soy, probablemente te compadecerías de mí.»
Para uno de sus pretendientes, Max Delbrück, joven biofísico, el recuerdo de sus habilidades de manipulación siguió fresco en su memoria, incluso décadas después. El era esbelto y tenía una barbilla muy marcada y una gran mata de pelo oscuro y bien peinado, con un aire que recordaba a un joven Gregory Peck. Estaba destinado a grandes cosas, incluido un premio Nobel que se le concedió en 1969.
En un intercambio de cartas posterior, Martha y Delbrück recordaban el tiempo que pasaron juntos en Berlín. Ella recordaba su inocencia cuando se sentaban juntos en una de las salas de recepción y se preguntaba si él también lo recordaría.
«Por supuesto que recuerdo el comedor forrado de damasco verde de la Tiergartenstrasse»,
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escribió él. Pero su recuerdo divergía un poco del de ella. «No nos limitamos a quedarnos allí sentados modestamente.»
Con un poco de despecho, él le recordó a ella una cita en el café Romanisches. «Viniste terriblemente tarde, y bostezando, y me explicaste que era así porque te sentías muy relajada en mi compañía, y que era un cumplido para mí.»
No sin ironía, añadía: «A mí me entusiasmó la idea (después de preocuparme al principio), y desde entonces bostezo cuando me reúno con mis amigos».
Los padres de Martha le daban total independencia, sin restricción alguna en sus idas y venidas. No era raro que ella saliese hasta primeras horas de la mañana con todo tipo de acompañantes, y en la correspondencia familiar están sorprendentemente ausentes todo tipo de comentarios censores.
Otros sí que lo notaban, sin embargo, y lo desaprobaban, entre ellos el cónsul general George Messersmith, que comunicó su disgusto al Departamento de Estado, añadiendo combustible a la campaña que se iba organizando poco a poco en contra de Dodd. Messersmith conocía la aventura de Martha con Udet, el aviador, y creía que se había visto implicada en romances con otros dirigentes nazis, incluido Hanfstaengl. En una carta «personal y confidencial» a Jay Pierrepont Moffat, jefe de Asuntos Europeos Occidentales, Messersmith decía que esas aventuras se habían convertido en motivo de cotilleos. Decía que eran inofensivos, en su mayor parte, excepto en el caso de Hanfstaengl. Temía que la relación de Martha con Hanfstaengl y su aparente carencia de discreción hiciera que diplomáticos y otros informadores se mostraran más reticentes a la hora de confiar en Dodd, temiendo que sus confidencias pudieran llegar a Hanfstaengl. «A menudo he pensado en decirle algo al embajador al respecto»,
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le dijo Messersmith a Moffat, «pero como era un asunto muy delicado, me he limitado a averiguar qué tipo de persona exactamente es Hanfstaengl».
La opinión de Messersmith sobre la conducta de Martha se fue endureciendo con el tiempo. En sus memorias sin publicar escribió que «se portaba muy mal, en muchos sentidos, especialmente en vista de la posición que ocupaba su padre».
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El mayordomo de los Dodd, Fritz, tenía su propia forma sucinta de expresar sus críticas: «Aquello no era una casa, sino una casa de citas».
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La vida amorosa de Martha dio un vuelco cuando le presentaron a Rudolf Diels, el joven jefe de la Gestapo. Este se movía con facilidad y confianza, y a diferencia de Putzi Hanfstaengl, que invadía una habitación, él entraba discretamente, deslizándose como una niebla malévola. Su llegada a cualquier fiesta, escribía ella, «creaba un nerviosismo y una tensión que ningún otro hombre podía crear, aun entre aquellas personas que desconocían su identidad».
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Lo que más atraía su atención era el panorama torturado de su rostro, que ella describía como «la cara más siniestra y desfigurada que he visto jamás».
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Una larga cicatriz en forma de V poco honda marcaba su mejilla derecha; otras formaban un arco por debajo de su boca, a través de la barbilla, y una cicatriz especialmente profunda formaba una luna creciente en la parte inferior de su mejilla izquierda. Su aspecto general era llamativo, como un Ray Milland estropeado, de una «belleza cruel y rota»,
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según decía Martha. Su belleza era justamente la opuesta a la blanda apostura de los jóvenes oficiales del Reichswehr, y ella se sintió atraída hacia él de inmediato, hacia sus labios «encantadores», su «pelo exuberante, de un negro azabache», y sus ojos penetrantes.
No era la única que sentía esa atracción. Se decía que Diels tenía un gran encanto, y un gran talento y experiencia sexual. De estudiante ya se había ganado una buena reputación como bebedor y mujeriego, según Hans Bernd Gisevius, hombre de la Gestapo que estudió en la misma universidad que él. «Estar envuelto en asuntos con mujeres era lo habitual en él»,
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escribía Gisevius en sus memorias. Los hombres también reconocían el encanto y modales de Diels. Cuando Kurt Ludecke, partidario temprano de Hitler, fue arrestado y conducido al despacho de Diels, encontró al jefe de la Gestapo inesperadamente cordial. «Me sentí a gusto con aquel joven alto, esbelto y educado, y su consideración me resultó reconfortante al momento»,
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decía Ludecke. «Era una ocasión en la que sin duda uno agradecía los buenos modales.» Observaba: «Volví a mi celda con la sensación de haber recibido el disparo de un caballero, más que la paliza de un patán». Sin embargo, Ludecke al final acabó preso bajo «custodia preventiva» en un campo de concentración en Brandenburg an der Havel.
Lo que Martha encontraba también atractivo en Diels era el hecho de que todo el mundo le tuviera miedo. La gente a menudo se refería a él como el «Príncipe de las Tinieblas», y Martha se enteró de que a él no le importaba. «Se complacía de una manera despiadada en sus modales mefistofélicos y siempre quería crear silencio con sus irrupciones melodramáticas.»
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Diels se había aliado enseguida estrechamente con Göring, y cuando Hitler se convirtió en canciller, Göring, como nuevo ministro prusiano del Interior, recompensó la lealtad de Diels convirtiéndole en jefe de la recién creada Gestapo, a pesar de que Diels no era miembro del Partido Nazi. Göring instaló la agencia en una antigua escuela de arte en la Prinz-AlbrechtStrasse, 8, apenas a dos manzanas del consulado norteamericano en Bellevuestrasse. Cuando llegaron los Dodd a Berlín, la Gestapo se había convertido en una presencia terrorífica, aunque estaba muy lejos de ser la entidad que todo lo sabía y todo lo veía que se imaginaba la gente. Su nómina de empleados era «notablemente reducida»,
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según el historiador Robert Gellately. Este cita el ejemplo de la filial de Düsseldorf, una de las pocas de las que quedan registros detallados. Tenía 291 empleados responsables de un territorio que incluía a cuatro millones de personas. Sus agentes, o «especialistas», tampoco eran los sociópatas que se representan popularmente, según averiguó Gellately. «La mayoría de ellos ni estaban enloquecidos, ni eran dementes ni sobrehumanos, sino que eran terriblemente normales.»
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La Gestapo incrementó su negra imagen manteniendo en secreto sus operaciones y sus fuentes de información. De repente, como salidas de la nada, la gente recibía unas tarjetas pidiéndoles que se presentaran para interrogarles. Eran terroríficas. A pesar de su forma prosaica, tales convocatorias no podían ser descartadas ni ignoradas. Ponían a los ciudadanos en la situación de tener que presentarse ellos mismos en el más espantoso de los edificios y responder a unas acusaciones o cargos de los cuales probablemente no tenían ni la menor idea, con la posibilidad (a menudo imaginaria, pero en muchos casos bastante real) de encontrarse al final de aquel mismo día en un campo de concentración, bajo «custodia preventiva». Era esta acumulación de desconocimientos lo que hacía tan temible a la Gestapo. «Uno puede escapar de un peligro que conoce», escribía el historiador Friedrich Zipfel,
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«pero una policía que trabaja en la oscuridad se vuelve extraña. En ningún sitio te sientes a salvo de ella. Aunque no esté omnipresente, puede aparecer, investigar, arrestar. El preocupado ciudadano ya no sabe en quién puede confiar».
Sin embargo, con Diels la Gestapo desempeñaba un papel complejo. En las semanas que siguieron al nombramiento de Hitler como canciller, la Gestapo de Diels actuó como freno a la oleada de violencia de las SA, durante las cuales las Tropas de Asalto arrastraron a miles de víctimas a sus cárceles improvisadas. Diels dirigió algunas expediciones encaminadas a cerrarlas y encontró prisioneros en condiciones lamentables, golpeados y magullados, con los miembros rotos, casi muertos de hambre, «como una masa de arcilla inanimada»,
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tal como escribió él mismo, «absurdas marionetas con los ojos sin vida, ardiendo de fiebre, los cuerpos desmadejados».
Al padre de Martha le gustaba Diels. Para su sorpresa, encontró que el jefe de la Gestapo era un intermediario muy útil para sacar a extranjeros y otros de los campos de concentración, y para ejercer presión sobre las autoridades policiales fuera de Berlín y encontrar y castigar a los hombres de las SA responsables de ataques contra los norteamericanos.
Sin embargo, Diels no era ningún santo. Durante su mandato fueron arrestados miles de hombres y mujeres, muchos de ellos torturados, algunos asesinados. Estando de guardia Diels, por ejemplo, un comunista alemán llamado Ernst Thälmann fue hecho prisionero e interrogado en los cuarteles generales de la Gestapo. Thälmann dejó un relato muy gráfico. «Me ordenaron que me quitara los pantalones y entre dos hombres me agarraron por la nuca y me colocaron a través de un taburete. Un oficial uniformado de la Gestapo con un látigo de piel de hipopótamo en la mano me azotó entonces las nalgas con unos golpes muy medidos. Loco de dolor, yo chillaba repetidamente, con todas mis fuerzas.»
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Según Diels, la violencia y el terror eran herramientas muy valiosas para la preservación del poder político. Durante una reunión de corresponsales extranjeros en casa de Putzi Hanfstaengl, Diels les dijo a los reporteros: «El valor de las SA y las SS, según mi punto de vista de inspector-general responsable de la supresión de tendencias y actividades subversivas, reside en el hecho de que generan terror. Eso es muy saludable».
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Martha y Diels paseaban juntos por el Tiergarten, que rápidamente se empezó a conocer como el único lugar del centro de Berlín donde una persona podía sentirse tranquila. A Martha le gustaba especialmente pasear por el parque en otoño, entre lo que ella denominaba «la muerte dorada del Tiergarten».
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Iban al cine y a clubes nocturnos, y viajaban durante horas en coche por el campo. Parecía muy probable que se convirtieran en amantes, a pesar de que ambos estaban casados, Martha sólo en el aspecto técnico, Diels sólo de nombre, dada su inclinación por el adulterio. A Martha le gustaba ser conocida como la mujer que dormía con el diablo… y que dormía con él parece fuera de toda duda, aunque es igualmente probable que Dodd, como los padres ingenuos que han existido en todo momento y lugar, no tuviese ni idea. Messersmith lo sospechaba, y también Raymond Geist, su segundo de a bordo. Geist se quejó a Wilbur Carr, jefe de los servicios consulares en Washington, de que Martha era una jovencita «muy indiscreta»,
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que «tenía la costumbre de salir constantemente de noche con el jefe de la Policía Secreta Nazi, un hombre casado». El propio Geist la había oído llamar a Diels en público por diversos nombres afectuosos, entre ellos «querido».
Cuanto más conocía Martha a Diels, más veía que él también estaba asustado. Sentía «que estaba enfrentado constantemente a la boca de un cañón»,
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escribió ella. Se sentía más a gusto durante sus paseos en coche, cuando nadie podía escuchar sus conversaciones ni supervisar su conducta. Se paraban y luego caminaban por los bosques, y tomaban café en bares remotos y poco conocidos. El le contaba que todo el mundo en la jerarquía nazi desconfiaba de todos los demás, que Göring y Goebbels se odiaban el uno al otro y se espiaban entre sí, que ambos espiaban a Diels, y que Diels y sus hombres a su vez los espiaban a ellos.
A través de Diels, ella empezó por primera vez a atemperar un poco su idealista visión de la revolución nazi. «Empezó a aparecer ante mis románticos ojos… una red vasta y compleja de espionaje, terror, sadismo y odio, de la cual nadie, oficial o soldado, podía escapar.»
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Ni siquiera Diels, como los acontecimientos demostrarían bien pronto.
LA MUERTE DE BORIS
Hubo otro amante más en la vida de Martha, el más importante de todos, un ruso condenado que acabaría por cambiar el resto de su vida.
Le vio por primera vez a mediados de septiembre de 1933 en una de las muchas fiestas que daba Sigrid Schultz en su apartamento, donde vivía ella con su madre y sus dos perros. Schultz solía servir bocadillos, judías estofadas y salchichas que preparaba su madre, y muchísima cerveza, vino y licor, que acababan consiguiendo que los invitados nazis abandonaran la doctrina en favor de la diversión y el cotilleo. En medio de una conversación, Martha miró hacia la sala y vio a un hombre alto y atractivo que se encontraba en el centro de un grupo de corresponsales. No era guapo a la manera convencional, pero sí muy atractivo, de unos treinta años, con el pelo rubio oscuro muy corto, unos ojos maravillosamente luminosos, y unos modales relajados y fluidos. Movía las manos al hablar, y Martha vio que tenía unos dedos largos y flexibles. «Tenía la boca y el labio superior muy curiosos»,
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recordaba una de las amigas de Martha, Agnes Knickerbocker, esposa del corresponsal H. R. Knickerbocker, apodado «Knick». «No puedo describirlo de otra manera que diciendo que podía pasar de la seriedad a la risa en una milésima de segundo.»